“Soy un traficante”, dice de sí mismo Luis Scafati. Y se explica: “Llevo mi contrabando de un territorio a otro. Del territorio de la plástica al de la ilustración transcurre mi tráfico. Algunos artistas plásticos afirman condescendientes que soy un ilustrador, algunos ilustradores piensan que estoy equivocado, que lo mío es el arte plástico. Sólo sé que hago lo que me gusta y amo. A veces lo cuelgo en una pared, otra queda impreso en papel, en un libro, en un diario o una revista”.
Parece un autorretrato demasiado módico para él: Scafati es uno de los más grandes ilustradores de la argentina, uno de los más notables de todos los que ha parido esta Mendoza que lo tiene de vuelta, viéndolo otra vez soñar y amanecer, desde hace unos cuatro años. Tan importante es que, justo este año, ha sido centro de una película documental dedicada a su vida y a su obra.
La estética de Scafati (firmaba como “Fati” en sus comienzos) es una de rasgos violentos, líneas a veces definidas y otras esfumadas. Navega, deliberadamente, entre la precisión exacta de las formas y lo apenas sugerido. Rayas, fotografías recortadas, salpicaduras y tachones, todo es capaz de formar parte de un artista para quien el dibujo es el germen de toda la propuesta gráfica que le sigue. Es que su dibujo es magistral, y eso lo ha llevado también a poner su arte al servicio de numerosas publicaciones, especialmente medios gráficos. A la vez, desde principios de este siglo, su pasión por la literatura lo llevó a una de sus mejores etapas: la ilustración de libros, entre los que destaca (por ejemplo) La metamorfosis, de Franz Kafka, como un clásico reciente de la gráfica argentina.
Desde su taller, desde su Mendoza, desde el cuerpo aún caliente (seguro) de un dibujo recién trazado, Scafati se presta a un diálogo con nosotros en los que, a su afabilidad de siempre, le agrega esa penetrante capacidad de reflexión que su verbo poco le envidia a su pincel.
—En este año hemos podido ver una película dedicada a tu figura y tu obra, llamada: Scafati: Palabra pintada. ¿Qué sentís al ver que se te ha dedicado un documental y cómo te ves reflejado allí?
—No deja de sorprenderme todo lo que me sucede hoy, cuando ya soy un viejo artista (risas). No deja de sorprenderme y pienso que es porque yo siempre he trabajado en mi taller, en la soledad de mi taller. Así que no es frecuente tener contacto con el público y mucho menos terminar en una película. Que ese trabajo casi secreto de repente te lleve a gente que ni siquiera conocés personalmente, no deja de sorprenderme.
—A pesar de tu trabajo solitario en el taller, abrís una ventana y te mostrás, por ejemplo, en las redes sociales.
—Sí, yo me manejo hoy por las redes, tal vez por mi gimnasia periodística durante años. Yo trabajé durante mucho tiempo en revistas y diarios, ilustrando de todo. Trabajé en Humor, en Noticias, en Playboy, en Clarín, en La Nación. Tuve mucha actividad en ese ámbito y eso me dio una gimnasia grande que hoy continúo con Instagram o Facebook, mostrando mis dibujos y mis opiniones. En realidad, el mío sigue siendo un trabajo secreto, pero que deriva en comentarios de gente que te dice cosas y te conoce por esa vía. Pero volviendo al principio, es raro, pero verme en un documental. Me cuesta muchísimo. Uno tiene cierto pudor. Pero, por supuesto, le agradezco muchísimo a Silvana Díaz Coppoletta, la directora de la película, por el entusiasmo y el cuidado que puso al hacerla. Pienso que de alguna manera, el hecho de que en la filmación estuviera acompañándome por parte de mi familia, por mi esposa Marta, por mi hija Florencia, me ayudó a pasar el mal trago.
—Te costó ser el centro de una película, pero a la vez sos un cinéfilo empedernido…
—Sí. El cine para mí ha sido tan importante como la literatura. Hoy lo considero una de las artes principales. A mí un realizador que me conmueve todavía es Federico Fellini. Me ha marcado de una manera notable, desde lo visual hasta los textos y las historias, sobre todo cómo las cuenta. Él está siempre presente en mi vida. Así como el cine en general, soy admirador de directores que van desde David Lynch a los hermanos Coen, hasta mucho de lo que se hace hoy.
