Suele pasar: el periodista se dirige rumbo a la cobertura de una nota y, en el camino, se encuentra con otra cosa que, inesperadamente, resulta tanto o más interesante que aquello que tenía pensado convertir en noticia. Mutatis mutandis, eso sucede al entrevistar a Adrián Narváez, el poeta y narrador mendocino que acaba de recibir el Primer Premio del Certamen Literario Vendimia, en la categoría Juvenil. Lo hizo gracias a su colección de cuentos Mañana tal vez no sea, que el jurado consideró el mejor de todos los presentados, y que se convertirá en el tercer libro de este autor rivadaviense, primero en prosa luego de dos poemarios.
Pero si nos dirigimos hacia él, bibliotecario de profesión, para conocer más sobre ese libro, nos encontramos que no sólo tiene una propuesta literaria interesante para compartir, sino una historia personal que (quizá) excede en esplendor, en riqueza, en atractivo a cualquier historia de ficción. Así que el rumbo del periodista se bifurca, y ya no sólo debe hacer la nota que se proponía, sino la que se aparece de pronto ante los ojos y que, a pesar de reticencias iniciales, Adrián Narváez está dispuesto a narrar.
Y lo que nos cuenta el autor es sorprendente y emocionante, aunque tenga que ver con algo tan común y poderoso como el amor. Porque Adrián está casado, y su esposa es Delia Lúquez, artista plástica también de Rivadavia, que es 45 años mayor que él. Ese detalle, que él hoy tenga 43 años y su esposa tenga 88, resulta asombroso por lo inusual a los ojos externos. Quien los conozca, sin embargo, notarán que lejos están de funcionar como un matrimonio diferente al común de los demás: viven como tal, se muestran como tal y más allá de imaginables reticencias, no sienten que tengan que dar explicaciones porque son una pareja para la cual el amor mutuo y la pasión común por el arte resultan los vínculos más poderosos.
Cuando nos atiende, Adrián está terminando de hacer el almuerzo. Demorará mucho en comer, por culpa de la charla, pero es precavido y, sabiendo que va a charlar con nosotros, ha previsto el quehacer doméstico. A eso hace referencia el escritor en el inicio de la charla.
—Por suerte la comida ya está y podemos hablar tranquilos.
—Veo que te tocó hacer el almuerzo. Es lo bueno de saber cocinar y no, como a otros, que tenemos un menú reducido en nuestro conocimiento….
—No creás que yo soy muy diestro, sino que hago lo que sale. Pero estoy de vacaciones así que me hago cargo de cocinar.
Delia está junto a él y, aunque no diga nada y no alcancemos a ver sus gestos, sabemos que asiente con una sonrisa en los labios.
La charla continúa por el terreno de su libro, recientemente premiado, por su formación y sus escritores admirados (ver aparte). Luego llega el momento de hablar de su vida. El entrevistador, que ya conoce lo crucial, se sorprende porque antes la pareja no había querido dar a conocer su historia.
—Para quien no te conozca, y quiera hacerlo ahora que sabe que acabás de ganar este premio tan importante, contanos algo.
—Nací en 1981, en Rivadavia, lugar donde voy a morir: es la capital del Este para mí.
—Polémico decirle eso a un sanmartiniano (risas). ¿Y tu familia?
—Tengo una hermana, seis años mayor, y gracias a Dios a mis padres los tengo vivos. Y tengo una tía, hermana de mi vieja, que es mi segunda madre. Y, por supuesto, tengo a mi esposa, que está al lado mío, y es la que me inspira. Mi esposa pinta, y la mayoría de mis libros están ilustrados por ella. Si hay algo que gozo es cuando ella está pintando y yo escribiendo, siento que la casa está en conexión. Lo que me impulsa es eso. Es una bendición tener una esposa artista.
—Como artistas, ¿se “retroalimentan” mutuamente?
—Claro. Cuando ella ha tenido oportunidad de exponer, yo he recitado poemas inspirados en sus cuadros. O ella ha hecho exposiciones cuando yo he presentado libros. Siempre es así.
