Mi padre ha sido siempre un muy buen orador. Heredó ese amor por las conversaciones de su madre, mi abuelita azul –bautizada así por los primos de mi Tribu, a propósito del matizador con el que pincelaba sus rulos encanecidos–. Ella era una gran conversadora, no dejaba un solo hueco de silencio, en cualquier circunstancia.
En la casa de mi infancia los horarios de ver la televisión estaban fuertemente reglamentados por mis padres. Mi hermano y yo teníamos restringidos los tiempos de exposición a la pantalla blanco y negro –no conocimos los colores televisivos hasta el Mundial de 1982–. Eso era así porque ellos privilegiaban el encuentro familiar y los diálogos, especialmente durante las comidas, donde se proponían temas para que participáramos los niños. Estaba terminantemente prohibido prender esa caja de diversiones fuera de los momentos prefijados.
Papá, entre bocado y bocado, decía: “Hablemos de las cosas importantes de la vida”. Y, mientras él pensaba en riendas, pellones y todos los complementos de una montura para pasear a caballo por la precordillera mendocina; yo elegía misterios del reino animal. Me fascinaban los leones –comparaba sus melenas con la mía, igualmente desordenadas–, con su parsimonioso andar por las praderas africanas entre acacias y baobabs.
Había un tema que me cautivaba y que recurrentemente buscaba en nuestras charlas: los habitantes del mar. Soñaba con diferentes especies y tipos de ballenas, de las que quería conocer todo, a través de cualquier medio a mi alcance. Nuestro Google de la época era la colección de El tesoro de la juventud, a mi disposición en el departamento de mi abuela azul. O los documentales que ocasionalmente tenía la suerte de encontrar en los dos canales por aire de Mendoza: el Siete y el Nueve.
El rugido del Océano Pacífico me acunó en las noches de verano de mi infancia. Era un sonido tranquilizador, reconfortante. Para los primos de mi Tribu familiar, el ritmo de las olas golpeando las rocas de las playas de Con-Con y Zapallar, regulaba nuestros momentos de juego. Las excursiones en busca de aventuras submarinas, o de habitantes del océano –alrededor y debajo de aquellas rocas– eran siempre el momento más esperado del día de playa en esa zona de Chile.
Nuestro gran inspirador era el magnífico y admirado Jacques Ives Costeau, que iba a bordo de un antiguo barreminas de setenta y tres metros de largo y siete de ancho, transformado en laboratorio flotante: el Calypso. Nos mostraba ese mundo maravilloso desde la pantalla de nuestros televisores en una serie; El mundo submarino de Jacques Costeau, que se produjo entre 1966 y 1976.
Ese oficial francés, de inconfundible nariz aguileña que acompañaba su carácter determinado, comprendió la importancia de los océanos en el equilibrio ambiental y abandonó una carrera en la armada para conocer al detalle miles de kilómetros cuadrados de riquezas naturales en el fondo del mar. Un mundo deslumbrante, inexplorado. Usaba un inolvidable gorro de lana –el elemento distintivo de la tripulación del Calypso que no tenía uniformes– que intuíamos de un color alegre y estridente, pero que era imposible de determinar en nuestros televisores grises. Varios años después, y casi por casualidad, descubrí que era rojo.
Mi expectativa, cuando en las playas de mi infancia me sumergía a buscar estrellas de mar, erizos y caracoles –adheridos a esas rocas majestuosas–, era ver pasar un pez, o varios. Con los primos de la Tribu intentamos, algunas veces, reproducir un zoológico marino en un gran fuentón repleto de agua marina. Una especie de acuario en el que diferentes especies coexistiesen en armonía; desde luego jamás resultó.
Con algo más de seis años, cuando aún no entendía qué significaba (ni que requería verdadero estudio), decía que quería ser oceanógrafa. Para una niña de una timidez mortífera los océanos representaban un universo de seducción. Resaltaba la poderosa atracción que ejercían sobre mí los tiburones, una fascinación que aún no logro explicar. Los reyes de los depredadores marinos son perfectos. De movimientos precisos y elegantes; distantes cuando corresponde y decididos al ataque ante la exigencia del instinto. Dueños de esa inmensidad inabarcable, opaca; capaces de provocar admiración y en la misma medida horror. Ese pánico que producen sus circulares ojos negros, sus hileras de dientes: navajas triangulares, aserradas, desproporcionadamente grandes –hasta tres mil a lo largo de toda su vida–. O sus mandíbulas, trescientas veces más fuertes que las humanas, célebres desde la inolvidable película Jaws (traducida como Tiburón) del genio Steven Spielberg.
Frecuentemente me he preguntado qué haría si me encuentro con un tiburón blanco de siete metros debajo del agua. No tengo una respuesta precisa a esa pregunta. Más bien sensaciones ambiguas. De un miedo universal, primitivo; el terror a convertirse en la cena de un carnívoro. Mezclado con esa pulsión de cazar o ser cazado por una especie que sobrevive desde hace millones de años, que ha demostrado una eficacia completa, perfecta. A la vez imagino que la ambivalencia teñiría el momento, una fascinación y sensualidad que, como los tiburones, también me produce Drácula –en especial la versión cinematográfica de otro maestro, Francis Ford Coppola–. Un poco de quererlos cerca, de entender que dentro de esa oscuridad hay algo intangible que atrae, que cautiva; pero de lo que hay que huir para sobrevivir.
En las noches de insomnio y pensamientos tenebrosos recurro a aquel bramido de las olas del Pacífico fundiéndose en las rocas de la playa Amarilla en Con-Con, e instantáneamente siento el perfume del iodo, los eucaliptus del bosque de los Romeros, al pan recién amasado en grandes canastos de mimbre, y me duermo como si aún tuviese seis, y Costeau me esperase a bordo del Calypso, con un gorro de lana rojo.
A lo largo de los años mantuve intacta esa atracción que ejerce el mundo de Poseidón sobre mí, pero abandoné aquellas fantasías infantiles. No fui oceanógrafa, y jamás aprendí a bucear; algo de lo que me arrepiento y que pienso remediar a la primera oportunidad que tenga. Se me ocurre que bucear es como volar: la ingravidez, el silencio perfecto del mundo de las profundidades que nos mece, que nos arrastra como paseándonos. La luz del sol arriba, inalcanzable.