La vez del sueño inconveniente

El cansancio acumulado de las jornadas de estudio y el fin del estrés del examen provocaron una situación imposible e inconveniente, que me quedase dormida en una butaca de teatro con la música a un volumen inaguantable

La vez del sueño inconveniente
El regreso de Los Brujos será lo más fuerte del Festival Ciudad Emergente

Una de las estaciones universalmente preferidas, la primavera, es una maraña de estímulos, una explosión para las sensaciones: aire tibio y ropa liviana que acarician la piel, perfumes que abarcan sus tardes. Amaneceres plácidos, de despertares iluminados con pájaros como banda sonora del día, una invitación más amable para saltar de la cama que el despertador. La luz cobriza de las tardes estimula, invita, ofrece. Es sinónimo de música, océanos inabarcables de melodías en forma de Spotify, con auriculares enredados o inalámbricos. La textura de los recitales es primavera en estado puro, baterías, bajos, guitarras a volúmenes demenciales.

Las primaveras huelen distinto. La temperatura templada desparrama los perfumes; el corporal, que invita a abrazos cercanos, y el de las flores en su mejor momento. Para mí esta estación es equivalente a los azahares de mi limonero en el jardín, a la tinta de libros, a papel nuevo; porque es cuando en Mendoza autores, lectores y vendedores coinciden en esa gran fiesta literaria que es la Feria del Libro. Sin embargo, hubo un tiempo que coincidió con la edad de la vitalidad extrema, de la alegría infinita, del enamoramiento permanente, en el que el aroma predominante en mis tardes era el de las aulas universitarias en los noventa: tabaco concentrado.

Hoy mis primaveras priorizan la tranquilidad de la lectura, una conversación con copa de vino tinto, o un café con una nubecita de leche y la apacible compañía musical de Ella Fitzgerald, Diana Krall, Zoe Gotusso. En la era de las turbulencias juveniles, cuando cursábamos la carrera de Comunicación Social, le arrancábamos tiempo de estudio a las materias, para invertirlo en intereses no menos importantes: recitales y películas. Dos mundos en los que preferíamos vivir por un rato; la felicidad.

El estudio representaba nuestra responsabilidad principal. Los días comenzaban temprano, con los libros y apuntes que había que leer. Las pausas en las jornadas de estudio eran concienzudamente cronometrados para ganar esas horas que necesitábamos para ver ese film que queríamos o porque esa noche había un concierto que no estábamos dispuestos a resignar.

Uno de los mejores recitales de esos inicios de la vida universitaria ubican en mi memoria a Fabi Cantilo y Pipo Cipollati en un escenario del boliche Al Diablo, en la ruta Panamericana de Chacras de Coria. Fue un show inolvidable de Los Twist, una gira de su disco Cataratas Musicales, en el que bailamos en vivo de dos de los himnos de todos los tiempos El estudiante y Ricardo Rubén.

Reconozco que, si tuviese que elegir uno, y sólo uno de todos los que viví no tengo ninguna duda sobre cuál debe ser la decisión. El mejor recital de un día de la primavera, el que jamás voy a olvidar, comenzó a congregar gente desde temprano, y en esa hora mágica de la luz rojiza, en la que la realidad se transforma en amable, ya no cabía un alma. Fue en la plaza más emblemática de la Ciudad de Mendoza; la Independencia, donde quedamos en encontrarnos con un grupo de amigos interfacultades. La mejor elección para celebrar nuestra condición de estudiantes, o que éramos jóvenes y estábamos felices.

El olor a pasto recién cortado y un poco pisoteado se mezclaba con humo de tabaco y otras hierbas; con hormonas, con juventud a prueba de siglos de prudencia y moderación. Sobre la fuente de agua de la Plaza se emplazaba un escenario imponente para un show mítico. Era el lunes 21 de septiembre de 1992, cuando el gran Fito Páez presentó el disco que luego se convirtió en uno de los más escuchados de la historia del rock argentino, El amor después del amor. Lo acompañó Claudia Puyó en los coros y, entre ellos y la banda de música, lograron que toda la concurrencia entrara en trance durante más de dos horas.

Fue una noche perfecta, en la que la temperatura estaba incomparablemente tibia, y venció al estigma de las primaveras frías en Mendoza que arruinaron picnics y festejos durante años. Todavía siento en mi memoria muscular y emocional la sensación de bienestar de ese recital que me acompañó durante meses. Seguramente fue la compañía -en aquel grupo estaba el chico del que estaba enamorada y que todavía no era mi novio-, o tal vez la impresionante cantidad de referencias cinéfilas que tiene ese disco que todavía escucho con mucho placer.

Poco tiempo después -cuando mi novio insistió con un festejo post examen- volví a un recital. Esta vez fue en un teatro, el Plaza, de Godoy Cruz. Había sido un día largo, terminábamos de rendir un final de la asignatura Política Comunicacional Argentina. Habíamos aprobado, llegó el momento del relax y él no titubeó. Yo confiaba en sus amplios conocimientos musicales y cinematográficos, y siempre me dejaba guiar ciegamente. Su elección fue una banda de rock alternativo nueva que lo tenía embelesado -Los Brujos- y que presentaba su disco esa misma noche: Fin de semana salvaje. Cuando escuché esos dos nombres reconozco que debí sospechar, pero estaba muy enamorada e inundada de endorfinas, acababa de aprobar otra materia en la UNCuyo.

De entrada, noté que no se trataba del tipo de fans que acostumbraba a encontrar en los recitales, pero no hubo ningún indicio alarmante. El concierto comenzó más tarde de lo esperado, como es costumbre en esas circunstancias, y desde los primeros acordes noté que no era el estilo musical que habitualmente escuchaba; sin dudas no hubiese sido mi primera elección para la compra de un compact disc, pero todo iba bien. Mientras se sucedían los temas parte del público se levantó de sus asientos y se dirigió al pie del escenario; es que no aguantaban las ganas de bailar y poguear (incluye chocarse entre sí como señal inconfundible de felicidad). Nosotros dos preferimos permanecer sentados, por prudencia. Casi al final del recital me desperté sobresaltada. El cansancio acumulado de las jornadas de estudio y el fin del estrés del examen provocaron una situación imposible e inconveniente, que me quedase dormida en una butaca de teatro con la música a un volumen inaguantable. En ese momento sonaba la canción más esperada, el hit del disco: “Cinco dinastías rechazaste. Qué malo que sos, Kanishka. Sos el rey más importante. Tu mirada penetrante. Y tu aliento a caballo podrido”. Acompañaban la melodía los asientos de las butacas que pasaban volando por encima y alrededor nuestro: la forma extrema de la felicidad de los fans.

Esa nublazón de los sentidos que provoca el enamoramiento era, en aquella época de mi vida, literal.

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