No había amenazas que pudieran echar a perder este domingo en el que, como tantos, tendría la casa llena, porque vendría su hijo Mariano con Claudia y sus dos niños, Matías y Ezequiel, y también vendría su única hija, Ángeles, que vivía a escasas cuadras pero que en la semana le era imposible encontrarse con ella. Sus otros dos hijos no iban a estar, porque uno, aunque fuera domingo, tenía que trabajar, y el otro había quedado en ir a la casa de sus suegros.
Sonrió mirando al cielo. Nada amenazaba con opacar el día. Pero en este domingo las nubes no avanzaban lentamente desde el sur hacia la ciudad, sino que se aproximaban como un gran cúmulo opaco desde lo más profundo de ella, porque había soñado, como cualquier noche, como todas las noches, pero esta vez el sueño había sido distinto.
Se presionó los párpados con el pulgar y el índice derechos, levemente, como buscando transformar el entorno, como si el paisaje pudiese modificarse de manera que, al mirar nuevamente, esta ya no fuese su casa, sino cualquier otro lugar, un sitio distante de este suelo y de su último sueño.
Pero al retirar los dedos volvió a ver las mismas medianeras, las mismas plantas, la misma churrasquera de siempre. No creía en magias y divinidades, pero le hubiera gustado que el Universo decidiera hacerle una broma y que por esa única vez sucediera algo extraño. Pero nada de eso sucedió, entonces sólo giró y regresó a la cocina, donde el agua hervía.
Encendió la radio que estaba desde hacía años en el mismo lugar, sobre la heladera.
Al igual que todas las mañanas, preparó un té al que le agregó dos cucharadas de leche en polvo y dos de azúcar. Al igual que todas las mañanas, buscó en la heladera el frasco de dulce. Al igual que todas las mañanas, untó tres rodajas de pan. Al igual que la mayoría de las mañanas, desayunó sola y en silencio. Pero, como en ninguna mañana que recordara, el sueño del que hacía poco había despertado no dejaba de atormentarla.
Una voz que conocía desde hacía muchos años anunció la hora en la radio y le pareció imposible que recién fueran las siete de la mañana. Tan extenso había sido para ella el tiempo entre que abrió los ojos hasta ahora. Tan elásticos fueron los minutos que le parecía que habían pasado eones desde que se sentó en la cama buscando las chinelas.
En la radio, el locutor anunciaba el próximo viaje de un ministro y la misión que lo llevaba a vaya a saber qué lugares. Había un debate que iba in crescendo desde mediados de semana respecto de un proyecto de ley en el Congreso. Una mujer había chocado contra un árbol en la madrugada, pero no había que lamentar víctimas. Y el pronóstico confirmaba lo que ella pudo adelantar mirando el cielo: ninguna nube amenazaba el domingo.
Después, un par de publicidades que intentaron convencerla de que comprara las últimas novedades en productos imprescindibles para su familia y una balada escuchada mil veces fueron sólo una compañía distante a la que no prestó atención.
Por fin, el último sorbo de té desapareció garganta abajo. Con movimientos más lentos que los de costumbre, guardó el dulce, lavó la taza, la cuchara y el cuchillo y recogió en la palma de la mano las migas dispersas sobre la mesa. Otro locutor anunciaba, con un grito que pretendía emular el de un gaucho en la pampa, el comienzo de un programa de música folclórica. Apenas el estrépito terminó, sonaron los acordes de una canción que hacía mucho no escuchaba.
Tarareando apenas en un susurro, se acercó a la heladera y la abrió para comprobar si el helado que preparó la noche anterior antes de acostarse (antes de dormirse y antes de despertar con las imágenes de aquel sueño adheridas a la piel) estaba en condiciones de ser devorado por sus nietos, su hija, su nuera y su hijo. Y también por Horacio, por supuesto, que siempre fue un fanático del helado. Aunque, para ser justa, quitó de la lista de devoradores de helado a Ángeles. A ella también le encantaba el helado, por supuesto, pero era más moderada para comer. Helado o cualquier cosa. Y no porque se cuidara con las comidas ni estuviera sometiéndose a alguna dieta, mucho menos porIque tuviera algún trastorno alimenticio. Sólo comía menos. Siempre había comido menos que sus hermanos, que su padre, e incluso que ella.
