Norma y Cristina, un cuento de Fernando Carpena

La costumbre de dos vecinas de convidarse mutuamente lo que cocinan llega muy lejos en esta historia.

Norma y Cristina, un cuento de Fernando Carpena
La mezquindad en torno a un pastel de papa despierta la preocupación de Andrea, la narradora.

Antonio jura que Norma empezó, pero no sé. Para mí, fue Mamá.

En lo que sí coincidimos es en que las dos casas parecían una. Norma en la nuestra, Mamá en la de ellos, siempre lleva y trae sobras del almuerzo o de la cena, con ese verso del hice mucho y no están las cosas para andar tirando comida con lo mal que está el mundo.

A la siesta, ese momento en que los pueblos son la envidia de las ciudades, no era raro encontrar a Norma en casa, con un budín de naranja tibio aún, anclada en el sillón. “Todo no lo íbamos a comer, Cristina, y yo sé que Andreíta se enloquece por esto”, soltaba con esa sinceridad que hiere, porque sabía que yo me entregaba sin resistencia a sus ofrendas.

Esa misma noche, Mamá se acercaba a lo de Norma y devolvía la gentileza dulce con monedas saladas. Podía ser un pollo al champiñón, o un matambre. Osmar, el marido de Norma, hundía el codo en la llaga con frases ásperas y, sin embargo, carentes de maldad. Era bruto nomás. “Ya te extrañaba, Cristina. Por fin vamos a comer algo decente. Esta me tiene a puro bizcochuelo”. Norma lo reconvenía con esas amenazas de “ya vas a venir” tan frecuentes en los matrimonios con óxido mientras trataba de que la herida no fuera notoria. Cristina hacía causa común con su amiga, porque los hombres son todos iguales, pero se le notaba en los ojos el placer del triunfo. Norma se lo notaba.

Será por eso que, al ratito nomás, Norma contraatacaba con un tupper con tiramisú. Que había hecho como para un regimiento. Pero era mentira. Nunca el tiramisú es mucho. El tiramisú se come todo y a toda hora. Como si fuera poco, Norma lo hacía como lo harían los dioses si supieran hacer tiramisú. El café, justo; la crema, esponjosa; las vainillas, húmedas, pero sin desarmarse en una pasta infame; el cacao amargo, presente y amable. Mamá lo aceptaba con una sonrisa fría y ponía la pava al fuego, para unos mates que duraban hasta que llegaba Antonio, el salvador; Antonio, el hijo que devolvía el orden al universo. “Vamos, Mamá, no te podés pasar el día acá, que capaz que esta gente tiene que salir y no se puede mover porque estás vos. Hola Andrea, cómo estás, hola Cristina, perdón, Mamá no se ubica. Gracias por las milanesas del otro día. Increíbles”.

Con Antonio nos conocemos desde chicos. Mañanas en la vereda, tardes de sol y granizo, encuentros en el supermercado y vacaciones coincidentes nos unieron la infancia. Después crecimos y crecer, a veces pasa, te convierte en gente de saludo apurado. Lo que todavía nos mantenía cerca era esta sociedad basada en restitución de madres. “No nos une el amor, sino el espanto”, decía él y yo agregaba que también la comida, con una risa que me ayudaba a disimular el color en las mejillas, porque había algo lindo en escucharlo decir la palabra amor cuando estábamos juntos.

Me empecé a preocupar con lo del pastel de papa. Mamá sabe que lo adoro. Puedo comerlo hasta morir. Pero ese día, levantó la fuente de la mesa sin posibilidad de segunda vuelta. “Hay que dejar para Norma” dijo. Me reí, porque eso se hace cuando te cuentan un chiste, pero hablaba en serio. “Si seguís con hambre, comete una fruta, que mal no te va a venir” lastimó Mamá, con una crueldad que no me solía tener de blanco.

Y así empezó. Despacio, sin que nos diéramos cuenta. Sin cataclismos externos ni sobresaltos. Empezó, o mejor dicho siguió, ahora sin ganas de disimulo. Las porciones se achicaron a ración de guerrillero y sobraba plato y desilusión. Desilusión, sí, porque hambre no pasábamos. Dios cierra puertas saladas, pero abre ventanas dulces. Norma, como nunca antes, nos traía cantidades ingentes de postres y repostería alemana.

