A sólo 50 días del cambio de gabinete que marcó el retorno de Cristina Kirchner al gobierno tras su licencia médica, ha quedado en evidencia la crisis de un modelo de gestión basado en la hiperconcentración del poder en una Presidenta a la que, paradójicamente, le cuesta cada vez más tomar decisiones.
Las telenovelas inspiradas desde el propio Gobierno alrededor del impuesto a los bienes personales y del precio del tomate pusieron de manifiesto el prematuro desgaste de un elenco ministerial en el que cada uno parece hacer lo que cree mejor hasta que se advierte que nadie puede adoptar medidas relevantes en ausencia de la primera mandataria.
Tanto la imagen de funcionarios condenados por sus propias chapucerías como el llamativo silencio público de la Presidenta, que ya lleva un mes, alimentan la sensación de un gobierno en el freezer y de vacío de poder en el presente contexto de innegable crisis económica.
La desautorización presidencial por la anunciada reforma del tributo sobre los bienes personales de la que fueron objeto Ricardo Echegaray y Jorge Capitanich, a través de Axel Kicillof, apunta al corazón de los temores imperantes en el cristinismo. Hay que mostrar a toda costa que la Presidenta ejerce efectivamente el poder. Si quien tiene las riendas del gobierno no puede exhibir capacidad de conducir termina devorado por el propio peronismo, según una máxima implícita de este movimiento. El interrogante es si Cristina Kirchner efectivamente conduce o apenas se limita a disciplinar funcionarios.
Las marchas y contramarchas en el impuesto a los bienes personales y en la postergada importación de tomates de Brasil dieron cuenta de una Presidenta que da órdenes que son anunciadas por sus ministros, seguidas de contraórdenes que terminan dejándolos en ridículo.
No son pocos los que se preguntan en el peronismo hasta dónde llegará la paciencia de Capitanich, que llegó a la Jefatura de Gabinete como el artífice del cambio y que ahora no sólo ha sido descalificado por alguien que debería ser su subalterno, como el ministro de Economía, sino que ni siquiera puede oficiar como un vocero confiable del Gobierno.
Algunas voces de la Casa Rosada propician el fin de las conferencias de prensa diarias de Capitanich. Si bien éstas ayudaron a poner en evidencia el desconcierto del Gobierno, el verdadero problema no pasa por ellas, sino por la falta de un piloto y de un plan integral para resolver el descalabro actual.
La preocupación central del núcleo duro que rodea a Cristina Kirchner pasa por dos objetivos: frenar la posible construcción de una liga de gobernadores que pretenda condicionar a la Presidenta, y garantizar impunidad a los suyos, cubriendo la retirada. El último paso dado con este propósito fue la designación de conjueces absolutamente afines al kirchnerismo en la Cámara de Casación Penal, incluidos abogados de Amado Boudou y Julio De Vido.
Pero afrontar las demandas de las provincias y las reclamaciones salariales en el sector público exige una caja que al Gobierno le resulta cada vez más chica, pese a que la presión fiscal ha alcanzado niveles récord y a que los argentinos pagamos impuestos propios de países escandinavos a cambio de servicios básicos propios de los países más subdesarrollados del África subsahariana.
El finalmente frustrado anuncio de reformar el impuesto a los bienes personales para tomar las propiedades a su valuación de mercado y no, como hasta ahora, al valor que sea mayor entre la valuación fiscal y el precio de escrituración, deja una certeza: si el Gobierno se plantea la alternativa de recurrir a una medida tan antipática como impopular es porque el agujero fiscal debe ser muy grande.
La iniciativa le hubiera provocado al Gobierno más problemas que beneficios. Más allá de las dificultades técnicas para definir una valuación real en un mercado inmobiliario virtualmente paralizado desde el cepo cambiario, este tributo, que comenzó siendo concebido como un impuesto a la riqueza cuando fue creado por el gobierno menemista, iba a convertirse en un mero impuesto a la vivienda, que hubiese alcanzado a jubilados y sectores de clase media baja, transformados de la noche a la mañana en “nuevos ricos” por tener un departamentito de uno o dos ambientes.
Conllevaba asimismo el riesgo de una rebelión fiscal para un Gobierno que ya no está en condiciones de tirar de la cuerda, y hasta el peligro de que el Congreso, aun con mayoría kirchnerista, no lo hubiese aprobado y reprodujera lo ocurrido con la recordada resolución 125 contra el campo, en 2008.
Esta improvisación impositiva hubiera llevado también a blanquear la verdadera fortuna de muchos funcionarios, empezando por la propia Cristina Kirchner, cuyos 48 millones de pesos declarados en 2012 como patrimonio podrían pasar a una cifra de nueve dígitos, muy próxima a los diez.
Es que si se toma la última declaración patrimonial de la Presidenta conocida en detalle, correspondiente a 2011, podrá advertirse que entre las 28 propiedades inmuebles que declara, hay dos departamentos en Recoleta de 392 y 160 metros cuadrados, respectivamente, valuados en 71.811 pesos el primero, y en apenas 17.587 pesos el segundo.
Una estimación profesional indica que ninguna de esas viviendas puede ofrecerse en el mercado a menos de 1.700 dólares el metro, por lo que la suma de ambas arrojaría unos 938.000 dólares, una cifra setenta veces mayor a lo que declara la primera mandataria por esos dos bienes.
De acuerdo con la misma declaración jurada, los seis terrenos que declara en El Calafate y que ocupan un total de 181.324 metros cuadrados, ascienden a tan sólo 151.900 pesos, un valor inferior al de un simple terreno de apenas 500 metros cuadrados en la misma zona, por el que su dueño pide 30.000 dólares. Habría que recordar que Néstor Kirchner adquirió en su momento gran parte de esos terrenos, que estaban en manos del fisco, a valores tan insignificantes como irrisorios.
Afortunadamente, el Gobierno permite hoy que haya negocios para casi todos, como la posibilidad de obtener dólares a alrededor de 9,50 pesos en la Bolsa de Comercio, de acuerdo con la última cotización del título Bonar X, mientras en el mercado marginal roza los 11 pesos.
Esto es posible adquiriendo en pesos determinados títulos públicos dolarizados y vendiéndolos 72 horas después en dólares, que se pueden transferir a una caja de ahorro bancaria.
Al equipo económico esta operatoria le ha generado la esperanza de que se puede frenar la demanda sobre el llamado dólar blue en el mercado paralelo. A muchos otros, la ilusión de vivir sin trabajar, repitiendo una y otra vez el proceso de comprar dólares en el mercado bursátil para luego venderlos más caros en una cueva y volver a comprarlos a precio menor en la Bolsa. Para aceitar este mecanismo y garantizar una ecuación que aleje a los inversores del mercado marginal, la Anses ha salido a desprenderse de bonos dolarizados de su cartera, probablemente a riesgo de una descapitalización futura.
Frente a la ilusión oficial de que así bajará el dólar, habría que recordar que, en un contexto de inflación, con cualquier control de cambios la brecha cambiaria está condenada a crecer. El progresismo kirchnerista, casi sin que nos demos cuenta, nos ha conducido, a través de un espeluznante túnel del tiempo, a los años de las bicicletas financieras del último régimen militar que tanto dice cuestionar.