—En la película y en tus propias palabras has definido a tu arte como el de la desmesura, algo que puede coincidir con la primera impresión que causan tus dibujos. Recién hablábamos de redes sociales y allí no sólo te autodefinidos como dibujante a secas (también sos escultor, pintor, escritor) sino como “un punk jubilado”. ¿Por qué te definen esas cosas?
—(risas) Lo que pasa es que otra cosa que me gusta es jugar un poco con las palabras. Eso lo aprendí por ciertos maestros que he tenido. Un tipo que admiro siempre por su sentido del humor es Julio Cortázar. Tal vez, en ese aspecto, la influencia de ese juego con las palabras viene de esos lugares. Por supuesto, esas cosas a veces traen problemas, porque muchas veces no se sabe cuándo uno habla en serio o qué está diciendo. Cuando hablo de mí como un punk jubilado es por dos cosas: primero porque produce extrañeza esa definición, o pensar en esa imagen. Te lo digo por experiencia: no hace mucho estuve en un lugar donde había una colonia de hippies viejos y era un espectáculo extraño. Todos envejecemos, pero uno no sabe que envejece hasta que se mira en el espejo un rato. Por otro lado, yo sigo teniendo las mismas dudas, temores y necesidades que cuando era un adolescente. Y eso es porque de alguna manera adolecemos siempre. El afuera es el que te marca el lugar a veces. Yo, por ejemplo, muchas veces, estoy en una reunión, en un bar o en una situación social, y me pongo a pensar y digo: “Puta, soy el más viejo”. Pero lo tengo que pensar, no lo siento de entrada. Yo veo a muchos jóvenes que son como señores mayores y yo no me siento así. Es muy extraño. La vida es una cosa misteriosa y extraña, y uno trata de acercarse a ella con estos instrumentos: la poesía, la pintura, el dibujo, la música. Son instrumentos para descifrar eso que nos mueve.
—Viajemos un poco al pasado: ¿cuál fue el momento en que te descubriste como dibujante?
—Dibujar era una parte tan mía como el pelo o el color de los ojos. Yo no registro cuándo empecé: tengo esa necesidad desde que tengo memoria. El dibujo está desde antes de mi primer recuerdo. El por qué no lo sé. Una influencia puede haber sido mi viejo: mi padre tenía cierta facilidad para el dibujo y era un inventor nato. Tuvo una virtud, que fue proveerme de papeles, lápices, biromes, todo lo que sería mi instrumento de trabajo. Pero yo francamente eso no lo veía, no veía que convivía con el dibujo. Por eso cuando me pregunté qué iba a ser de grande yo pensé en estudiar Psicología. Iba a ir a San Luis. Pero debía unas materias para terminar el secundario y mi madre me sugirió entrar a Bellas Artes para hacer algo “mientras tanto”, porque si no, lo único que iba a estar haciendo era preparar materias. Así que entré a Bellas Artes, conocí a mi maestro Dardo Retamoza y él fue el gran impulsor. Allí conocí el arte, porque mi instrucción primera venía de las historietas. Yo veía grandes dibujantes, pero de ese lugar. En Bellas Artes descubrí otras cosas, otro vuelo. Retamoza es uno de los culpables.
—En 1977 te fuiste a vivir a Buenos Aires, ¿tuvo que ver con el trabajo, con otra búsqueda?
—En ese momento yo estaba publicando ya y juntaba mi dinero de ahí. Pero mis publicaciones salían en Buenos Aires, así que me di cuenta de que tenía que estar allá. Si estaba en Buenos Aires podía cobrar más rápido lo que hacía. Y, después, podía “caminar” los medios y llegar a más propuestas. El 21 de abril de 1977 me fui y viví en una pensión. En Mendoza se quedó Marta con dos de mis hijos. Hasta que nos fuimos los cuatro para allá y ahí nació Leonardo. Fue muy traumático. Acá vos tenés tu provincia, tus costumbres, tus amigos. Y de repente te encontrás con una ciudad de la que no conocés los códigos. Buenos Aires me abrumaba, era una cosa difícil en ese aspecto. Pero yo no tenía muchas opciones: irme para allá o dedicarme a la docencia, y eso último me costaba. No tenía opciones, la verdad. Yo había estado publicando en Los Andes, a través de Antonio Di Benedetto. Cuando me fui a Buenos Aires me enteré de que querían hacer una sección fija de humor en Los Andes. Así que me vine echando putas a verlos, y ni bola me dieron (risas). Eso me dio bronca. Me parece que por ese entonces se criticaba al que se iba a Buenos Aires. Se vio con resentimiento que me fuera.
