Los textos iniciales de Juan Draghi Lucero

El autor de “Las mil y una noches argentinas” tiene una interesante obra inicial. Cabría preguntarse entonces qué importancia reviste esta producción primeriza, en relación con su obra posterior.

Los textos iniciales de Juan Draghi Lucero

La “historia literaria” de Juan Draghi Lucero (1895-1994) se inicia en 1930, con la publicación de Sueños, un libro de poemas que había obtenido el año anterior el segundo premio en el concurso organizado por la Municipalidad de la Ciudad de Mendoza, y al que seguirá en 1935 otro poemario: Novenario cuyano; en ambos se advierte ya la preferencia por un determinado núcleo temático y un determinado tono expresivo, que el autor acendraría después, en sus obras más famosas, como son los relatos de Las mil y una noches argentinas (1939), por citar solo su obra más conocida.

Con anterioridad Draghi había cultivado el periodismo y el teatro: Mario Sóffici, joven actor aficionado entonces, llevó a escena La Bodeguita, Hondas y piedras y El anillo, comedias con “sabor mendocino”, como el mismo autor las define. En estas piezas dramáticas se desarrollan, “con prosa sencilla y directa”, temas populares.

En cuanto a su participación en publicaciones periódicas, el joven Draghi se había dado a conocer tempranamente cono escritor en revistas de la época, como La Semana, en la que publica en el n° 4, del 23 de enero de 1918; en el n° 7, del 13 de febrero de 1919 y en el n° 17, del 24 de abril de 1918. También aparece una colaboración suya en el n° 6, del 15 de agosto de 1920 de la revista El cóndor, pero en rigor se trata de un texto ya publicado anteriormente.

Esta “prehistoria literaria” comprende, pues, tres textos: El rancho solitario; El camino blanco y El labrador, firmados por “Juan Draghi” (no había incorporado aún a su firma el apellido materno). Cabría preguntarse entonces qué importancia reviste esta producción primeriza, en relación con su obra posterior, que lo ha erigido en una de las figuras señeras de la cultura mendocina del siglo XX.

Por mi parte, los considero valiosos porque contienen algo así como un cañamazo intelectual sobre los que autor erigirá su pensamiento posterior y nos permiten atisbar un joven reflexivo (contaba por entonces 23 años) que se pregunta sobre cuestiones tales como la vida o el paso del tiempo, pero encarna sus cuestionamientos en una realidad próxima y cercana: un ámbito rural que conoce muy bien, y una literatura -la gauchesca- que lo ha nutrido: recordemos que en 1933 Draghi presentó al Concurso Literario Municipal su Juan sin sosiego (ensayo de literatura huaso-gauchesca), que aún permanece inédito.

Ante todo, el ámbito que propicia la meditación del escritor no le es de ningún modo desconocido; en efecto, son repetidas las anécdotas de una niñez acostumbrada a dormir al raso, bajo la noche llanista, junto al fogón de los relatos campesinos; allí descubrió –desde entonces y para siempre– el misterio de la religación del hombre con la tierra, base de toda su obra posterior, que tiene en el folclore y en el conocimiento del pasado su más firme basamento.

No hay duda de que Juan Draghi Lucero concebía su oficio de artista como un ejercicio de la memoria, pero también como una vía de conocimiento: conocimiento de una realidad que reúne en sí tanto lo empíricamente constatable como lo mágico. Conocimiento y memoria que dan de sí un legado invalorable para todos.

No resulta difícil identificar su persona en el protagonista de El rancho solitario: ese “viajero algo filósofo y poeta […] hombre de frente despejada, de rostro sereno y pensativo”, que busca la soledad el campo para hilvanar sus reflexiones. La contemplación de la “tapera” aludida en el título motiva la meditación sobre el paso del tiempo y su inevitable consecuencia: la desaparición de la cultura tradicional, representada por el gaucho; una vida que evoca a través de varios elementos.

El contemplador filósofo parece recibir una respuesta positiva a sus cuestionamientos, en tanto un grillo afirma que “La Vida nace de la muerte. La Luz, para alumbrar, devora […] La vida es un enorme taller de arte donde un artista, el misterio, construye su obra más hermosa: la muerte”. Sin embargo, subsisten las dudas, como las del Draghi de la obra posterior (cf. por ejemplo sus Cuentos mendocinos), que deplora la transformación que el progreso introduce: “Este renovado aluvión inmigratorio que se vuelca en Cuyo desde 1885 trastrueca la antigua y sosegada vida criolla... Los gringos ansiosos tiran al suelo la Mendoza antigua y levantan una nueva agringada y desabrida, pero rica y potente” (dirá en el prólogo a su Cancionero popular cuyano).

De todos modos, la existencia del hombre sobre la tierra es concebida dinámicamente, como un viaje, ejemplificado en primer lugar por ese desplazarse hacia las afueras, cruzando “el arrabal” y avanzando “por uno de esos caminos de la campiña que simulan senderos inmortales”. El significado metafísico, espiritual, simbólico, se hace evidente en El camino blanco: “Ahí, donde estaba, nada sabía del presente ni del pasado, solo veía un camino blanco, largo, muy largo, para el futuro”.

Imposible no recordar aquí a los mocitos “rodadores de tierras” que protagonizan sus mejores cuentos, los de las “mil y una noches”; también ellos salen a la aventura, a veces sin tener un rumbo definido. Pero la vida es tanto la pregunta como la respuesta, parece decirnos este escritor que de algún modo parece preguntarse aún cuál será su destino en la vida: “¿Qué es la Vida? Preguntó al Infinito con voz atronadora”.

La respuesta que adivina el caminante, en cierto modo enigmática y precaria, vale sin embargo como la premonición de un rumbo, incierto, volátil: “Nadie le contestó. Y vio a lo lejos la brizna de paja que el viento llevaba como revoloteando”.

Finalmente, el texto titulado El labrador constituye una auténtica profesión de fe de quien –aun no pudiendo sumarse a la labor agrícola ni elevarle un monumento con su canto, “para grabarlo en bronce”– cree en la continuidad creadora, y afirma: “Puesto que el mundo vive una horrible pesadilla, soñemos también nosotros, pero alumbremos con una antorcha la noche de la miseria”. Y el poeta (con una clara impronta modernista, según la estética aún vigente) se erige en el cisne que “en el lago misterioso […] le canta con voces tan sublimes que Epicteto […] llora de encanto”.

Un Draghi, entonces, muy lejano quizá, desde el decir, al de la obra posterior, pero que pone de manifiesto ya algunas de las que serán las constantes de su obra posterior, sobre todo la insobornable confianza en el poder del arte como memoria, como inmortalizador de realidades en trance de desaparición.

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