El topónimo “Malahue” proviene de dos vocablos indígenas: “malal” (corral o barda: pequeña elevación natural del terreno que permitía a los aborígenes encerrar a los animales) y “hue” (lugar).
Juan Isidro Maza señala que, entre las varias etimologías posibles de la palabra, esta resulta la más adecuada, ya que “tanto los Incas como los naturales comarcanos y los mismos conquistadores españoles, para resguardarse de las inclemencias del tiempo, máxime en los parajes del sur cordillerano, utilizaban los reparos de las bardas rocosas cortadas a pique y al establecerse allí provistos de haciendas y otros recursos, de hecho construían sus alojamientos […] o fortificaciones, sin que faltaran los respectivos corrales” (Malargüe, 1991, p. 14).
Según explica Roberto Carlos Sáenz Palladino, “los malales son generalmente basaltos que presentan en su base terrenos subyacentes más blandos y más fácilmente erosionables, por lo que se producen grandes cavidades aptas para refugiarse del inclemente clima andino patagónico” (Las voces de mi tierra, 2008, p. 95).
La voz del poeta, por su parte, adhiere al significado propuesto por Maza: “El Malal en la tierra le dio el apelativo: / lugar de corrales que resguardan la hacienda” (Jorge Julio Ammar, Semblanzas malargüinas, 2005, p. 13).
Por su parte, Ruth Mercado, docente y estudiosa de la cultural regional, en su valiosísima tesis de Licenciatura (inédita), titulada precisamente “Malargüe en la literatura”, señala que “Este nombre [Malal-hue] hace alusión en forma implícita a características propias de la zona: la geografía escarpada de la codillera, los vestigios prehistóricos en las bardas de roca caliza, el clima hostil que obliga a pobladores y animales a guarecerse en la propia escena natural, la presencia rotunda del espacio frente al hombre, la actividad para la que es apto el terreno: la pecuaria, la preponderancia de la ruralidad frente a lo urbano”.
En cuanto a las temáticas cultivadas por los escritores malargüinos, Ruth Mercado señala la importancia del paisaje: “el desierto, mezclado con vegas, las planicies que de pronto se despiertan en volcanes, la cordillera con abruptas caídas que terminan en arroyos tormentosos y helados, la inmensidad del ambiente, la violencia del viento, la soledad” que -junto con el silencio- se imponen sobre el alma del artista y a la vez “pueden ser el punto de partida de la reflexión sobre grandes incógnitas acerca de lo no evidente, lo oculto”. Y de ello, saca la siguiente conclusión: “difícil será esperar de los textos malargüinos grandes simbolismos, un abundante lenguaje metafórico, ya que el gran símbolo es el contexto” (Malargüe en la literatura).
De allí que el poeta Carlos Benedetto, por ejemplo, pueda exclamar: “La montaña y yo somos / la misma cosa: / cielo e infierno, / altura y abismo, / luz y tinieblas, / lo inconmovible y lo mutable, lo transitorio y lo eterno” (“Al pie del cerro Moncol, Malargüe, 12/08/82, durante una tormenta de viento”).
Y continúa la estudiosa citada: “Los poetas malargüinos tienen una mirada bucólica, idílica de la tierra. La geografía para ellos se transforma en objeto de adoración: cuanto más agreste y hostil, más fuerte el amor y el arraigo. Se presenta como una lucha en contra de las propias aficiones o deseos, El poder de aceptar con heroísmo las fuerzas negativas demuestra la capacidad de amar más allá de lo bello […] como un ejercicio del estoicismo, de la voluntad. Así, lo abrupto y desolado se transforma en objeto de admiración y canto” (Malargüe en la literatura).
La literatura corrobora con su testimonio lo afirmado por la estudiosa y construye la representación de una geografía áspera, con vegetación achaparrada y oscura: “Una cuesta en uno de los cerros que forman la cadena de la costa del Atuel. Abajo, a los pies del monte fragoso, corre y corre el río. En la cuesta crecen verdinegros piquillines, aromosos arrayanes monteses y chañares y quiscos. Cerca, un arroyo morado y seco; más allá, una llana negra cubierta de jumes funerarios. ¡El jumial negro! El jume es más sombrío que el atamisque, más sombrío que el ciprés, parece que la luz se perdiera entre sus ramas tupidas” (Fausto Burgos, “Nahuel”, en la colección homónima, 1929, p. 7).
También Alfredo Bufano (1895-1950), en varios poemas de la sección “Tierras altas” de su libro “Mendoza la de mi canto” (1943) destaca esta calidad fragosa de la tierra malargüina: “Tierras de Río Grande, / rudas, solemnes, ásperas, bravías, / tierras de remeseros y pastores, / de hoscos mineros y contrabandistas. // Tierras de berrocales, /de aguas rugientes y de cumbres ríspidas; / tierras en donde medran los cardones / las calagualas y las corontillas” (“Tierras de Río Grande”, en Poesías Completas, 1983, Tomo III, p. 905).
El poeta va evocando distintos parajes malargüinos, experiencias atesoradas en sus itinerarios por el territorio mendocino, así por ejemplo en “Crepúsculo en Ranquilcó”, del mismo libro: “Tierras rodenas, níveos picachos, verdes saucedas, dulce temblor / de aguas montunas, grises alcores, / altos caminos de mi canción. // Cae la tarde deshecha en púrpura / entre los cerros de Ranquilcó. / Lentas majadas a sus rediles / vuelven, seguidas de su pastor. // Sobre las grupas de las montañas / abre el lucero su ilustre flor […]” (ibid., p. 907).
De sus paseos cordilleranos guarda asimismo el poeta el recuerdo de ese “Ventisquero”: “Luna prócer de enero entre las cumbres; / recio el Atuel entre padrones baja; / y en la celeste claridad del valle / relumbra el ventisquero de Las lágrimas” (ibid., p. 908).
Entre los valles de la zona montañosa de Malargüe destaca el de Los Molles, evocado por Pedro Corvetto en “Tierra nativa”: “Uno de sus valles, sin duda el más dilatado de todos, es el de ‘Los Molles’, denominación que debió motivarse por lo abundoso del monte del mismo nombre […] Un sucesivo cordón de montañas se levanta a ambos lados; con particularidad las del Sud son de singular elevación, destacándose la opaca cumbre de ‘La tumba del indio’” (1928, p. 29).
Y en esta “geografía imaginaria” que los poetas trazan sobre el papel, los ríos desempeñan importante papel. Oscar Chena, novelista nacido en General Alvear pero que residió varios años en Malargüe hace derivar el nombre de uno de sus ríos -Atuel- del vocablo Latuel “del idioma de los puelches algarroberos y significa: alma de la tierra” (Atuel, el alma de la tierra, 2021, p. 7). Como en el resto de la geografía mendocina el agua resulta fundamental para la vida.