“Una piedra blanca”, un cuento de Cecilia Restiffo

La autora nos narra la tarde en que unos niños que juegan al “sapito” en el agua ven algo que jamás olvidarán.

“Una piedra blanca”, un cuento de Cecilia Restiffo
El "sapito" es un juego que consiste en tirar piedras al agua de forma que reboten sobre la superficie.

—Dale, Cristian, que largaron el agua. Salí que estamos con los chicos esperándote.

La voz del Pitu se oyó como un susurro en medio de la siesta, que los grandes custodiaban con ronquidos y ventiladores zumbones. Despacio, trepando por la tapia cubierta de madreselvas, los dos niños escaparon protegidos por el silencio de sus pies descalzos. Afuera, en la vereda, Juan y el Pitu los miraban llegar con las chancletas en la mano.

—¿Por qué te demoraste tanto, che?

—Es que este no encontraba una remera que ponerse.

De pronto Abel, que así se llamaba el hermano de Cristian, sintió cómo la cara se le ponía caliente, por la vergüenza demorada.

—Bueno, vamos. Allá está el Bocha, dice que aquel es el mejor lugar, porque se junta más agua.

El viejo de la plaza fumaba despacio y, desde el escalón, contemplaba aquel pliego de agua que parecía un lago. La botella de vino estaba vacía, como él, como sus pensamientos que dormían la borrachera. A lo lejos vio a los niños que venían corriendo, con las manos llenas de piedras, buscando el mejor lugar para jugar a los sapitos. Una sonrisa hurgó en su memoria de niño, y trajo en un soplido los días en que todo era posible.

—Tenés que agacharte más, Juan. Así, mirá, para que tenga efecto.

—Che, miren. Ahí viene el viejo ese, que es medio borrachín.

—Dale, Pitu, si no hace nada tirá, a que no me ganás.

—Uuuh, cinco saltos, el Bochita es un máster.

Abel, apoyado en el poste de luz, miraba a su hermano y a los otros concentrándose en cada movimiento, tratando de aprender todos los trucos de ese juego, al que nunca lo invitaban. Todavía era muy chico, seis años recién cumplidos, pero ya llegaría el día de tirar sapitos fabulosos que hicieran que Cristian se sintiera orgulloso.

—Lo más importante es mantener el brazo bien derecho.

La voz del viejo pareció una orden, se agachó gatunamente y lanzó una piedra gris que dio más de siete saltos en el agua tapizada por el musgo, todos aplaudieron a rabiar, olvidándose del miedo a ese viejo andrajoso que casi nunca hablaba con nadie. Abel daba saltos y gritos, sus seis años asombrados festejaban ese milagro acuático nunca visto. Todos se reían nerviosos y llenos de admiración infantil. Bochita se atrevió a romper el alboroto y, con voz de general, le pidió al viejo que les enseñara, que los de la otra cuadra siempre hacían más saltos que ellos.

—Cuando estén por tirar vean primero que las piedras sean lo más chatas posible, y no muy grandes, porque si no se hunden rápido. Después cuando tiren agáchense pero no mucho, y pongan el brazo bien derecho hasta tirar.

Todos intentaron en fila, como un escuadrón, vigilados de cerca por el viejo que corregía posturas, desechaba piedras y contaba saltos sin agregar ni sacar. Uno, tres, cuatro, seis, dos, cinco, tres; cada tiro era una nueva apuesta a mejorar. Cristian llevaba el récord, con siete saltos festejados a los gritos por Abel, que miraba el espectáculo.

—¿Puedo probar yo?

El tono temeroso llamó la atención del viejo, que hasta ese momento no había reparado en el más pequeño. Todos quedaron con la piedra a punto de arrojar, pero nadie se atrevió. El niño hizo nuevamente la pregunta y su sonrisa, con marco moreno, iluminó los ojos cómplices de los otros, que no se animaban a soltar la burla, esperando la reacción del hombre. El viejo lo miró, seis años recién cumplidos, su porte menudo y ágil, su sonrisa compradora, el pelo negro que adoraba al sol, esos ojos pícaros sin una astilla de miedo, y supo en ese instante quién era Abel. En un solo movimiento buscó entre la gorra y mostró en sus manos rugosas una piedra blanca que ofreció al niño. Abel la inspeccionó del derecho y del revés, admirando la forma, que le hizo recordar al delfín de sus futuros cuentos. Miró de reojo a su hermano y dio dos pasos, orientando su tiro a un claro iluminado por el sol; recordó una a una las instrucciones y se agazapó suavemente, extendió derecho el brazo y arrojó la piedra. Uno, tres, cinco, ocho, diez, trece, quince, veintitrés saltos dio aquel delfín, como un búmerang fue y volvió hasta quedar a los pies del viejo.

El asombro y el miedo silenció a las aves, todos quedaron mirando la estela que había recorrido la piedra arrojada. El niño levantó los ojos hacia el viejo que sin decir nada, guardó el delfín nuevamente en la gorra y se alejó.

***

Aquel viejo no volvió más, pero cuando largan el agua, todavía puede verse a mi hermano menor con sus arrugas a cuestas, sacando una piedra blanca desde el fondo de su gorra.

Quién es la autora

Cecilia Restiffo (1975, San Martín, Mendoza). Profesora, poeta y narradora. Fue parte de las revista literarias Molinos de viento y Ulyses. Además dirigió el suplemento poético La Voz. Colaboró con reseñas críticas en Diario UNO de Mendoza y en la revista de crítica literaria El Desaguadero. En 2004 publicó “La cicatriz del silencio”. “La casa vacía” apareció en 2015. En 2020 ganó el Primer Premio Vendimia de poesía con “Puntos de contacto”.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA