Conseguí permiso para usar mi remera del pájaro loco, nada podía salir mal. Mi madre prefería ropa más clásica, lisa y con colores más neutros. Pero esta era mi favorita, tenía la cara de “Loquillo” en el frente, con su legendaria cresta de fuego y sus ojos desorbitados. Si hasta me parecía escuchar su inconfundible risa cada vez que la vestía. El invierno estaba en franca retirada y era el momento en el que yo insistía para abandonar las poleras con cuello alto y esos cierres que se me enredaban en los rulos.
Después de almuerzo llegaban las dos horas de silencio extremo en las que debíamos agudizar la imaginación para aniquilar el aburrimiento. Con mi hermano nos miramos y decidimos que ese día no perderíamos la batalla. Escaparíamos en búsqueda de aventuras, y para eso necesitábamos cómplices. Él se escabulló por la puerta de la cocina para conseguir que nuestros primos -que vivían en el departamento de adelante- se nos unieran. Llevó dos playmobil en sus bolsillos -porque nunca salía sin ellos-. En sus jeans siempre aparecían los accesorios de sus muñequitos preferidos; pañuelos de cuello, espaditas, revólveres: siempre estaba preparado para cualquier contingencia.
Un recorrido perfecto para la siesta eran visitas a las plazas Independencia, Chile o Italia, que estaban a muy pocos metros de la casa en la que vivíamos. Pero llegar hasta ellas era una transgresión explícita a las reglas del mundo adulto. La rebelión contra las fronteras infranqueables que trazaban nuestros padres: el cruce de cualquier calle. Elegíamos la plaza en función de sus atractivos: de una nos gustaban más los columpios, de otra una fuente llena de monedas que codiciábamos para coleccionar, o para comprar figuritas y golosinas.
La Independencia era la principal, por las aventuras que prometía y los peligros que encerraba. Era extensa, llena de senderos misteriosos, recovecos desconocidos, tenía un teatro y un museo de ciencias naturales -que adorábamos y que también nos asustaba-, una fuente colosal y decenas de árboles.
Los cuatro mosqueteros: mis dos primos, mi hermano y yo, nos lanzamos a la vereda y a escondidas cruzamos todas las calles que no debíamos. Habíamos visitado ya las plazas Italia y Chile, sin encontrar la emoción que buscábamos. Además no tenían baldosas lisas y con juntas finitas, que preferíamos para deslizarnos con nuestros patines Leccese de ruedas naranja.
En los bolsillos llevábamos los básicos; algunas chapitas de Crush aplastadas por el tren en las vías de la esquina de Soppelsa, que usábamos como mini frisbees, como si fuesen figuritas para hacer puntería contra alguna pared. Algunas pocas bolitas de vidrio, de las transparentes que atrapaban dos colores en su centro, y alguna que otra de acero, nuestras preferidas por su peso y velocidad para rodar.
Como en una búsqueda del tesoro a ciegas, tratábamos de encontrar algo que desconocíamos. No había pistas, pero una cosa era segura: no nos estábamos divirtiendo. Sentíamos que el aburrimiento nos inundaba y estábamos a punto de ahogarnos. Habíamos intentado los clásicos, pero nada parecía funcionar. Nos dirigimos a la Plaza Mayor, la de las aventuras por descubrir.
De repente, detrás de unos arbustos, como a treinta metros de donde estábamos, divisamos a unos vecinos que vivían a la vuelta de casa, justo al lado del Hotel Crillón. Tenían algo semioculto que intentaban cubrir con ramas y que parecía un tesoro. Les teníamos un poco de miedo porque eran más grandes, y siempre en Carnaval ganaban todas las batallas del agua. Nos mojaban con fuentones, baldes y cuanto recipiente estuviese a su alcance, mientras nosotros intentábamos contraatacar con menos fuerza, velocidad y efectividad.
Enviamos, pues, un espía: mi hermano. Un rubiecito bajito que parecía inofensivo, aunque ya exhibía la voluntad de acero incorruptible y el coraje que lo caracterizan hoy. Tenía cuatro años y era un atleta, practicaba gimnasia deportiva dos veces por semana, era elástico y muy veloz. Se acercó sigiloso, fingiendo distracción - llevaba instrucciones de contestar que se había perdido si lo interrogaban-. Recorrió los metros de vuelta como si lo persiguiese un cheetah por la planicie africana, y llegó pálido donde lo esperábamos escondidos; las escaleras del teatro Quintanilla. -Tienen un fuentón rebalsado de bombitas, explicó con su vocecita entrecortada, intentando recuperar el ritmo normal de respiración.
Cómo era posible que tuviesen ese tesoro en septiembre, cuando faltaban meses para que los quioscos tuviesen disponibles las bolsitas de bombuchas. A los treinta y cinco segundos se apersonó una delegación de embajadores enemigos que se sabían descubiertos y venían a proponer un trato. Una competencia al estilo olimpíadas con carrera de patines, -pero hacia atrás-; una disputa con bolitas que requería una puntería afinada, y el tradicional calientamanos.
Acordamos las reglas: los perdedores no podrían correr, no se resistirían al ataque acuático y fijamos la distancia de separación entre ganadores y perdedores. Basta decir que salimos dos a uno. Perdí la carrera de patines y en una muestra de valentía, el mayor de mis primos varones decidió que sólo él podría soportar los robustos cachetazos que recibirían sus manos de no moverlas a tiempo. Y así fue, los rivales fueron más veloces. Pero pudimos conservar los aceritos -que para mi hermano y mis primos valían más que una bolsa de diamantes-.
A continuación nos formamos en línea para recibir el castigo y cuando comenzó la lluvia de agua nos dimos vuelta. Nuestras espaldas recibieron la mayor parte de esa inundación.
Un instante más tarde, la suavidad del algodón de las toallas y el fuego de la salamandra de la casa de mi abuela, fueron el mejor refugio para los vencidos. Nos secó en secreto y nos preparó una leche con tostadas y su inigualable jalea de membrillo. De repente, el sillón de tres cuerpos de la salita del televisor, un libro y unas revistas de historietas se convirtieron en el paraíso y el final perfecto para esa tarde de aventuras.