Ángeles, tan linda. Y tan peleadora. No dejaba de ser una suerte que no viniera hoy Roberto, el mayor de sus hijos, porque con Ángeles siempre habían tenido algo así como una disputa personal. Siempre discutían, y cuando no lo hacían, el aire entre ellos se cargaba de una tensión a punto de explotar, de romperse. Roberto la tildaba de frívola, y Ángeles a él de incompetente. Nunca se sabía en qué momento podía explotar una rencilla de esas que dan por terminada cualquier reunión.
Sus otros dos hijos, Mariano y Rafael, eran más tranquilos, menos confrontativos. También tenían su carácter, pero no llegaban a los extremos de Roberto y Ángeles. Y, sí, sus hijos habían heredado su carácter. Eso le decían siempre a ella. “Menos mal que sacaron tu carácter, porque Horacio es un pan de Dios, y así cualquiera te lleva puesto en esta vida”, le habían dicho una vez, pero a Horacio nunca se lo llevaron puesto. Que fuera una buena persona no quería decir que se dejara bastardear. Pero, bueno, eso era lo que la gente quería ver en él. Allá ellos.
El ruido del motor de un auto en la calle la devolvió a la realidad. Una zamba sonaba ahora. Se descubrió comiendo helado sin recordar el momento en que había tomado una cuchara, y mucho menos la cantidad de cucharadas que ya había probado.
Se enojó consigo. Cómo podía ser que fuera a presentar a la mesa ese helado ya comenzado a comer. Cómo podía ser que no se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Cómo podía ser que tuviera que dar explicaciones, o peor, qué explicaciones daría cuando llevara el helado a la mesa. No sé cómo pasó, sólo pasó, cuando quise acordar estaba comiendo helado y una zamba sonaba en la radio cuando un auto pasó haciendo mucho ruido. Qué explicaciones serían esas.
Guardó el helado y cerró la puerta del freezer con violencia. La misma violencia con la que arrojó la cuchara a la bacha.
De un tirón corrió las cortinas con ambas manos y un ardor le irritó los ojos. Pero supo perfectamente que no era toda esa luz repentina la que la llevaba a mirar con dificultad, a parpadear repetidamente, a sentir esos deseos de correr.
Respiró profundo. Era domingo. La casa se le llenaría de gente. No vendrían todos sus hijos. Sí Ángeles y Mariano. Y Claudia. Y dos de sus nietos. Y también estaría Horacio. Por supuesto. Y al helado que pondría en la mesa le faltaría una porción que ella se comió sin saber cómo.
Lentamente se dirigió hacia la habitación. Dudó un instante antes de abrir la puerta. Giró el picaporte de manera de que las piezas metálicas apenas emitieran un breve chillido, y casi con timidez se introdujo a la pieza.
El cuerpo de Horacio era sólo un bulto bajo las sábanas. A paso lento se acercó a su lado y suavemente se sentó junto a él. Con una mano le acarició el pelo y Horacio reaccionó regresando a la vigilia con un sonido gutural que ella tradujo como “Buen día”. “Buen día”, dijo ella con la mirada clavada en la de su marido. “¿Pasó algo?”, preguntó Horacio con la primera voz de la mañana al ver que los ojos de su esposa estaban más enrojecidos que de costumbre. Ella volvió a acariciarle el escaso pelo revuelto. “Tuve un sueño”, alcanzó a decir antes de que las lágrimas rodaran por sus mejillas.
Alejandro Frías, encaminado en un nuevo proyecto
Alejandro Frías, encaminado en un nuevo proyecto
El autor
Alejandro Frias (1969), periodista, escritor y editor. Ha publicado los libros de cuentos Serie B (2004), Todos los chicos (2007), Habitación 945 (2019) y El gol con la mano del Chueco Martino (2023), y las novelas Los Mataperros (2015) y Barro de domingo (en coautoría con Daniel Fermani, 2021). Actualmente dirige la editorial LEO Libros y publica comentarios de libros en el sitio portada.com.ar