Es particularmente notable que Sergiu Celibidache (1912-1996), uno de los más importantes directores de orquesta del siglo XX y uno de los acérrimos enemigos de las grabaciones discográficas, sea el mayor responsable de que uno de los discos más excepcionales jamás editados lleve su nombre en la portada.
El conductor rumano se granjeó una fama particular a fuerza de interpretaciones magistrales del repertorio que elegía, el cual debía ser el que lo conmoviera o lo desafiara a una labor de estudio de la partitura como la que él solía acometer. Celibidache, quien fue titular de la Filarmónica de Berlín, pudo haber sido una estrella de la batuta, acaso como lo fue Karajan. Pero no lo fue, o en tal caso, lo fue de otro modo. Era más bien un filósofo de la dirección orquestal, ya que sus intereses intelectuales iban más allá de la mera práctica interpretativa. Interesado e influido por el budismo zen, no lo estaba menos por la fenomenología de Husserl, que él aplicó de manera sui generis a su arte.
La exposición de la “fenomenología musical” de Celibidache es una empresa que excede las posibilidades de este texto. Baste apuntar que, para el músico rumano, la experiencia de la música va más allá de los sonidos como una realidad física, ya que también involucran una realidad psicológica, aunque también objetiva, del que los escucha. A la vez, en cuanto al “ser” de su arte, “desde la ontología celebidachiana, la música se desarrolla en el tiempo y el tiempo es irrepetible”, como expone en una fórmula breve Vicente Chuliá,
Estas particularidades intelectuales explican por qué Celibidache se negó por mucho tiempo a grabar discos, ya que en una grabación se pierde el resto de experiencias que jugaron en una interpretación: la acústica de la sala, la distancia hasta la orquesta, entre ellas. Como explica el hijo del director, Serge Ioan, “cuando sólo se puede escuchar un porcentaje de lo que había en la sala, el tempo del CD siempre parece demasiado lento. Esto es aún más inquietante para alguien como mi padre, que siempre intentaba escuchar todos los sonidos y sus epifenómenos que tienen lugar dentro de una acústica determinada”.
Cuando murió el director, quedó en sus herederos la responsabilidad de publicar grabaciones de sus conciertos. Por suerte para los que no pudimos tener la posibilidad de escuchar en vivo a Celibidache, la decisión fue editarlas.
Así fue que gran parte del tesoro de numerosas actuaciones de Celibidache con la Orquesta Filarmónica de Múnich, organismo que condujo desde 1979 hasta su muerte, salió a fines de los 90 por el sello EMI. En esa colección notable resaltaba con brillo propio la serie de grabaciones obras de Anton Bruckner (1824-1896), compositor con el que el rumano sentía una conexión especial.
El abordaje de Celibidache sobre Bruckner en esta serie de sinfonías grabadas en los años 90 es único. Las señas más evidentes son la morosidad de los tempos, el casi imposible manejo de las tensiones, la perfección de la batuta, la abrumadora excelencia de esa orquesta y la manera personalísima de interpretar a un compositor tan “espiritual” como el austríaco, llevando esa “espiritualidad” (podemos traducir: emotividad, introspección) a niveles nunca oídos.
Esas grabaciones de Bruckner incluyen de la tercera a la novena sinfonía, más el Te Deum y la Misa en Fa menor, en una caja de 12 CD que también se presentaban individualmente. De todo ese portento que merecería estar en cualquier discoteca sobresale por razones obvias el registro de septiembre de 1993 de la Sinfonía N°8. Y es que no podía ser de otro modo, ya que si a las sinfonías de Bruckner se las suele denominar “catedrales sonoras”, esta sería la Basílica de San Pedro en tal paisaje de edificios musicales.
Celibidache toma la versión reconstruida por Nowak de la Octava de Bruckner de 1890 y consigue presentar los dos primeros movimientos más breves con una tensión pocas veces oída. Pero son los dos largos movimientos finales los que constituyen la excepcionalidad de esta grabación, ya que Celibidache parece reescribirlos con su orquesta. Con el Adagio, tal vez el pináculo de esta catedral sinfónica, estamos ante el más extenso de los que se conocen (35 minutos, casi 10 más que la duración promedio en otras grabaciones), y en esa amplitud hay drama, pasión, histeria, recogimiento: sentimientos subjetivos que parecen objetivarse en la caligrafía sonora de Celibidache. No menos conmovedor es el movimiento final, que abruma por su potencia y su sonoridad.
Es probable que aquel que quiera escuchar por primera vez la Sinfonía N° 8 de Bruckner no tenga en esta su más apropiada puerta de ingreso. Y es que Celibidache desafía al oyente, incluso desde la “miseria” de la grabación (no porque no sea magnífico el sonido, sino porque así parece que es ante lo que debió ser presenciar esta interpretación en vivo). Pero sin dudas es este, acaso, el registro más emocionante de la obra.
El diseño de los discos acompaña de manera notable la experiencia auditiva. En este caso, la foto en blanco y negro de Z. Thoma muestra unas rocas posadas sobre un jardín japonés. En esa quietud a la vez espectral y sólida, leve y maciza, parece cifrarse el significado de este disco: es una experiencia única en la que Bruckner, la orquesta de Múnich y Celibidache se asientan para siempre en nuestro ánimo, con el poder rocoso de la música y con su floreciente, desoladora belleza.