La jaula del orangután

En centésimas de segundos sacó su brazo por la tela metálica que lo separaba del exterior de la jaula y aferró la mano del niño de ojos tiernos. Le quitó el palo e inmediatamente lo empezó a golpear.

La jaula del orangután
ORANGUTÁN. En diciembre de 2015 (AP/Joshua Paul/Archivo).

Para mí el amor tiene una naturaleza caótica. Creo que dos personas se enamoran por azar, por razones inexplicables que no tienen que ver con esas listas mentales que construimos para definir las características que debería tener nuestra pareja ideal: la que nos completaría y de la que nos enamoraríamos irremediablemente. No pienso que haya almas gemelas destinadas a encontrarse, sino personas que un día coinciden. Pero puedo estar equivocada.

Reflexionaba sobre esto mientras me preguntaba cómo sucede en la naturaleza, donde pensé que era evidente el azar en la búsqueda de la reproducción de la especie. Mientras me daba la razón complacida, encontré publicaciones que demuestran que en el reino animal hay excepciones que prueban mi error. Los pingüinos pasan toda la vida juntos y luchan en pareja por la supervivencia de sus huevos y sus crías. Las orcas también me contradicen; junto a los caballitos de mar, los cisnes, las nutrias, o los lobos grises, por enumerar sólo algunos.

De niña tenía una especial predilección por los animales. Eran uno de mis temas de conversación favoritos. Buscaba por todos lados información, dibujos o fotos que me acercaran a la vida salvaje. En esa búsqueda, el Tesoro de la Juventud, una enciclopedia coleccionable de veinte tomos, ejercía una atracción poderosísima sobre mí. Esos libros tenían una ubicación privilegiada en el departamento de mi abuela paterna, donde lo primero que hacía al llegar era tirarme al piso a leerlos. Desde entonces mantengo esa fascinación inexplicable que me provocan los animales, y muy especialmente los tiburones.

Mi padre, que conocía esa predilección, me invitaba regularmente a pasear al Zoológico de Mendoza. Era una época en la que ni se nos ocurría pensar que lo correcto era que los animales viviesen en su hábitat natural.

Del Zoológico no apreciaba, como haría ahora, sus árboles majestuosos y lo que representaba ese recorrido increíble para caminar en contacto con una asombrosa variedad de especies vegetales y animales. Los rayos de luz que se filtraban entre el verdor de las ramas, el perfume a eucaliptos, a tierra húmeda. Me encantaba comer maní y aterrizar un buen rato en los juegos infantiles; en particular en los toboganes —que eran altísimos— y unos barcos colgantes en los que nos podíamos columpiar.

Una mañana de domingo papá decidió darle un descanso a nuestra madre, nos cargó a mi hermano y a mí en el auto, y se dirigió al Zoológico. Me anticipó que no podríamos quedarnos mucho tiempo porque mi hermano pequeño —cinco años menor que yo— se cansaba de caminar tanto y teníamos que llegar a tiempo para el almuerzo. Mientras observábamos a los elefantes, y sentíamos el suave aletear de plumas de los pavos reales que caminaban a nuestro lado en el recorrido, mi socio de desventuras en las siestas le pidió a nuestro padre ir al baño. Empezamos a caminar, pero yo era incapaz de imprimirle a mis pasos la velocidad adecuada para la urgencia del momento, y papá decidió cortar por lo sano. Me dejó frente a la jaula del orangután, me dio un paquete entero de maní para mí sola, y me hizo jurar que no me movería de ahí hasta que ellos dos volviesen del baño.

El dueño de la jaula era uno de los simios más grandes que existen, tenía el pelo largo rojizo, y estaba pelando una naranja mientras miraba de reojo lo que ocurría a su alrededor. A pocos metros míos divisé a un niño de mi edad, bajito, de ojos enormes, oscuros y brillantes, enmarcados en unas generosas pestañas. Mientras se acercaba más de lo recomendable a uno de los extremos de esa jaula —que debería haber estado inaccesible al público— mostraba una sonrisa como la del personaje del paquete de Sugus, con dientes blancos y parejos. En su mano izquierda llevaba un palito tipo bastón de explorador; claro que también podía ser una espada o una lanza —de acuerdo a lo que requiriesen las circunstancias—.

Se acercó de más, para mirar a un pequeño chimpancé que compartía espacio con el orangután, aunque estaban en extremos opuestos de la jaula. El monito, de menos de un metro de estatura, jugaba con cáscaras vacías de maníes que tenía alrededor cuando descubrió que tenía compañía. En centésimas de segundos sacó su brazo por la tela metálica que lo separaba del exterior de la jaula y aferró la mano del niño de ojos tiernos. Le quitó el palo e inmediatamente lo empezó a golpear mientras lo sujetaba para que no escapara, con habilidad y fuerza sorprendentes.

Yo estaba a punto de salir corriendo a pedir ayuda cuando, de la nada, un cuidador entró a la jaula a la carrera y liberó al nene de su verdugo peludo. Al rato llegó un señor con un plano enrollado bajo el brazo: era su padre, un arquitecto que en aquella época trabajaba en unas reformas para el Zoológico, y se alejaron juntos, ya sin el palo-espada-lanza-bastón.

No salía de mi asombro, ni había alcanzado a comer un solo maní, cuando regresaron mi padre y mi hermano. Sonreían y cantaban juntos Busca lo más vital, una de nuestras canciones favoritas del vinilo del Libro de la Selva de Disney, que escuchábamos en un eterno sinfín en el Wincofón de papá. Me sumé a los coros y nos dirigimos a los juegos para una breve columpiada previa al almuerzo.

Varios años después, en la Facultad, mi compañero de estudios —el chico que me gustaba—, relató cómo un cuidador del Zoológico de Mendoza lo tuvo que salvar de la paliza de un chimpancé que estaba en la jaula del orangután.

Más adelante, hablando de nuestros grupos de amigos, le conté cuando, con esa banda de compinches de los quince años, organizamos una fiesta en la casa de veraneo que mis abuelos tenían en la calle Italia de Chacras de Coria. Circularon una incontable cantidad de amigos de amigos, y conocidos. “Yo estuve en esa fiesta”, me dijo sorprendido. No habíamos bailado juntos, no recordábamos ni siquiera habernos visto.

La tercera vez que nuestros caminos se cruzaron en la UNCuyo fue la definitiva.

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