En Ástor Piazzolla se conjugan dos virtudes propias de los innovadores en el terreno musical. A él le cupo una doble tarea, que tuvo que darse al mismo tiempo para provocar tanto el terremoto sonoro que dinamitó el riesgo ortodoxo del tango y, a su vez, tuvo que ser el arquitecto y constructor de lo que habría de construirse encima de los escombros.
Uno de los primeros maestros de Ástor fue quien primero notó esa vertiente doble que confluía y salía del bandoneonista desde sus primeros escarceos con el género que sería llamado a renovar. “El pibe tiene talento. Le queda un estilo americano, pero es tanguero de alma”, habría dicho Homero Paolini del joven músico, que mostraba aún algunos tics de su estancia en Estados Unidos (donde le tocó, entre otras cosas, aparecer en una escena de la película El día que me quieras, protagonizada por Gardel).
En efecto, Piazzolla iba a mostrar su veta tanguera desde siempre. Claro que, en su formación, estuvo fascinado por Bach y por el pianista Arthur Rubinstein, y por ello tomó estudios nada menos que con Alberto Ginastera (en Argentina) y con Nadia Boulanger (en Francia). Fue esta última maestra quien, percibiendo aquello que había visto Paolini, en una clase de composición le sugirió no entregarse a la composición de música de tinte académico, sino dejarse llevar por lo que tenía adentro: el tango. Fue así que, después de participar de la orquesta de Aníbal Pichuco Troilo (ya que su virtuosismo en el bandoneón era notable) empezó a entregar sus propias composiciones, rupturistas y novedosas, que le valió dividir las aguas del gusto tanguero entre los ortodoxos que rechazaban tal vendaval y los otros que o bien aceptaban la renovación o bien directamente entraban al tango por la vía novedosa de Ástor.
Piazzolla, en el decurso de su trayectoria, conseguiría imponer su estilo, que a la vez seguiría evolucionando en formatos que eran bien expresados por la clase de conjuntos que armaba para acompañarse, de distintas sonoridades. Además, compuso para sinfónicas, grupos de cámara u orquestas típicas, siempre con la bandera en alto de su personalidad musical.
Por eso es que, hoy en día, con toda la obra de Piazzolla a disposición, es posible que se pueda elegir toda ella en bloque o, incluso, preferir algunas de sus distintas etapas. En mi caso, fuera de mi gusto por la música orquestal y de cámara de tinte “clásico”, en el terreno puramente “piazzolliano” no me decanto ni por su etapa sonora de formación puramente tanguera, ni por sus conjuntos camerísticos ni por sus incursiones sinfónicas: prefiero la llamada “etapa electrónica”.
Cuando Piazzolla era ya un revolucionario en el terreno del tango, a tal punto de que sus composiciones navegaban en mares inciertos con aguas del 2x4, el jazz y la música clásica, el maestro argentino se entregó a componer para una formación sumamente moderna: corrían los años ‘70 cuando fundó el Conjunto Electrónico, un octeto con una base de músicos argentinos completado por otros italianos. La alineación incluía –además del bandoneón de Astor– piano, órgano, guitarra eléctrica, bajo eléctrico, batería, sintetizador y violín (o en algunos casos, flauta traversa o saxo).
El antecedente más claro era el Quinteto Nuevo Tango, del propio Piazzolla, que había grabado un disco de título elocuente: Tango contemporáneo. En esta faceta, apenas inciado el año 1970, Piazzolla daba muestras de lo que quería hacer con un disco como Pulsación. La cristalización más paradigmática, sin embargo, de esta vertiente la conseguiría cuatro años después con Libertango, una obra maestra desde la primera a la última pista, donde la música de Piazzolla llega a borrar cualquier etiqueta para ser considerada tanto dentro del tango como del jazz o del rock progresivo.
En este álbum, además, Ástor afirma su concepto de “fusión” en el tango con la fusión de palabras con la desinencia “tango” en todos los títulos. Así, junto a la pieza que da nombre al disco (y es una de las más célebres de su repertorio, al punto que ha recibido hasta una reversión pop, con letra y todo, a cargo de Grace Jones), aparecen Meditango, Violentango o Amelitango (en referencia a su esposa, la cantante Amelita Baltar, de quien se separaría ese año). La única excepción de la placa es una hipnótica nueva exploración de su infinitamente redefinida pieza Adiós, Nonino, otra de las más populares del repertorio piazzoliano.
El disco Libertango, que está cumpliendo juveniles 50 años, representa no sólo una muestra contundente del arte creativo de Piazzolla y su capacidad para los ritmos, los matices sonoros y, por si hiciera falta, su virtuosismo en el bandoneón, sino también el disco que hizo de Ástor una figura que excede cualquier rótulo y que siempre suena en tiempo presente.