Antonio, en una charla casual, me confesó que compartía mi desconsuelo, pero al revés. Cuando llegaba de sus sábados a la noche y abría la heladera en busca del flan antesala del sueño, se quedaba con la cuchara vacía. Toda la producción de su madre se exportaba al país de al lado, a nuestra mesa lejana a esa hora. Lo que al principio sospechamos un capricho transitorio, se convirtió en guerra. Y tuvimos que ser nosotros, víctimas inocentes, pero no indefensas, el foco de resistencia.

Así nació un contrabando absurdo, en el que Antonio y yo hacíamos justicia propia en un intercambio clandestino de alimentos. Fue el origen de una rutina inusual: el primer plato en la mesa escasa y el segundo, horas más tarde, en el parque. Llegábamos a las horas acordadas, poníamos un mantel abajo del roble y, mientras Antonio se deleitaba con la torta galesa que su propia madre le había negado, yo recuperaba el guiso de lentejas prohibido por quien debería amarme.

Pienso que, de no haber sido por esto, no hubiese vuelto a conversar con Antonio. Los caminos se nos volvían a cruzar en estos encuentros secretos. Nos gozábamos en una comilona que incluía conversación nueva y, a veces, pasaba que uno decía vení que te limpio una miga o tenés salsa en la mejilla y eso alcanzaba para sentir la piel del otro en la punta de los dedos y nos sorprendíamos en un goce casi tan bueno como el degustado, sabiendo que la miga y la salsa ya no estaban, que ya se había caído, que ya se había limpiado, pero la mano se quedaba ahí, simulando que todavía tenía trabajo por hacer y estaba en uno aceptarla con una inclinación leve de cabeza, pidiendo un segundo plato de ese afecto cauteloso, porque tampoco en el amor es lindo quedarse con hambre. Fue inevitable que, ante tanta delicia táctil, no surgiera el beso de sabores mezclados.

Yo, que había guardado la esperanza en el fondo del ropero, la volví a encontrar rodeada de servilletas. Y Antonio, que había elegido ignorarse el corazón, se rindió ante sus propios latidos.

Siempre supimos que esto no iba a durar. Un martes, Norma y Mamá pasaron cerca y nos descubrieron en un beso. No fue lo que les rasgó el alma. Los ojos se les fueron a las cucharas sucias y a las bolsas arrugadas, y entendieron lo que pudieron, que nunca está bien y que siempre se parece a una traición.

Hubo sesión familiar (ambas familias al mismo tiempo y en el mismo lugar) y hubo que explicar nuestro derecho al contrabando de sabores. Cuestión menor ante ese tribunal, también fueron expuestas nuestras intenciones de vida en común. El sector masculino de nuestros mayores festejó nuestra gesta corajuda con esa torpeza que los hacía tan queribles. Mamá y Norma fueron más duras. Les costó un par de semanas hablarnos y mirarnos al mismo tiempo.

Hace cuatro años que con Antonio nos mudamos juntos. Valentina nació al poco tiempo y ahora, esperamos al segundo.

Valentina se acaba de dormir. Hace un rato, pasó Mamá y nos trajo estofado. Antes vino Norma, con tarta de ricota. Llegan, se toman dos mates y siempre insisten con que lo que traen es lo que sobra, y que se acuerdan lo que son los primeros años de convivencia, difíciles y llenos de heladeras con eco y que deberíamos ser más agradecidos que ojalá ellas hubieran tenido a alguien que se preocupara tanto como lo hacen ellas por nosotros.

Cenamos sin apuro y después nos vamos a la cama. Antes de apagar la luz, les dedicamos un pensamiento a nuestros padres, pobres, que siguen padeciendo el castigo del plato breve, porque ahora somos un nuevo territorio donde plantar bandera y porque hay guerras que no terminan ni cuando se terminan.

Sobre el autor

Fernando Carpena, 54 años, nacido en Buenos Aires y sanrafaelino por adopción desde hace 19 años. Dibujante, director de arte para videojuegos y escritor de cuentos y novelas. Con cinco libros publicados, fue ganador dos veces del Premio Vendimia de literatura Juvenil con “Luana, una historia de África” y “Pasa tanto en Pasatanto” y una vez del premio Bodoc de Cuento Fantástico con “Trampa para conejos”.

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