—Después de tantos años, volviste…
—Sí. Fue en la pandemia. Con mi esposa teníamos este lugar en Chacras de Coria para el verano. Vinimos y decidimos quedarnos. Me traje todo de “Baires” y aquí estoy.
—Hemos hablado de arte e influencias. Hablemos un poco de tu familia. Por un lado, tu esposa, Marta Vicente, también es una gran artista. ¿Cómo es allí la retroalimentación afectiva y artística? ¿Qué otras personas integran tu familia y cómo es la relación con ellos?
—Yo soy un bicho extraño. Con Marta nos conocimos en la facultad de artes, hace más de 50 pirulos que estamos juntos. Hoy todos mis amigos están separados. Y nosotros no. Marta es un complemento extraordinario. Marta no sólo hace cosas buenísimas, sino que sabe muchísimo. De todo. Y compartimos lecturas, compartimos un mundo. Además de ser mi compañera, es casi una amiga, de una amistad increíble. Hemos crecido juntos en la vida y en el amor. Eso nos ha ido fortaleciendo. Y tuvimos tres hijos, y qué te puedo decir de ellos: hablar de los hijos es difícil. Y hablar de los nietos, más. Ellos son un nuevo aprendizaje. Todo lo que quizás perdí como padre, por lo económico, lo diario, con los nietos lo recuperás. Y el afecto es notable, son chicos muy creativos. Son todos chicos “musicales”. Todos tocan un instrumento. Y tengo una nieta que estudia artes plásticas. Era ineludible. Es más, me extraña que los otros no se hayan contagiado. Por ejemplo, mis hijos: una es pintora (Florencia), otro es médico y también pinta (Matías), y un tercero, Leonardo, es músico, que hace. Y seis nietos. Es una linda familia, un grupo con el que la paso muy bien cada vez que estamos juntos. Es algo que te nutre.
—Ganarse el pan con el trabajo artístico no ha sido nunca fácil para algunos, ¿cómo fue en tu caso?
—Por eso sería que si vos me preguntabas a los 16 años qué iba a hacer, yo iba a estudiar Psicología. No sabía que eso que yo hacía a diario iba a ser mi sustento. Mucha gente hoy me preguntan, jóvenes, cómo hacer para ganar dinero con lo que te gusta, y yo digo que el peor para responder esa pregunta soy yo. No tengo idea cómo se dio, todo ha sido de milagro. Yo con el dibujo, con el humor, la historieta, simplemente lo fui haciendo. Yo solía sentir una confusión grande. Me sentía más cerca de la literatura que de las artes plásticas. Será por eso que llegué a la conclusión de que mi instrumento, el dibujo, es un lugar donde se cuentan historias, sólo que con otro tipo de caligrafía. Pero siempre contar es importante. En un dibujo siempre estás contando cosas. Yo tuve momentos de confusión, como decía, porque también quise ser escritor. A fines de los 60 y principios de los 70, los tipos que hacían literatura (Cortázar, por ejemplo) eran tapas de revista y el mundo giraba en torno a ellos. Era el momento del llamado boom, con Vargas Llosa, con García Márquez. Y por eso yo, que quería contar cosas y quería usar el dibujo como instrumento, me preguntaba por la palabra y la literatura, porque siempre ha ocupado parte de mi vida…
—Hablabas de los jóvenes, no sé si los de hoy, en su mayoría, tienen esos motores.
—Y la literatura está tan cerca… Hoy accedés a cualquier libro, no necesitás tanto para hacerlo. Es algo extraño que la gente lo desprecie. Además, tener palabras que te ayuden a entender y expresar cosas que de alguna manera te comuniquen con el otro, es importantísimo. Y eso te puede pasar a cualquier edad. Yo, cuando leí a los 30 años Trópico de cáncer y Trópico de capricornio, de Henry Miller, para mí fue un nuevo nacimiento. Y ni te digo cuando leí a Kerouac. Esos escritores me dieron vuelta. Y eso se intentó también en el dibujo, en mi materia, digamos. No es ajeno al dibujo. Uno es un instrumento que se va puliendo con el tiempo, y en la medida que vas alimentándote con música, con poesía, con cine, con todo esto que tenés a mano, vas puliendo tu instrumento.
—¿Y eso te hace mejor artista?
—Soy mejor artista ahora que antes, sin dudas, porque tengo toda la formación esa encima. Yo veo cosas mías de otra época y siento como que era un diamante en bruto que yo necesitaba pulir. Hay un juicio crítico interno que te ayuda, así como te hincha las pelotas ese policía interno, te ayuda a ir encontrando tu camino.
