Ella todavía los está buscando. Salió corriendo de su casa aquella noche, cuando escuchó a la distancia el ruido de una frenada y un terrible estampido que llegó a sus oídos como un grito lastimero y lejano. El aullido al unísono de todos los perros del vecindario invadió su alma de un horrible temor. Supo en lo profundo de su corazón que algo no andaba bien. Su esposo y su hija de 17 años ya deberían de haber llegado y ese atraso considerable que la tuvo en vilo desde que lo vio salir, enojado por tener que ir a buscarla a una fiesta, la llenaba de temor.
Había amado a ese hombre con todo su corazón, se había casado enamorada, pero sus problemas con el alcohol y su verborragia habían destruido todo lo bonito que ella sentía por él. Su hija era ese nexo que de alguna manera los mantenía unidos. Era por quien, resignada, continuaba día a día en ese triste vínculo. Entendía su debilidad, y si bien en un momento justificó sus primeros exabruptos, luego se dio cuenta de que estaban fuera de lugar. Él batallaba con el dolor de una enfermad incurable y como solución se había sumergido en otra peor. Ella luchaba diariamente con esos demonios, con ese monstruo que le susurraba al oído que estaba perdiendo la batalla.
Con manos temblorosas abrió la puerta de su dormitorio. El silencio de su casa hacía que los latidos de su corazón retumbaran en sus oídos. Tenía la boca seca, y la respiración entrecortada no ayudaba a calmarla. Bajó los escalones de madera desgastados por el paso de los años, casi sin tocarlos. Salió a la calle. La oscuridad la devoró y una llovizna que no había cesado en todo el día le dio directo en la cara. Corrió descalza por el frío pavimento, con su grueso camisón de algodón arrugado. Corría con sus manos apretadas contra el pecho sin sentir el aire helado penetrando hasta sus huesos. Después de andar doscientos metros casi sin aliento, al dar vuelta en la esquina, los encontró. Un accidente de grandes dimensiones entre un camión y un vehículo menor atraía la atención de los somnolientos vecinos que salían de sus hogares y curiosos se acercaban al lugar. Reconoció el auto de su marido, que mantenía las luces encendidas y desprendía una nube de vapor, casi instantáneamente.
Allí, atrapados entre un puñado de chapas y vidrios destrozados, yacían sus más cálidos sueños, aquel amor puro que años atrás había protegido y arrullado tiernamente, la había dejado sin un último beso, sin un último adiós. Un grito desgarrador retumbó en el profundo silencio de la noche. Una mano invisible le apretó la garganta. El estómago se le salió por la boca. Los brazos cayeron impávidos a los costados de su cuerpo. Sus ojos, horrorizados ante semejante desgracia, se llenaron de lágrimas. Ella dejó de ver; caminó lenta y de manera errante unos metros y cayó de rodillas; comenzó a arrastrarse hasta que sus últimas fuerzas la abandonaron y quedó tendida en el barro que se había formado.
Su marido y su hija estaban atrapados entre los hierros del vehículo; él todavía sostenía con fuerza una botella de vodka en la mano ensangrentada. El conductor del camión, aún aturdido por el impacto, se agarraba la cabeza, sentado a un costado del camino. Algunas personas, alertadas por el sonido, que también se habían acercado al lugar del accidente para socorrer a las víctimas, comprendiendo la situación, intentaron contenerla. El ulular de las sirenas fue invadiendo los murmullos del gentío que se agolpaba. Las luces verdes, azules y rojas de las balizas, les cegaban sus ojos somnolientos.
Mojada por la incesante llovizna, sucia y con la mirada perdida, se acercaba una a una a las personas allí reunidas y les preguntaba con la voz temblorosa y casi inaudible en dónde estaba su niña, mientras los tomaba del brazo preguntaba por ella y por su marido. Ninguna respuesta era suficiente, nada parecía satisfacer su penoso interrogante. “¿Dónde está? ¿Vos viste a mi nena?”, inquiría a uno, y después caminaba hacia otra persona y volvía a cuestionar: “¿Por qué no me dicen dónde están? ¿Vos sabés?”.
La noche fría y oscura se alargó indefinidamente. El amanecer llegó pálido, como si el cielo supiese que no había lugar para el color. Con el pasar de las horas los curiosos se fueron yendo, el lugar del siniestro que se hallaba vallado se fue vaciando. Las ambulancias y la Policía retiraron los cuerpos y los vehículos, la vida continuaba su curso. La gente volvía a sus rutinas, a sus quehaceres; menos ella, que quedó largo rato sentada en el lugar abandonada en sus pensamientos, hasta que fue trasladada a un hospital cercano. Por su delicado estado no asistió a los funerales y no pudo ni supo cómo despedirse. Pero tampoco hubiese podido, porque no asimiló los acontecimientos de aquel día. Para ella, el consuelo no llegó.
Pasaron unos cuantos años de esa noche en que la alegría que la había caracterizado siempre la abandonara abruptamente. Se borró de su mirada la chispa de sus ojos pícaros; su sonrisa fresca, se apagó para siempre. Quienes conocían su historia comentaban que, si su marido hubiese podido ver el daño que ocasionaría, quizás hubiese levantado el pie del acelerador, no hubiese bebido tanto, ni hubiese llevado a su hija en ese estado, porque ella ya no vive, solo sigue latiendo su corazón y la mantiene viva la ilusión de encontrarlos porque, ella todavía los está buscando.
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La autora: Ana Laura Guzmán
Ana Laura Guzmán (47 años). Madre de cuatro hijos. Estudios inconclusos en Psicología, Administración de Empresas e Historia. Trabaja en una empresa familiar dedicada a la gastronomía. Escribe y leer desde la infancia. Es autora de muchos cuentos inéditos que esperan ver la luz este año en un proyecto editorial que lleva adelante junto a una amiga. Ha tomado talleres de escritura con Ariel Búmbalo, Analís Señorena y Fabián Almonacid. Ha ganado un par de concursos locales, uno de ellos fue el primer puesto durante la pandemia. También ha participado de distintas ediciones del Mundial de Escritura.