2 de febrero de 2025 - 00:30

"Libros de verdad, libros de mentira", un cuento de Fernanda Rodríguez Briz

En este cuento, la voz narradora reflexiona sobre su relación con los libros, como así también sobre sus usos ideológicos.

Sola durante la mayor parte del día, hija única confinada a interminables fines de semana o veranos dentro de un departamento porteño, yo era una lectora voraz. Sí, una chica, pero una que leía cosas de adulto más que las destinadas a su edad.

Cuánto entendería esa niña de lo que leía ni lo sé, ni me importa, solo sé que millones (¿millones, Fer?, bueno, tal vez fueran miles) de libros estaban a mi alcance, mi casa estaba tapizada de ellos. ¿Quién los acumulaba así? Claramente una madre enferma de la lectura los traía a diario. Volvía del trabajo cada tarde con más y más lecturas bajo el brazo: dependiendo de la hora aparecía con Clarín, Quinta la Razón, Sexta la Razón; y dependiendo del día Gente, La Semana, Siete Días, Billiken, Anteojito, Humor…Tres o cuatro veces por semana, además, traía libros nuevos o usados de las míticas librerías de viejo de Avenida Corrientes, como la del mítico Palumbo, por ejemplo. Mi abuela, iletrada gallega de Galicia, ponía el grito en el cielo ¡No ves que ya no hay más lugar!

Era cierto, no había más lugar. En casa se apilaba sin orden todo cuanto pudiera leerse. Cada pared, cada mueble, cada estante, cada mesa de luz, hasta el canasto en el baño para la ropa sucia, todo estaba abarrotado de libros. Hasta teníamos antiquísimos números de El Hogar y Caras y Caretas. Nada se descartaba, como mucho se llevaba a cambiar por más y más libros. De hecho un armario era “el de los libros”, porque ya no alcanzaba el lugar visible y hubo que confinar unos cuantos.

Yo leía todo eso que traía mi madre junto y en desorden, siempre he leído de ese modo (hasta hoy, tanto en físico como en PDF). Esa es mi manera natural de leer, mi alimento cerebral deviene de la mezcla que seguramente hace boxear a mis neuronas y las obliga al dilema de crear nuevas sinapsis… o implosionar.

La lectura puede medirse en páginas, en horas, en días. Yo leía durante días. No había mérito alguno en ello, no había distractores para la lectura en esos tiempos; hoy la competencia de las pantallas sí lo vuelve mérito.

Recuerdo lo mucho que esos “títulos de grande” me atraían: “Divorcio”, por ejemplo, era un título pecaminoso en esa época, los setentas, ni les cuento la foto de tapa (señora, tiene la camisa abierta y se le ve), igual que “Carta abierta a mi futura ex mujer” (¡uff!). “Yo elegí al libertad”, me sonaba inspirador. “El mundo perdido” olía a nostalgia o a utopía; “Ayer era milagro”, de tapa violeta, o “El retorno de los brujos”, negro como las pesadillas más densas, hablaban de enigmas y cosas ocultas; “Sybil”, era la historia real de una mujer con personalidades múltiples y yo temblaba al pensar que las contradicciones que surcaban mi niñez bien podían ser un indicativo de que yo también las tuviera.

Pero de todos los libros con los que compartía mis largas horas de soledad de hija única, ninguno como “Los diarios de Adán y Eva”. Y ahí quiero meterme, hablar de eso, ténganme paciencia porque lo que sentí fue una epifanía sobre la que siempre quise escribir y llegó el día.

Tendría unos 10 años. Y lo que sentí al leer ese libro es que se rasgaba un velo delante de mis ojos. Primero estaba el título: eso de llevar un diario. Durante la década de mi infancia era algo que se acostumbraba; yo, a mis pocos años, tenía uno, podía relacionarme con esa idea. Imaginar a mis amigas escribiendo, incluso a Anna Frank con el suyo, tenía lógica; pero ¡Adán y Eva haciendo lo propio, era algo que sonaba absurdo! ¡Disparatado! ¡Ridículo! Desde mi lógica pensaba a gritos las cosas que no me cerraban: ¿¡Quién les habría enseñado a escribir!?¡ ¿De dónde sacarían papel y lápiz!? ¿¡Y goma, y sacapuntas!? ¿¡Y nuevas hojas!?

