La travesía

En Mendoza permanecía también su amor, un novio que sus padres -mis bisabuelos- consideraban inconveniente para ella. Fue entonces que aplicaron la fórmula de esa época para solucionar estos casos. Un viaje con fecha de partida, pero sin día certero de regreso.

La travesía
Las marcas de un barco en el agua.

Los remolinos de uno de los mares más extensos de la tierra la hipnotizaban; no podía dejar de ver el oleaje azul profundo del Atlántico. Paradójicamente la furia, el rugir del Océano combinaban con su estado de ánimo y le proporcionaban unos minutos de calma que no había sentido en semanas.

La brisa salada le humedecía la cara y su mirada se perdía a lo lejos, desde la baranda de la cubierta del trasatlántico que la llevaba a Europa con su familia. Sufría en silencio el desgarro de una separación forzada; las lágrimas involuntarias recorrían sus mejillas y eso la enojaba más todavía. Desde que su papá le había comunicado que se irían a vivir a París por un tiempo indeterminado experimentaba una cólera que no se podía sacudir de encima. Llevaban cinco días en altamar con sus padres y su hermano más chico -de catorce años- debía llegar a un colegio francés y adaptarse a una cultura diferente, nuevos amigos, otro idioma.

En Argentina quedaba otro de sus hermanos, un joven que debía comenzar a estudiar medicina en Buenos Aires. Uno que muchos años más tarde, casi por casualidad de visita en Mendoza, en una kermés de la Plaza de Chacras, conocería a una profesora de piano que cambiaría su destino errante. Al poco tiempo juntos fundarían esa gran familia de nueve hijos y veinte nietos: mi Tribu.

En Mendoza permanecía también su amor, un novio que sus padres -mis bisabuelos- consideraban inconveniente para ella. Fue entonces que aplicaron la fórmula de esa época para solucionar estos casos. Un viaje con fecha de partida, pero sin día certero de regreso. Eran años en los que no existía la instantaneidad de las comunicaciones on line y la distancia imponía una lejanía inabarcable, con demoras de meses para recibir una carta.

Los últimos rayos de sol se perdían en el horizonte junto a la estela que dejaba el barco. Su hermano menor apareció en cubierta, justo cuando las primeras notas de la orquesta se sentían en el comedor de la primera clase. La buscaba para avisarle que debían unirse a sus padres en la cena. Decidió recomponerse y se secó las lágrimas en un gesto disimulado para no preocuparlo. Eran compañeros en esta desventurada mudanza de continente; una travesía que por el momento representaba cruzar esa gigantesca masa marina -miles de kilómetros cuadrados- en un buque de casi doscientos metros de largo y veinte de altura. Para él resultaba muy traumático tener que ir a la escuela en otro idioma. A los catorce años abandonaba todo lo conocido, los libros que amaba, sus amigos, la finca donde vivían.

Para cuando llegaron a París los dos hermanos estaban más unidos que nunca. Se habían transformado en experimentados avistadores de delfines; tanto, que reconocían individualidades en las manadas que se cruzaban con ellos. Podían predecir posibles tormentas y su duración aproximada, reconocían indicios en las nubes, en los movimientos de esa superficie infinita de agua salada, en el olor y la densidad del aire sobre la cara. Pero, sobre todo, al final del viaje eran eximios jugadores de canasta, el juego de naipes favorito de su madre, a quien vencieron varias veces a lo largo del mes que duró la travesía marítima.

La furia inicial que tenía al partir se había atenuado cuando desembarcaron en Europa. Para cuando llegaron a Francia el enojo había dado paso a una melancolía que ella se ocupó de enmascarar; la disfrazó de desinterés, desapego y lejanía para protegerse de desencantos.

Transcurrirían casi dos años antes de regresar a la Argentina donde se reencontrarían con el hermano que tiempo después sería mi abuelo. Un muchacho en sus incipientes veinte años que había resuelto postergar el inicio de sus estudios para ser médico en favor de otras actividades más placenteras -que le costarían un grave enojo de su padre y otra distancia insalvable, que deberá ser tema de otro relato-.

De vuelta en Mendoza fue una joven tan famosa por su belleza física, su altura imponente, sus facciones simétricas y perfectas, como por su carácter esquivo, distante. Vivió alejada de la vida social que se esperaba de ella por el azar de haber nacido en una familia tradicional.

Jamás llegó a perdonar del todo a su padre, un reconocido jurista que integró el primer directorio del Colegio de Abogados de Mendoza como vicepresidente, y más adelante se desempeñó como ministro de la Suprema Corte de Justicia. No consiguió tener con él una relación cercana y afectuosa, pero fueron capaces de convivir pacíficamente en su finca “La Puntilla”, que en aquellos tiempos abarcaba lo que hoy se denomina Huerto del Sol. Nunca se casó y nadie supo que tuviese algún amor. Vivió sola en Buenos Aires y cuando visitaba a su madre -ya viuda- en Mendoza no propiciaba encuentros con el resto de la familia: se sentía una extraña entre sus trece sobrinos y sus cuñadas.

La madre de mi abuelo conservó la costumbre de jugar cartas y transmitió el amor por la canasta a sus nietas mujeres. La alegría era uno de los rasgos preponderante de su personalidad. Su nariz respingada y una sonrisa franca eran atributos que sobresalían en las facciones redondeadas de su rostro. Se caracterizó por ser una abuela compinche, de esas que enseñaba a sus nietos a decir malas palabras y les prestaba un arsenal de sus accesorios, joyas y sombreros, para que jugaran a disfrazarse. Aficionada a los dulces -en particular a los caramelos de dulce de leche-, visitaba con frecuencia la Confitería Colón en paseos que ofrecía a los descendientes menores de su familia. Con su única hija mujer no pudo sostener una relación de confianza y cercanía. Entre ellas existía una distancia educada e insalvable.

Antes de esa separación forzada y la travesía europea aquel novio de la adolescencia le entregó un anillo de oro blanco. Era una cinta fina con unas líneas curvas casi imperceptibles. Lo usó siempre, también lo tenía puesto el día en que sus sobrinas debieron vestirla para su despedida final, justo antes del velorio.

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