La Catedral, de Samuel Sánchez de Bustamante (parte 9)

En su recorrido por esta novela escrita por el autor que vivió en Mendoza, la autora habla del simbolismo del grifo, muy utilizado para representar el desdoblamiento de la naturaleza.

La Catedral, de Samuel Sánchez de Bustamante (parte 9)
El grifo, presente en el simbolismo de la novela.

Dice Fulcanelli en El misterio de las catedrales (1974): ”Este pueblo de quimeras erizadas, de juglares, […] de mascarones y de gárgolas amenazadoras –dragones, vampiros y tarascas–, es el guardián secular del patrimonio ancestral” (p.58).

En el texto citado, y que alude a la obra alquímica, se hace referencia a un proceso de purificación, experimentado por los materiales, pero que también podríamos hacer extensivo al ser humano que trabaja esos materiales. Ahora bien, la idea sustentada entre otros por Fulcanelli es que las catedrales medievales, a través de todos y cada uno de los detalles de su ornamentación, dan cuenta de ese proceso alquímico.

De hecho, El misterio de las catedrales consiste en la descripción y explicación de esas figuras (bajorrelieves, vitrales, etc.), que Fulcanelli llama “jeroglíficos”, como transmisión de una sabiduría que debe, empero, permanecer secreta para el profano, para el no iniciado. De allí la reticencia que el mismo tratadista exhibe en numerosos pasajes, cuando se exime de dar las claves para una completa revelación de los arcanos. En la novela de Samuel Sánchez de Bustamante, La Catedral (1980), se encuentra expresamente formulado el mismo mandato de silencio, que sobrevuela permanentemente la obra de Fulcanelli.

El protagonista es comisionado por su padre para entregar un sobre en París; todas las circunstancias de esta visita son extraordinarias y constituyen una secuencia inolvidable de la novela. La antigua mansión a la que debe concurrir está plena de simbolismos: “Sobre la puerta había esculpido un grifo […] Subimos escaleras de piedra, escalones de piedra desparejos y sucios. Y, por una puerta con tableros tallados con salamandras, ingresamos a un amplio y altísimo salón, ámbito laberíntico de elevadas y estrechas ventanas en forma de arcos flamígeros. […]” (84).

En la emblemática medieval, el grifo fue muy utilizado para representar el desdoblamiento de la naturaleza, en tanto representa la unión del cielo (águila) y la tierra (león) que equivale a la representación de dos naturalezas diferentes: la naturaleza divina y la naturaleza humana. Es la unidad de la fuerza y la sabiduría y se inscribe dentro de la simbología que representan las fuerzas de salvación. En tiempos medievales la Iglesia utilizó la doble naturaleza del grifo para explicar la doble naturaleza de Cristo, la divina y la humana. En cuanto a la salamandra, está vinculado a la idea de transformación; es una criatura de lo oculto y tiene fuerte conexión con todos los aspectos de la magia elemental y la capacidad de trabajar con múltiples elementos en una forma de metamorfosis elemental.

Advertimos claramente cómo estos elementos decorativos aluden claramente a la idea de trasmutación, clave en el proceso alquímico. Pero quizás lo más significativo sea la indicación del protagonista: “En un paño de la pared, cerca del cielo raso artesonado con nervaduras, alcancé a leer DE.MA.JOIE. DIRE, FAIRE, TAIRE” (p. 85).

Esta leyenda recuerda la máxima colocada en la fachada de su residencia, situada en Bourges, por Jacques Coeur, un curioso personaje de quien se decía que había hallado la piedra filosofal; André Thevet, por ejemplo, en La cosmographie universelle (Paris, 1575) (cf. https://nephtys.pagesperso-orange.fr/jacques-coeur-bourges-alchimie-13.htm).

Fulcanelli, en el libro ya citado, afirma: “Jacques Coeur tenía la reputación de un Adepto probado. David de Planis-Campy lo cita, de hecho, como poseedor del ‘precioso don de la piedra blanca’, en otras palabras, de la transmutación de los metales comunes en plata. De ahí, quizás, su título de tesorero”.

Con respecto a la piedra filosofal, se la define como “el Árbol de la vida, Elíxir o Piedra filosofal, obra maestra de la Naturaleza ayudada por el trabajo humano, pura y rica joya de la alquimia. Síntesis metálica absoluta, asegura al feliz poseedor de este tesoro el triple gaje del saber, de la fortuna y de la salud. Es el cuerno de la abundancia, fuente inagotable de las dichas materiales de nuestro mundo terrestre”. Fue el norte de las búsquedas de los alquimistas durante siglos.

Esa tarea, según el texto de Thevet, le llevó a Coeur aproximadamente veinte años y le trajo aparejada riqueza y honores. Se hace referencia así a su vertiginoso ascenso social, que lo llevó a ocupar cargos importantes en la corte de Carlos VII; se decía, incluso, que su fortuna eclipsaba a del propio rey. Todo ello fue causa de su estrepitosa caída, motivada por la envidia del entorno.

En cuanto a la frase esculpida, devino divisa de los alquimistas: “DE MA JOIE DU GRAND OEUVRE, DIRE PEU, / FAIRE BEAUCOUP, / TAIRE TOUJOURS”. El sentido de “dire” (decir) y “taire” (callar) es claro; no así el de los otros términos de la formulación, que parecen aludir a la obra alquímica. De hecho, Fulcanelli la comenta en estos términos: “El lema de Jacques Coeur, a pesar de su brevedad y sus implicaciones, se muestra en perfecta armonía con las enseñanzas tradicionales de la sabiduría eterna. Ningún filósofo, verdaderamente digno de ese nombre, se negaría a suscribir las reglas de conducta que expresa y que pueden traducirse así: ‘De la Gran Obra di poco, haz mucho, calla siempre’”.

¿Es con este personaje con quien se encuentra el narrador protagonista? En la mansión descripta anteriormente “Apareció luego un señor antiquísimo, de edad insuperable y de más antiquísima levita” (p. 85), lo que podría dar lugar a esta suposición, si bien carecemos de argumentos para afirmarlo concluyentemente.

De todos modos, lo que nos interesa en este caso es el mandato de silencio, encarnado por el padre del protagonista, a tal punto que cuando el hijo se acerca a su féretro, señala que “Se lo veía con el rostro sumido en una gran paz, reposando dentro de su caja mortuoria de roble claro”. Y el detalle que destaca es que “En su cuello habían colocado un pectoral de seda morada, que sostenía sobre su pecho inerte un medallón de madera tallada que medio ocultaba el entrecruzamiento de sus manos […] Al acercarme a observar su rostro, alcancé a leer, por entre sus dedos, la palabra ‘TACERE’” (p. 97).

Esto lo erige en el alquimista por excelencia.

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