Ni hablar de lo que revelaba el contenido del librito (uso el diminutivo porque era -sigue siendo, claro- una obra inmensa, pero muy muy breve). Lo que el autor había hecho, nada menos, era tergiversar lo más sagrado que la Humanidad tenía, lo incuestionable, la Verdad de las Verdades. Este tal Mark Twain había reescrito… ¡el Génesis! Una irreverencia descomunal. Y no lo había hecho en el Estados Unidos de los años setenta, ¡sino en el de mil ochocientos noventa y pico!

Yo era chica pero entendía el clima de época en el que crecía: había cosas con las que uno no debía meterse (se englobaban en una sola palabra, “autoridad”: desde los militares que gobernaban a la iglesia y las tradiciones) ¡¿y un escritor norteamericano había reescrito nada menos que el inicio del Antiguo Testamento a gusto, solo por reírse de lo más sagrado que había en el mundo!? Se había metido ¡con la Escritura misma de Dios! Había cometido semejante irreverencia ¿solo por diversión? ¿Eso hacían los escritores, cambiar la historia a gusto, mentir a gusto? ¡Wow, quiero hacer eso yo también!, pensé.

Este Mark Twain había abierto a barretazos una puerta a mi mente: en la literatura se puede hacer lo que uno quiera. Sentí en ese momento algo hasta físico, un crecimiento, quizás aumentara unos centímetros de altura, quizás se me estiraran los pies un par de números más... lo cierto es que ese fue el momento en que nació en mí la escritora.

Pasaron unos meses, seguía teniendo diez años, y se desplomó sobre mí otra epifanía relacionada con los libros, esta vez saltó a mis ojos como ácido desde el manual de cuarto grado. El capítulo era “Grupos indígenas de nuestro país” y con un 99 por ciento de certeza aseguraría que era el de Kapelusz. Allí, bajo la fotografía borrosa de una familia, hombres, mujeres, niños, todos serios y rígidos mirando a cámara, se leía claramente: “El indio no tiene sentimientos y jamás sonríe”.

Supe que había algo malo en esas palabras, intencionalmente malo, que esa frase había sido colocada ahí no por casualidad, sino para algo horrible y ruin. Me llené de ira. La foto, el epígrafe, las caras serias de los niños, las de sus padres y sus abuelos, todo me atormentó por días. Aún lo hace.

Yo, que había leído las más creativas torturas salidas de la mente de Poe (un tipo con un péndulo amenazante sobre su panza, otro encerrado vivo, un corazón latiendo desde debajo del piso, un ojo que sigue mirando…) me daba cuenta de que esas eran mentiras, sí, muy bien mentidas, claro, pero mentiras al fin. Eso era literatura, había sido escrita para asustar (o para divertir, o lo que fuera); el manual de cuarto grado, en cambio, ¿para qué había sido escrito? ¿Quién había puesto esa frase ahí y por qué? Ustedes, adultos y mi yo adulto de hoy lo comprendemos bien: la frase estaba inteligentemente dirigida hacia un objetivo: nuestras mentes infantiles. Debía entrar ahí y generar algo: desprecio, distancia… la animalización de otros argentinos.

De nuevo aprendí algo en ese año bisagra y creo que además de terminar de nacer ahí la escritora, nació también la lectora crítica: Los libros podían mentir, sí, pero no como lo hacía Mark Twain, como exhibición de ingenio y creatividad. Esta era una mentira muy distinta.

Una que no me hacía crecer el alma, una que me la estrujaba.

Sobre la autora del cuento

Fernanda Rodríguez Briz (nacida en ciudad de Buenos Aires en 1969; residente en Mendoza desde 2012) es Bibliotecaria universitaria y Docente de arte.

Escribe ficción (cuentos, microrrelatos, dramaturgia, poesía, literatura infantil y juvenil). Ha coordinado talleres de escritura, clubes de lectura y actualmente brinda el servicio de Coach Literaria acompañando el desarrollo profesional y la edición de obras de autores de narrativa.

Sus cuentos han obtenido numerosos premios en el ámbito nacional e internacional y han sido incluidos en variadas antologías.

Su libro “De las cosas que pasan” obtuvo el Primer Premio en el Certamen Literario Vendimia, 2017 (Mendoza, Argentina), mientras que “Los niños rotos”, el Segundo Premio en el Certamen Literario “San Juan escribe" Leonidas Escudero 2018.

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