Mis dos recuerdos más antiguos y nítidos tienen que ver con situaciones puntuales vividas en la casa de mis nonos Martha y Hugo, allí, en ese primer piso de la casa de la calle Salta, en San Martín. Sobre el primero tendría mucho para decir, pero no viene al caso. El segundo, en cambio, tiende un puente para alcanzar lo que hoy tenemos para conmemorar: los 80 años de la muerte de Antoine de Saint-Exupéry.
La aviación y la literatura son parte fundamental en el destino de este autor francés, de quien podría decirse –con mucho más realismo que las fórmulas cursis que se usan para hablar de la muerte de algunos– que partió hacia un vuelo eterno, aunque más no sea porque, en su caso, despegó un 31 de julio de 1944 montado en un Lightning P-38, en plena Segunda Guerra, y jamás regresó. Su avión tenía una autonomía de vuelo de seis horas, así que o bien aterrizó en un lugar secreto para huir de sí mismo para siempre o su avión se estrelló, sea por voluntad, sea por accidente o porque fue derribado por fuego enemigo. El mar acaso sea el probable destino de su cuerpo: debió pasar más de medio siglo para que un pescador hallara, en septiembre de 1998 y cerca de Marsella, una pulsera de plata con una inscripción que consignaba su nombre, su dirección en los Estados Unidos y el nombre de su amada: “Antoine de Saint-Exupéry / Consuelo / c/o Reynal and Hitchcock Inc. / 386 4th Ave. NY City USA”.
Ahora bien, ¿cómo conectan mis cuestiones personales con las de este francés que había nacido un 29 de junio de 1900 y que dejó una obra literaria tan breve como intensa? Pues, justamente, a través de sus libros, o más precisamente, uno, el más sencillo, famoso y querido de todos: El Principito.
Cierto es que la obra de Exupéry incluye otros títulos con mayor valía literaria. Vuelo nocturno, por ejemplo, que fue su primer éxito y vendió más de 6 millones de ejemplares en el mundo, tiene una notable potencia simbólica. Está, además, ambientado en la Argentina, país en el que vivió por un tiempo, asignado a estas tierras por la empresa Aéropostale.
Por mencionar otras obras, y que sean importantes, no puede omitirse Tierra de los hombres (1954, ganadora del premio de novela de la Academia Francesa) o Ciudadela, su fascinante, exigente e inconclusa obra póstuma, que sigue los pensamientos de ¿un príncipe árabe? y que está plagada de símbolos.
Pero, qué duda cabe, es El Principito la obra más popular de este autor, un libro que fue elegido entre los mejores publicados en el siglo XX a pesar de que se trata de un cuento pensado para el público infantil. Un ejemplar pequeño, tan frágil como el personaje que se alzaba en la portada, fue dejado en el árbol de Navidad de la casa de mi abuela, en aquel diciembre de 1980. Hacía muy poco que yo había aprendido a leer, pero pronto le había confesado a mi nona Martha que quería imitarla y leer algún libro. Fue por eso que ella me acompañó a mi primera incursión a una librería, de la que salí portando un viaje a las profundidades del mar con Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne. Y fue por eso que ella, poco después, eligió un ejemplar de El Principito como regalo de “mamá Noelia” aquella vez.
Mi relación con el libro fue extraña: en mi primera lectura, tal vez atizado por las aventuras de Verne, sentí la ausencia de esa sustancia adictiva que es la acción. Claro que todo eso fue hasta que llegué al final y sentí la presencia de otra sustancia, la de la emotividad, al descubrirme con los ojos empañados al leer ese modo tan genial con el que Exupéry le contaba a sus lectores la muerte del protagonista.
Con los años hubo sucesivas lecturas esporádicas y el libro quedó encarnado en mí como un cimiento, algo ya asumido al que no regresé hasta que tuve que legarlo a mis hijos. No volví a leerlo excepto por uno de sus más hermosos fragmentos. No me refiero a sus capítulos inolvidables (el encuentro con el rey, el riego de la flor, la aparición del zorro, el vuelo por el espacio), sino a un texto que casi forma parte del exterior del libro. Me refiero a su dedicatoria, que es acaso la más hermosa que se ha escrito jamás, y dice así: “A León Werth. Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona grande. Tengo una seria excusa: esta persona grande es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona grande puede comprender todo; incluso los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona grande vive en Francia, donde tiene hambre y frío. Tiene verdadera necesidad de consuelo. Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona grande fue en otro tiempo. Todas las personas grandes han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan.) Corrijo, pues, mi dedicatoria: A León Werth, cuando era niño”.
Hoy que soy mayor y me encuentro con el aniversario de la muerte de Exupéry me vuelvo a sentir, como todo aquel que ha leído El Principito, un poco ese León Werth, un poco ese niño que necesita consuelo y al que la literatura consigue, tantas veces, dárselo. Y, a la vez, esa muerte tan difusa de Exupéry, de algún modo tan parecida a la del Principito, me parece menos muerte gracias a esa obra. Porque sucede, al fin, eso que dice uno de los fragmentos de Ciudadela, aunque allí hable de árboles y jardineros en lugar de libros y escritores: “La muerte del jardinero en nada lesiona al árbol. Pero si amenazas al árbol, entonces muere dos veces el jardinero”.