—Hasta ahí, podríamos decir, todo habla de una hermosa relación, como la de cualquier matrimonio de artistas. Pero la historia de ustedes es mucho más que eso, ¿te animás a contarla?
—Nosotros nos conocimos a través del arte. Yo fui a una muestra de ella, me acerqué y me habló de lo que pintaba. Yo era un adolescente y tenía un montón de poemas escritos y cuentos escritos. Quedamos en vernos. Me acuerdo de que le mostré unos cuentos y ella me mostró su obra pictórica. Sé que ahí nació el amor. Ella no se acuerda de cuando yo era chico, pero de niño yo ya había visto un cuadro de ella porque mi mamá me llevó a una muestra porque conocía a la pintora. Ese cuadro me quedó grabado desde chico, porque era un paisaje bellísimo.
—Eso podría haber sido una relación amistosa, pero fue más allá.
—Sí, yo era muy joven el contacto nuestro fuerte había sido a través del arte. Pero comenzamos a escribir cartas. Nos escribíamos una por semana. Una semana le tocaba a ella, la otra mí. Y así empezamos. Yo tengo todas las cartas guardadas. Hasta que un día nos decidimos y nos declaramos el amor mutuamente. Fue en enero de 1998.
—Pero, ¿cuántos años se llevan?
—Yo tenía 16 y ella tenía 61. Nos llevamos 45 años. Todo empezó de a poco, pero cuando fui más grande, sucedió todo por los carriles normales.
—¿Y cómo reaccionó su familia, cómo reaccionó la tuya?
—Ella estaba completamente sola. Tiene sólo algunos sobrinos. Hace 30 años que nos conocemos y no conozco a nadie de su familia. Nosotros, en principio, lo mantuvimos en secreto. No sabíamos cómo iba a reaccionar nuestro círculo íntimo. Y, la verdad, en mi casa no me dijeron nada. A lo sumo mi mamá se mostró celosa, lo normal. Todo fue normal por ese lado, pero recibimos más críticas de gente de la que menos lo imaginábamos.
—¿De quiénes?
—Por el lado de otra gente, de cierta religión, en la que uno confiaba en la parte espiritual y la comunidad habló pestes de nosotros. No daban dos pesos por nuestra relación, y mirá: siete años de novios y el 18 de marzo cumplimos 20 años de casados. Que hablen ahora.
—¿Sintieron el golpe de esos comentarios?
—A ella fue a la que más le dolían las habladurías. Yo soy creyente, pero creo en Dios, no en la religión. Y ella, que siempre ha sido una persona de fe, se ha sentido mal con la gente de sus correligionarios, los testigos de Jehová. A mí siempre me ha resbalado la opinión de los demás, pero ella ha sido siempre fiel a ella y por eso le dolió más. Desde esa religión me llamaron “inmaduro” y no sé cuántos calificativos por mi pelo largo y mi look. Incluso, hace 10 años me inventaron un hijo, diciendo que yo tenía una relación extramatrimonial. Todo basado en otra persona que se llamaba Adrián, y fue sólo para lastimar. Por eso yo respeto la religión, pero no le soy fiel a ninguna.
—Volvamos a ustedes… ¿Por qué se decidieron casar?
—Como digo, lo nuestro fue una relación como cualquier otra. Cuando nos casamos yo tenía 24 años. Ella siempre me dice que yo no tenía conciencia de lo que hacía y no es así, simplemente que yo no imaginaba lo fuerte que puede ser el amor. Ahora lo sé. El otro día me preguntó ella si yo estaba arrepentido de mi decisión, y le dije que no lo estoy que que jamás lo voy a estar.
—A riesgo de ser impertinente, te pregunto por algo más, ya que decís que la relación de ustedes es como la de cualquier matrimonio. ¿Eso incluye también la intimidad?
