Treinta

Nuestro modelo de constancia y construcción paciente, más firme y a largo plazo, de vínculos duraderos y profundos se contrapone a la inmediatez epocal, donde las redes sociales y su modalidad de consumo promueven la brevedad e intensidad.

Treinta
La comunicadora social publicó su primer libro de relatos "El Hilo Invisible".

Treinta años, diez mil noticias, sesenta mil horas, siete mil quinientos días, mil quinientas semanas de trabajo; cifras que representan una aproximación a lo que ha sido mi recorrido laboral desde que me dedico a la comunicación.

Cuando esto empezó era un día como cualquiera, en un incipiente otoño mendocino. Los árboles todavía no lucían recubiertos de oro y cobre, y el frío no se instalaba definitivamente en las mañanas. Era fines de abril, probablemente antes del mediodía, pero da lo mismo el horario. Sonó el teléfono fijo. Era para mí. Me llamaba quien había sido mi profesora en Lingüística durante primer año de la carrera de Comunicación Social. Una eminencia en temas relacionados con lenguaje, Semiótica, Análisis del Discurso. Y -yo no lo sabía entonces- poco tiempo después, haría historia y sería un modelo en la gestión institucional de la Universidad Nacional de Cuyo, con un liderazgo arrollador.

Esos segundos, mientras caminaba por el pasillo de la casa de mis padres, justo antes de atender, me preguntaba cuál sería el problema. Porque no me imaginaba otra cosa que un contratiempo. Pensaba que tal vez se hubiese extraviado el examen final que ya había aprobado, o que podía existir alguna duda con la nota. El peor escenario imaginable era que tuviese que rendir de nuevo una de las materias más difíciles de la carrera.

Transcurrieron cinco segundos, que a mí me parecieron cinco años, y tomé el tubo del teléfono con miedo, lo subí despacito hacia mi oreja y dije: -Hola, en un tono prácticamente imperceptible, casi como dudando si quería saludar o cortar; con la seguridad de que iba a recibir una mala noticia.

-Hola Martinita, escuché. ¿Viste que estoy gestionando en la Escuela Superior de Formación Docente? -yo no sabía de qué me hablaba-, quiero que vengas a dar clases en la primaria del Magisterio. Que les enseñes Periodismo a los chicos, los sábados en la mañana, me dijo una de las académicas más carismáticas y excepcionales que he conocido. -Muchísimas gracias, contesté. Creo que es un gran honor, pero debo decir que no estoy preparada para ese desafío. Todavía soy estudiante, dije con una extrañeza y una amabilidad que sonó forzada por el susto que me daba pensar en enfrentar esa situación en la que yo, con veintiún años, iría a dar clases a un curso de más de diez entusiastas mini periodistas.

Del otro lado se hizo un silencio que pareció eterno, pero duró menos de un segundo. La respuesta llegó contundente, directa y sin derecho a réplica. Al día siguiente ya estaba yo en una reunión de la que salí con un esquema de contenidos, una planificación, consejos y la promesa de ella de seguir de cerca el devenir de esa actividad.

Al mes esa enorme académica redobló la apuesta con otro ofrecimiento del mismo tenor; esta vez para gestionar la comunicación de esa institución que era su responsabilidad por aquellos días. Respondí de igual modo, con una suave negativa por mi falta de expertise. En esta ocasión la réplica dejó aún menos escapatoria. Ese fue el punto de inflexión a partir del cual ya nada volvió a ser como antes. Ese día, hace treinta años, comencé a transitar un camino que configuraría lo que iba a ser mi especialidad profesional; un recorrido de aprendizajes y experiencias que no figuran en ningún manual. Todavía no me explico qué fue lo que entrevió sobre lo que yo tenía para ofrecer, pero sé que a partir de ahí me acostaba y levantaba pensando en cómo no decepcionarla, en estar a la altura de tantísima confianza.

Hablar de ella y de lo que me enseñó es un todo indiferenciado, donde se mezclan la ética de trabajo, su claridad conceptual para transmitir y explicar una y mil veces con una solvencia técnica inigualable. Su mirada piadosa, maternal. Respeto, entrega total, amor y pasión por lo que se hace. Una autoridad que provenía del trabajo incansable y el ejemplo, con la que se podía disentir o acordar, pero que era incuestionable.

Así, en un tímido mayo de hace treinta años, se inició mi recorrido en el mundo del trabajo; una relación monumental que coincide en el tiempo con la que tengo con mi compañero de estudios y mi mejor amigo, que es también mi marido y el padre de mi hija. Concuerdan en este caso no sólo la suma de días, semanas y meses, sino la fidelidad y entrega absoluta. En ambas relaciones alguien, que resultó ser muy importante en mi vida, vio algo en mí, incluso antes que yo misma y depositó su confianza en ese futuro posible, en ese prospecto de carrera, de vida en común, de vínculo, de construcción conjunta.

Las generaciones actuales nos enseñan, nos cuestionan y ponen en crisis el modelo laboral que seguimos durante años, ese de dedicarse por completo a una única y misma organización toda la vida. Se ponen en el centro de la escena. Buscan que las obligaciones laborales también los hagan sentir y vivir determinadas experiencias, que no modifiquen lo que más les importa. Sus valores son otros.

Nuestro modelo de constancia y construcción paciente, más firme y a largo plazo, de vínculos duraderos y profundos se contrapone a la inmediatez epocal, donde las redes sociales y su modalidad de consumo promueven la brevedad e intensidad. La adrenalina instantánea de los likes que no se hacen esperar y recompensan de inmediato.

Treinta mayos después de aquel, en el que tímidamente empecé a recorrer los recovecos de la comunicación institucional, se impone la obligación de rescatar aprendizajes. De interpretar y comprender las modalidades de relación con el trabajo que promueven los jóvenes: su valoración de actividades propias, su búsqueda de la felicidad y placer. En estas épocas duales, de antagonismos y modelos aparentemente contrapuestos, se evidencia la necesidad de equilibrar la distribución de esfuerzos y dedicación.

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