1 de febrero de 2025 - 01:00

"Luz", un cuento de Juan Bautista Correa

En este cuento del autor de “Agogé”, un narrador recuerda el primer amor, y lo entremezcla con reflexiones sobre la sexualidad, el enamoramiento y el paso del tiempo.

Creo que se llamaba Lucía. Digo creo porque no tengo la completa certeza. Solo sé que le decían Lu. Pero el diminutivo puede aplicar para muchos nombres. Luciana, Luisina, Lucila, Lucía, Luna, Lourdes, Ludmila. Imposible saberlo. Íbamos al mismo colegio.

Yo tenía quince y ella catorce, plena etapa sorete de la adolescencia. Cuando ponemos los ojos en blanco tan seguido que nadie está seguro de nuestro color de pupilas. Cuando toda nuestra frágil autoestima siempre parece a punto de derrumbarse.Es en esos tiempos, con esa fatalidad que siempre tiene la adolescencia, cuando cualquier cosa puede ser la primera o la última, cuando aprendemos las obsesiones que vamos a arrastrar toda la vida. Es en esos años cuando nos morimos por morirnos de amor.

Los colegios católicos se prestan para esa clase de fantasías que son los amores platónicos. La cuestión, creo, radica en las hormonas explosivas de la adolescencia. Pero sobre todo en la faldita escocesa, la bendita falda que algún hombre, indudablemente, impuso como uniforme.

El tiempo de las mañanas en el colegio se mide en erecciones. Todo hombre sabe que estar un rato sentado (en un asiento de colectivo, una sala de espera, un pupitre) significa una erección. La testosterona que no se quema con el movimiento se acumula. Y lo que se acumula siempre se amontona.

Un día cualquiera, en un recreo, mirando distraído el desfile de piernas, de repente me encontré con las más hipnóticas que vi en mi vida. Largas sin ser patitas de tero, torneadas sin llegar a musculosas, vertiginosas, con la milagrosa precisión que tienen los malabaristas.

Por supuesto que mi mirada no podía quedarse ahí, porque la escandalosa brevedad de la falda y el color cobrizo de la piel la invitaban a subir. La chica mareadora, huracanada, que vivía al final de esas piernas todavía pega portazos de vez en cuando desde el fondo de mi memoria.

No voy a decir que me enamoré, pero sí que el cimbronazo me desacomodó entero. Para mí fue como una campanada celestial, uno de esos momentos reveladores y devastadores en los que despertás y te das cuenta de que has estado viviendo dormido.

Lu era un cliché de Barbie que me da hasta vergüenza enumerar. Rubia, alta, ojos claros. Nariz respingada, pómulos de catálogo, alguna que otra peca, cierta suavidad y redondez que recordaban una niñez no tan lejana. Era estúpidamente linda. Pero no era solo eso. En cada movimiento que hacía, en cada gesto, se adivinaba una alegría exuberante. Era extático verla reír. Era hipnótico verla caminar con la adorable torpeza de quien ha crecido demasiado de golpe.

Su voz aguda hasta lo insoportable, escuchada por mí a la pasada en algún recreo, era capaz de poner a aullar a los perros. Pero para mí tenía la dulzura del timbre de salida de clases. La chica que nos gusta siempre tiene algo de ángel, algo que no es suyo sino nuestro. Para mí Lu era un prodigio de alegría y ganas de vivir que hubiera merecido su propia película de Disney. No puedo decir, a la distancia, cuánto de ello era cierto.

Claro que no podía darme bola, a pesar del año de ventaja, por la simple razón de que ella era tan ella y yo tan yo. Todo mi enamoramiento, y esa tímida esperanza que vive dentro de todo enamoramiento, se basó apenas en algunas miradas cruzadas, en alguna sonrisa distraída en alguna fiestita.

Cuando Lu sonreía todo alrededor se iluminaba. Esa luz, que parecía volver más claro el aire a su alrededor, tenía el efecto contrario en mí: era como si me cagaran a palos por dentro.

El deseo es así, es el reconocimiento de algo que nos incompleta. Lu convirtió un año entero de secundaria en un revoleo constante de sentimientos, en un péndulo desquiciado entre la más absoluta euforia y las más recónditas y truculentas fantasías de suicidio.En su momento, terminantemente, me dije que la amaba. Lo más probable es que no. Quizás solo me despertara algo, y ese algo, y las hormonas, me hicieran soñar despierto. Pero de esas cosas uno se da cuenta, y se avergüenza, cuando crece.

Si alguna vez tuve alguna chance fue en esos primeros días en que la noté. La verdad es que no me había llamado la atención antes, que para mí apareció de un día para el otro.

La adolescencia, sobre todo vista a la distancia, es difusa en detalles, en certezas. Quizás se había cambiado de otro colegio, o quizás había florecido exageradamente en el verano, algo más bien común a esa edad.

La cuestión es que todo el colegio pareció notarla al mismo tiempo y eso terminó decantando en lo obvio: las chicas más lindas siempre salen con los chicos más lindos. Traducción: las chicas más lindas siempre salen con chicos que no son yo.

Con el tiempo Lu cambió. Esa alegría casi infantil que tenía en todo lo que hacía se fue cuando cambió la gente con la que se juntaba. Dejó de sonreír y asumió una pose. Incluso para un admirador lejano como yo fue obvio que empezó a pretender, que se volvió más careta.

Después del colegio no he vuelto a verla nunca. Supe por algunos amigos que ahora tiene una onda un poco rara, que tiene mil tatuajes y piercings por todos lados y anda por lugares tan under que no los conoce nadie. También me dijeron que está en pareja con un tipo mucho más grande (casi veinte años de diferencia) y que tiene un hijo con él. Lo mejor que pueden hacer los recuerdos es quedarse como tales. Lu es una de las primeras pibas que me hizo sentir algo más que deseo. Y por eso siempre tendrá un lugar de honor en el museo de mis sueños inalcanzados.

Nunca la voy a olvidar, aunque la mayor parte del tiempo no me acuerde de ella.

Sobre el autor del cuento

Juan Bautista Correa tiene 33 años, trabaja como programador y reside en Mendoza. En 2023 ganó el Certamen Literario Vendimia en la Categoría Cuento. En 2024 se publicó su libro de cuentos “Agogé”.

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