(...) Así pues, el autor desea expresar que él, o sea yo, es un caniche. ¿Acaso no tenemos todos derecho a expresarnos? ¿Aunque uno sea un simple caniche? ¿O sois de los que creen que no todos tenemos los mismos derechos, que, por decirlo de algún modo, los perros no podemos aspirar a ser comprendidos? En particular, en lo que se refiere al uso de la palabra, ¿acaso creéis que los perros no tenemos derecho a utilizarla? Francamente, hay veces que pienso que la lengua humana es muy complicada. Hay demasiadas contradicciones, equívocos, calumnias, e incluso mentiras en ella.
Fijémonos, por ejemplo, en la palabra “caniche”. En algunos países, a los políticos demasiado obedientes se les llama caniches. Al primer ministro británico, Tony Blair, le podrían haber llamado spaniel, pequinés, perro salchicha, lo que fuera; los periodistas británicos son capaces de llamar a su primer ministro de cualquier forma, ¡incluso bull terrier! No merece el respeto del que goza la reina. Pero decidieron llamarle caniche. ¡Caniche! Aunque estoy convencido de que ningún caniche ha enviado nunca personas, ni perros, a Irak. Ni a Irak, ni a Kosovo, ni a Sierra Leona, ni a Corea, ni a ninguna otra parte del mundo. Aunque seamos sinceros: si de repente un caniche quisiera enviar gente a la guerra, ¿creéis que se lo permitirían? No, la gente no obedece a los caniches, sólo a los primeros ministros. Por mucho que los periodistas intenten evitarlo... Yo creo que, en general, la gente ahora es libre y puede hacer lo que le plazca, al menos dentro de los límites espaciales que llaman “mundo civilizado”. Es libre hasta en el gran país en el que nacieron todas las personas de mi familia —el Amo, el anciano coronel y todas a veces las mujeres, incluida la pequeña Marusia—, pues ese enorme y terrible país se desmoronó y se dispersó, como se esparce: la sal o la harina por el suelo. ¿O quizás no se desmoronó, sino que sólo se desbordó, como un río después del invierno? Eso lo explicaría todo. Aquel país se resquebrajó y se derramó, fluyendo en ríos y arroyos por los adoquines, como si se hubiera roto una botella de aceite comprada por una señora cualquiera en el mercado de la estación de Leópolis. Y una vez derramado el aceite, no es tan fácil limpiarlo de las calles.A medida que pasa el tiempo, los pies humanos y las patas perrunas resbalan, una y otra vez, en el aceite derramado en las vías del tranvía que se dirige al centro, bajando por la calle Horodotska. Todo alrededor es pegajoso y confuso, y ya no estás seguro de si fue la gente la que derrotó al monstruo (*) o si, por el contrario, fue el monstruo el que venció a la gente con sus tretas. Ahora será aún más difícil deshacerse de él. Y quieres huir, volver a casa, pero resbalas, te caes, y tu pata se desliza por debajo del tranvía.
—¡Corre, Dom!—. Estoy corriendo. Pero ¿no sería mejor esperar que todo se seque y luego irnos?Pero todo —las suelas de las viejas botas, los tacones demasiado altos, las ásperas almohadillas plantares— se pega por igual, no hay forma de despegarse de esta tierra. Dentro de cien años aún quedarán huellas: un olor apenas perceptible, pero característico, de algo derramado, cuyo nombre ya se habrá olvidado. Las mujeres limpian y, aunque intentarán hacerlas desaparecer, pensarán en huir de aquí a un lugar donde no haga falta limpiar esas huellas, donde no haya nada destruido, ni monstruos, ni ejércitos, ni vidas rotas. Aunque el viejo coronel ya me advirtió de que lugares como esos no existen en la Tierra. En todas partes siempre algo se resquebraja, se rompe y esparce sus huellas-trampa. Mi nariz me dice lo mismo. Estaría bien no contar mi historia con palabras, sino con olores; con el olor de las huellas que están esparcidas por todas partes, esperando ser leídas. Pero debo dirigirme a la gente en su misma lengua.Realmente es una suerte que yo sea un perro. Si yo fuera una persona, le habría dado mil vueltas a la cuestión del idioma en el que contar esta historia: ¿en ucraniano, o en ruso? No conocería bien otros idiomas por lo que, aunque hubiera sido una persona, habría necesitado traductores. Por otro lado, una vez que me hubiera decidido, tendría que justificar hasta el infinito mi elección: ¿qué es mejor? ¿decir “ucraniano o ruso” o “ruso o ucraniano”? Y así, me quedaría detenido en el tiempo y sería imposible contar esta historia. Eso, si yo fuera una persona. Pero como soy un perro, me aprovecharé del privilegio de poder decir lo que me plazca.Os contaré el episodio de mi muerte a manos de la gente. Pero no tengáis miedo. No habrá sufrimiento ni detalles escabrosos sobre cómo matar a un perro. Si estabais pensando en un libro con sufrimiento y sangre, abandonadlo y coged otro. Creedme, ni siquiera me importa identificar y castigar a los asesinos. Incluso puede que yo mismo sea el culpable de todo.Esta historia no trata de un asesinato, sino de la vida, que siempre precede al asesinato; trata de mi vida de perro, llena de alegría y amor, y de la vida humana de mi familia, llena de dudas, recuerdos y anhelos. De nuestra vida feliz. Porque, si miras a tu alrededor y hueles las huellas que dejamos atrás, así fue: feliz. Quiero hablar de mi hogar. Y tu hogar está donde están tus huellas. Un hogar diseminado, como las partículas blancas de los ríos helados que surcan nuestra Tierra.
(*) Referencia al comunismo Stalin
Un lugar para Dom
Autora: Victoria Amelina.
Editorial: Avizor.
Editor: José Manuel Cajigas.