Imagino un museo y en mi cabeza aparecen algunas secuencias de Una noche en el museo, con Ben Stiller. Es un film de aventuras, en el que entre otras complicaciones los personajes escapan de un esqueleto de tiranosaurio rex que cobra vida en un escenario fascinante, el Museo Americano de Historia Natural, en Nueva York.
Recuerdo otro a fines de los setenta, el de Ciencias Naturales y Antropológicas Juan Cornelio Moyano, uno de los más antiguos de la Argentina, que era casi la extensión de la vereda de mi casa. En aquellos días de mi niñez se ubicaba en la plaza Independencia, a ciento cincuenta metros de la casa de mis abuelos, donde vivíamos con mi hermano y dos de los primos de nuestra Tribu familiar.
Teníamos ciertas rutinas que nos mantenían entretenidos en las siestas y tardes en las que no había un plan concreto. Una especie de recorrido fijo por el que deambulábamos primero por los juegos —aunque nuestros favoritos eran los columpios y toboganes altísimos de la plaza Italia, que nos quedaba una cuadra más lejos—. Después atravesábamos algunos de sus prados en busca de palitos, monedas, piedritas que sirvieran para jugar a la payana, plumas y objetos que tal vez pasarían inadvertidos para la mayoría de los caminantes. Casi siempre el Museo formaba parte de ese circuito errático.
Para ingresar había que bajar unos escalones que se ubicaban debajo y a un costado del escudo, protagonista indiscutido de la explanada principal de la plaza Independencia. El Museo era un espacio naturalmente fresquito, ideal para refugiarse del fuego del sol mendocino. Sobre la puerta de entrada un cóndor majestuoso recibía a los visitantes con sus alas extendidas; sobrevolaba encima de nuestras cabezas y miraba hacia abajo, sobre su flanco izquierdo, buscando su próxima presa. Siempre me preocupaba un poco pasar debajo de él, y como desconocía absolutamente todo sobre la taxidermia, tenía miedo de que se despertase de repente.
En esos tiempos los dinosaurios —que hoy son los amos y señores de cualquier museo—, eran casi una abstracción: no los conocíamos. Podíamos ver algunos huesos sueltos, apoyados sobre mesas, y era difícil imaginar la forma de esos reptiles monumentales. Adivinábamos sus colores, ignorábamos cómo se movían o se alimentaban. Es que todavía el genio de Steven Spielberg no había creado Jurassic Park y aún no descubríamos que los velociraptores cazaban en manada, entre otras maravillas de los efectos especiales en el cine.
De ese Museo en el que pasábamos siestas enteras a mí me deslumbraba la colección de mariposas, escarabajos e insectos —por su colorido, por su exotismo, por su tamaño— que nada tenían que ver con los especímenes que solíamos encontrar en nuestro jardín. Y nos deteníamos a admirar la colección de aves autóctonas, que nos enseñó más que cualquier manual.
Nos impactaba todas las veces el oso hormiguero, no tanto porque nos gustara, sino porque no salíamos de nuestro asombro al compararlo con nuestra imagen mental más familiar; el personaje animado de Friz Freleng (creador de La hormiga y el oso hormiguero y también de La Pantera Rosa) que intentaba atrapar y comer a una hormiga roja y fracasaba inevitablemente.
Aquella tarde nuestros hermanos pequeños prefirieron la manguera en el jardín en traje de baño y su colección de Playmobils. Para el mayor de mis primos varones y para mí fue liberador, porque podíamos vagabundear y cruzar calles sin preocuparnos por la seguridad de los chiquitos. Nos encaminamos sin pensarlo demasiado hacia el Cornelio Moyano y mis pies me arrastraron en dirección a un diorama sobre el fondo del mar, ese espacio inexplorado que me atraía con el poder de un imán. En esa representación tridimensional se destacaba un pez luna que me asustaba con sus aletas filosas y esa rugosidad reseca de una piel amarillosa, fantasmagórica.
En el otro extremo de nuestros intereses estaban la alfarería precolombina y las rocas antiguas, que nos importaban tan poco como dormir la siesta. Pero ese día percibimos un movimiento inusual por aquella zona. Un sonido amortiguado, lejano pero definido, nos hizo prestar atención y divisamos unos niños mayores que nosotros acechando la colección de puntas de flechas.
Con horror descubrimos que eran nuestros rivales en la guerra del agua de todos los carnavales. Con ellos vivíamos persecuciones al más puro estilo policial cinematográfico por las veredas cercanas a nuestra casa. Enemigos mortales que nos emboscaban a la vuelta de la esquina y nos empapaban inexorablemente en cada enfrentamiento. Parecía que las bombitas llenas de agua crecían en sus bolsillos. Nunca entendimos cómo lo hacían pero siempre tenían alguna a mano. Estaban ahí y merodeaban la vitrina de las reliquias huarpes. No dudamos: estaban por cometer un delito y nuestro deber era impedir el robo a toda costa.
Con mi compañero de aventuras no fue necesario siquiera susurrar un plan en secreto. Éramos especialistas en descubrir complots, conspiraciones y crímenes que queríamos resolver, incluso aunque sólo existieran en nuestra imaginación. No sabían con quiénes se estaban metiendo; pocos conocían tanto las aventuras de Los Ángeles de Charlie como nosotros dos. Teníamos un plan infalible.
Pasamos cerca de ellos disimulando, pretendíamos estar descubriendo un lugar —que de tan familiar parecía el living de nuestra casa—. Yo señalaba algún detalle de una vitrina cercana y mi primo asentía con cara de interés, mientras con la visión periférica controlábamos todos sus movimientos.
Nos encaminamos hacia un monito aullador trepado sobre un palo que parecía hacernos burla. Yo simulé un tropezón y atropellé al pobre animalito de lleno en el pie que lo sostenía. Milésimas de segundos detrás de mí, en una coreografía que parecía ensayada, mi primo se deslizó a lo Indiana Jones por el piso y atajó al primate antes de que tocara el suelo.
Los golpes y el resto de la banda sonora de nuestro plan antidelito atrajeron la atención del encargado que, de tanto vernos siesta tras siesta durante meses y años ya ni controlaba si tocábamos algo. Con un enojo que no reflejaba su habitual paciencia se aseguró de que no había daños ni roturas y nos echó a todos.