“El libro de Orwell debió llamarse 2024″
A pesar de su imagen de trabajador encerrado en su taller, en medio de pinceles, lápices y tinta china, Luis Scafati siempre se ha preocupado por retratar la Argentina en la que vive. Por eso, la pregunta es ineludible.
—Tu arte, no sólo por tu trabajo relacionado con el periodismo, se ha preocupado por reflejar la realidad política y social del momento. ¿Lo seguís llevando como premisa? ¿Qué está diciendo tu arte en este momento de la Argentina?
—Esto de ser así es a pesar mío. Yo ilustré, por ejemplo, el libro 1984, de George Orwell. Y siento que esas ilustraciones quedaron un poco atrás, porque es tan desmesurado todo lo que está ocurriendo hoy, no sólo en la Argentina, sino en el planeta, que lo que escribió Orwell quedó viejo. Su libro debería llamarse 2024. Me parece increíble lo que pasa, tanto que a veces no sé cómo abordarlo. Es tanto el material que hay: hay tanta violencia que me deja sin palabras y sin dibujos. Es demasiado. Mirá que he vivido muchas situaciones en este país, pero te aseguro que nunca así.
—¿En qué sentido?
—Hay una especie de descrédito de la palabra total. Un tipo que dice una cosa hoy la semana que viene dice todo lo contrario sin problemas. Me llama mucho la atención la falta de coherencia y de respeto hacia el otro. Gente que se insulta y al rato son amigos, me deja sin palabras. Eso te habla de una especie de locura. Hoy se habla de la cosa psíquica de nuestro presidente, Milei, pero lo que me preocupa es que toda una sociedad ponga a una persona así en un lugar de privilegio. Una persona que realmente tiene sus problemas, no hace falta haber estudiado mucho para darse cuenta de lo que está sucediendo. Cuando quiero abordar eso con un dibujo, me amargo mucho. No quiero ya exponerme a sufrir más eso. Me cuesta horrores, me duele. Me preocupa que la gente que quiero, si esto continúa (yo tengo esperanza de que no), tenga que seguir viviendo con esto. Me preocupa que no haya conciencia. Hoy tal vez carezco de los dibujos para expresar esta realidad. Lo más cercano que produje fueron las 50 ilustraciones para 1984, como te decía. De vez en cuando las pongo en las redes porque parece de algo actual.
Ping pong central
Pasión central: el arte. En todos sus aspectos, pintura, dibujo, cine, literatura, poesía, música. Para mí, la vida carece de sentido sin eso. En serio.
Cuenta pendiente central: Hacer algo que me guste totalmente, plenamente. Es por lo que sigo dibujando. Quiero hacer un libro que me llene todas las expectativas.
Tu obra central: La metamorfosis de Kafka. Fue una puerta de entrada a la ilustración de libros. Yo venía del ajetreo del periodismo, donde todo es urgente, y eso me lo propuse así y fueron dos años de trabajo, algo rarísimo. Nadie me lo encargó. Me permitió luego laburar con Piglia, Poe, Kafka, Cervantes…
Tu artista central: siempre me gustó desde que lo conocí a Francis Bacon. Un bicho muy extraño, no sólo porque fue un gran pintor, sino un gran diseñador de lo que hace. Y eso ha sido importante como dibujante. Fue una gran influencia. Todavía lo sigo disfrutando.
Tu más reciente proyecto central: Estoy laburando para España, ilustrando libros. En este momento estoy con Los detectives salvajes, de Bolaños. Es un libro que me había gustado, pero lo releí como ilustrador ahora y es un libro muy hermoso.
Luis Scafati en pocas palabras
Nació en Mendoza el 24 de noviembre de 1947. Es el mayor de cuatro hermanos. Su padre, Hipólito, fue una de sus primeras influencias. Estudio en la Facultad de Artes de la UNCuyo. Allí conoció a Marta Vicente, artista plástica, quien se convertiría en su esposa y madre de sus tres hijos: Matías, Florencia y Leonardo. Ha realizado ilustraciones para algunos de los medios más importantes del país, y también de otros países. Sus ilustraciones han sido publicadas en Argentina, Corea, España, Francia, República Checa, Inglaterra, Grecia, Italia, Brasil y México. Se destaca especialmente como ilustrador de obras literarias y también como autor de sus propios textos y libros compuestos por sus innumerables dibujos. Vive en Mendoza.