—Siempre fue una relación normal, incluso en la intimidad. El respeto siempre ha sido mi guía. En el mundo actual que vivimos, que tiene el sexo en la cabeza, esa cuestión es el morbo. Pero yo no tengo al sexo como prioridad, el amor va mucho más allá. En cuanto a tener hijos, yo desde muy joven, había decidido no tener hijos. A mí las chicas jóvenes no me gustaban y siempre dije que no quería tener hijos. Siempre le tuve más cariño a las mascotas que a los niños. Tuve la pérdida de varios perros y he llorado horrores. No diría jamás que no me enternecen los niños, sino que nunca pude verme como padre.
—Mostrarse en público tampoco ha sido un problema…
—Afrontar miradas, sentir vergüenza es algo que jamás he sentido. Yo no noto nada raro, para mí esta es una relación como cualquier otra. Salidas, juntadas, cenas, y nunca he tenido vergüenza de ir juntos. De hecho, no soy de salir mucho, así que si salgo lo hago con ella.
En detalle
Adrián Narváez. Nació el 7 de marzo de 1981, en Rivadavia. Es bibliotecario. Trabaja en la escuela 4-096 Prof. Mario Anselmo Sánchez, de Medrano. Publicó: De espaldas a la marea del tiempo (poesía, 2016) y También nosotros... (poesía, 2019). A fines de 2024 ganó el Certamen Literario Vendimia en la categoría Juvenil por su libro de cuentos Mañana tal vez no sea, que será editado este año por Ediciones Culturales de Mendoza.
Delia Lúquez. Nació el 10 de junio de 1936. Ejerció como maestra de grado y se jubiló como directora. Desde 1969 es Profesora de Dibujo y Pintura, y desde entonces hace muestras.
La pareja contrajo matrimonio el 18 de marzo de 2005.
Cómo es el libro de Adrián Narváez que fue premiado
—Contame sobre Mañana tal vez no sea. ¿Qué características tiene el libro?
—Es un libro compuesto de ocho cuentos fantásticos, o así los considero, al menos. Una amiga que lo leyó catalogó los relatos como “de terror”, pero para mí son concebidos desde la fantasía. Algunos estaban escritos desde hace tiempo y otros son más nuevos. El libro no fue concebido para lectores juveniles: yo pensé cada texto como a cualquier otro texto que escribo. Pero, por mi experiencia como bibliotecario en una escuela, noté que los chicos piden para leer, más allá de la aventura, textos de misterio y de terror. Eso me dio pie para presentarme al premio Vendimia en esta categoría.
—Se te conocía hasta ahora como poeta, ¿esta etapa como narrador juvenil es de siempre o la has afrontado desde ahora?
—Yo siempre he escrito en cualquiera de los géneros, aunque empecé escribiendo poesía. Por más que esté escribiendo en un género, siempre se me ocurre una idea para un poema y me pongo a escribirlo. Es lo que llevo en la sangre. Pero en lo narrativo estoy desde hace muchos años, sólo que últimamente me he empezado a presentar en concursos, para probar. Me ha tocado no ganar, pero no me considero perdedor. Me da la pauta de que tengo que seguir trabajando, nada más.
—¿Cómo te has formado como escritor y cuáles son los escritores que admirás?
—Me gustan muchos autores, he leído mucho. Al ser bibliotecario tengo acceso a muchos libros y tengo que leer lo más que puedo para poder sugerir a los chicos. Pero mi formación en la escritura ha sido más que nada autodidacta. Yo hice un año de Letras, y una profesora, Teresa Arrarás, me dijo que los que estudiábamos Letras para escribir perdíamos el tiempo. Así que después de esa experiencia yo empecé a hacer talleres literarios y a leer lo más que podía. He aprendido mucho de las lecturas y de la experiencia de los otros. Hice talleres con Pablo Gullo, con Carina Maranesi, con Mariángel Jara.
—¿Qué libros o autores te marcaron?
—Yo empecé a leer seriamente en la secundaria. Me enganché con Príncipe y mendigo (Mark Twain) y con Robinson Crusoe (Daniel Defoe), que fueron los que realmente me hicieron enamorar de los libros. Luego me enamoré de Cortázar. Pero el autor que más admiro y más me representa es Mario Benedetti, porque él abordó todos los géneros: poesía, teatro, novela, cuento. Si se hubiera inventado otro género, él habría pasado por ese género también. Tengo casi todos sus libros y hasta me hice dibujar un retrato de él. Él y Cortázar son los más grandes.
—¿Te interesa la literatura de Mendoza?
—Soy muy consumidor de ella. Sandra Flores Ruminot, librera, es testigo de todo lo que leo de mis coterráneos. En mi biblioteca personal tengo tres estantes dedicados a esta literatura. En la poesía, me gusta Omar Ochi. Tu libro [N. de la R.: se refiere al entrevistador] La ilusión de un gran final, me voló la cabeza. Me hizo acordar a El amor de mi vida, de Rosa Montero. Y de Hernán Schillagi admiro sus ensayos, son impresionantes. Fabricio Márquez, que es amigo, es un escritor genial. Jun Carrizo, como recitador de sus poemas, te hace vivir la poesía. Conozco y admiro mucho, pero no nombro más para no quedar mal.
Un cuento de Adrián Narváez incluido en el libro premiado
Final del recorrido, por Adrián Narváez
La Vieja sube al colectivo con dificultad. Lleva puesto un sombrero antiguo, un vestido negro y carga un bolso oscuro. Le cuesta pronunciar el destino al que se dirige, le faltan algunos dientes. El chofer la deja pasar sin cobrarle el boleto. Ella le da las gracias con una venia y toma por el pasillo en busca de ubicación. Los asientos están todos ocupados. Valentina observa la situación y se da cuenta de que, salvo el Hombre que viaja parado, todos duermen. Así que guarda el teléfono, se echa el bolso al hombro y se pone de pie. La Vieja va directo donde está la joven y se sienta.
Mira a Valentina y le sonríe cada vez que sus ojos se encuentran. La muchacha se compadece al observar el rostro pálido de la Vieja, su cuerpo enjuto casi cadavérico, el pelo ralo y cenizo. Se pregunta si llegará a verse así cuando sea anciana. Pensando en su propia figura, Valentina cierra los ojos e imagina su aspecto físico en el futuro: puede verse encorvada, con bastón, llevando una bolsita llena de remedios. Despierta en forma brusca de su imaginación al sentir que alguien le toca el antebrazo. Abre los ojos. Es la Vieja.
El micro acelera, hace un ruido infernal. Valentina no entiende muy bien lo que la Vieja dice. Pronuncia las frases en función de lo que sus encías despoblabas le permiten. Por las señas, parece que está ofreciéndose a llevarle el bolso en la falda. Las palabras salen como silbando. La joven le dice que no se haga problema, no es tan pesado. La Vieja insiste hasta que la convence y Valentina le entrega el bolso.
Saca temas de conversación que no tardan en desvanecerse porque a Valentina no le interesan, le cuesta entender lo que la Vieja habla. No le queda otro remedio que asentir con la cabeza y eso le resulta aburrido.
La Vieja desiste al ver que el Hombre que viaja parado se da vuelta, mira a Valentina de un modo muy tierno y sin pestañar. A partir de ahí, cada vez que la muchacha dirige la vista hacia él, él le sostiene la mirada. Es alto, fornido. Tiene barba, pelo largo hasta los hombros y viste todo de blanco. Valentina le calcula unos treinta años. La joven se sonroja ante la mirada penetrante del Hombre. Parece sentirse atraída, sonríe, pero no se atreve a mirarlo fijo por mucho rato. Se muerde la punta de las uñas, se aclara la garganta y se arregla unos mechones detrás de la oreja antes de volver a mirarlo.
A Valentina le sorprende cuando esta vez lo mira y él se lleva una mano al pecho. Su mirada ya no es tan inquietante, es más bien serena. Le llama la atención la calma que envuelve aquel gesto. A quien sí parece molestarle es a la Vieja. La tira de la blusa, dice algo que la joven no escucha y tampoco le interesa, por más que gesticule o frunza el entrecejo y la boca al mismo tiempo. Desconcertada, la muchacha levanta la cabeza. El misterio que el Hombre despierta no deja de generarle interés. Él no la aparta de su vista, es Valentina quien lo mira con intriga y, cada vez, de forma más sostenida.
De buenas a primeras el Hombre extiende sus brazos hacia ella con una apacibilidad en sus manos que despierta fervor. Como si le ofreciera algo, algo que Valentina no logra interpretar. En ese momento le sube un calor extraño por la espalda y la vista se le nubla. Se queda seria, cierra los ojos mientras la sensación se disipa. Luego, acude como por instinto a la Vieja. Espera que haya visto todo y le dé su parecer, pero la Vieja no está.
Valentina cree que es una broma. Antes de reaccionar, fuerza un mohín tratando de mantenerse tranquila. En vano busca a su alrededor una respuesta. El Hombre tampoco está. Parece como si a los dos se los hubiera tragado el simple correr del colectivo. Busca a la Vieja en el rostro de cada uno de los demás pasajeros. Nada. Todos duermen en sus respectivos asientos.
Se le pone la piel de gallina. De acuerdo a su posición junto al asiento, la Vieja a lo sumo debió haberla rozado al pasar. Se estremece al mirar afuera y ver que la noche ha llegado como ladrón. No comprende cómo han podido concentrarse tan rápido las horas dentro de aquel condenado micro. Corre hacia el fondo del pasillo y toca timbre para bajarse.
El colectivo no se detiene.
Se vuelve a la cabina. El chofer pisa el acelerador y, sin mirarla, le dice que debido a la zona por la que transitan, el micro ya no parará hasta llegar a la terminal. Valentina le suplica que le permita bajar. Él se niega de nuevo, esta vez sin decir palabra.
Desanda el pasillo con la mente hecha una madeja. Sus pensamientos comienzan a devanarse cuando de pronto el colectivo disminuye la velocidad hasta detenerse. Es un lugar oscuro, abandonado, donde ha crecido la maleza y el viento arrastra cardos rusos, amontonando olvido por los rincones. Un escalofrío recorre la columna vertebral de Valentina. Busca una explicación en torno suyo, pero en el interior del micro no hay nadie más que ella. Ni siquiera está el chofer. En una fracción de segundo se le viene a la mente la última vez que el colectivo paró en aquel recorrido: cuando subió la Vieja.
Siente como si hubiera pasado un siglo desde entonces.
Palidece al recordar tanto el aspecto oscuro y aciago de la Vieja, como así también los brazos apacibles de aquel Hombre. Las manos de la joven, húmedas de sudor, se desprenden con lentitud del sostén del asiento al que se encuentra aferrada. Camina despacio hacia la puerta delantera. Es fundamental alzar la frente y esconder el temor. Unos pasos más y estará afuera del micro para correr. Solo unos pasos más…
Sus ojos se nublan, las piernas le pesan toneladas. Le da la impresión de ir arrastrándose por el pasillo más extenso del mundo.
Baja dos escalones. Se horroriza al pisar el último peldaño: la puerta se cierra con estrépito antes de que ella pueda poner un pie en la plataforma. Valentina grita desesperada, da puñetazos contra el vidrio. Sus llantos y alaridos rebotan en una suerte de eco y se desvanecen de modo gradual en el interior del pasillo.
Afuera, la única luz de un foco que pende en lo alto de un cable e ilumina el lugar, parpadea. En el punto más lejano Valentina alcanza a ver al Hombre crucificado por la penumbra. En el mismo plano pero más cerca, ve a la Vieja con los bolsos —uno es el suyo—, abordando otro colectivo antes de que todo el entorno sea devorado por la inmensidad de las sombras.