“Quintanilla era el arquetipo de hombre que está solo y nada espera. Llevaba en sí la soledad con su dejo de melancolía y su dejo de protesta. Espíritu rebelde, no era para vivir en las ciudades, de cara a la opulenta arquitectura, frente a las maravillas del progreso urbano”.
Luis Ricardo Casnati
En la nota anterior recordábamos al poeta Julio Quintanilla (1898-1950) enunciando sus principales datos biográficos y asomándonos un poco a su semblanza de poeta insoslayable en la bohemia mendocina de las primeras décadas del siglo XX, tal como lo evoca Gregoria Torcetta: “En aquella Mendoza de l930 con los infaltables coches de plaza tirados por caballos, (popularmente conocidos como mateos), cuando la confitería ‘Colón’, en la esquina sur oeste de San Martín y Necochea, era la cita obligada de la gente importante (en el primer piso del local se cambiaban las libras esterlinas), en ese entonces, en que las familias de la sociedad mendocina preferían el teatro ‘Avenida’ ubicado en la vereda este de San Martín, entre Buenos Aires y Lavalle, vivía Julio Quintanilla” (Torcetta, G. “El mítico poeta de nuestras tradiciones”, en La Melesca. Disponible en https://www.lamelesca.com.ar/2016/09/17/julio-quintanilla/ ).
Todos sus biógrafos coinciden en destacar su “proverbial desinterés” respecto del destino de su propia obra; así, Jesús González Lemos, citado por Milodar Nicolás Burmaz (Así era Julio Quintanilla; A través de su pluma, sus poesías. Ed. del autor) señala que este despego, junto con “su absoluto divorcio con lo prosaico de la vida ritual, su sentido hondo, vital de libertad […]” señalaban su conducta, y lo evoca como “Noctámbulo incorregible, [que] deambulaba por todos los barrios de su entrañable Mendoza; al amanecer era dable verlo en la mesa de un cafetín, sobre un pedazo de papel, burilando sus magníficos versos, esas canciones que él generosamente distribuía entre guitarreros y cantores, sin preocuparse de su firma ni de derechos de autor”.
En el mismo sentido, afirma Luis Ricardo Casnati: “Este desinterés por los bienes tangibles […] es una constante en la estructura psicológica de Quintanilla […] Y con la misma espontaneidad y con la misma llaneza con que componía sus poemas, los daba o los perdía. Y solían aparecer publicados bajo otra firma, sin que a él le importara gran cosa” (). Insiste asimismo en la evocación de su inconfundible figura: “Y se encaminaba como siempre a encontrar a sus amigos […] para escuchar la noche de los poemas y de las guitarras. E iría vestido también como siempre, enteramente de negro, con su sombrero de grandes alas, su corbata voladora y sus zapatos abotinados de tacón, como un romántico finisecular que estuviera obligado a evidenciar su corazón bohemio con esas fijaciones indumentarias” (“Julio Quintanilla: de poesía y ‘mendocinidad’”, en Los Andes, 8 de junio, 1991).
En este ambiente encontraba el ámbito propicio para la creación, era un rito habitual que le permitía explayar su talento de poeta, “escuchando guitarras y canciones, recitando versos, refiriendo episodios de la historia de Cuyo, en cuyos archivos incursionaba frecuentemente, exhumando personajes legendarios, ilustrando sobre violentas y dramáticas luchas […]” (González Lemos). El mismo poeta evoca esos días en su poema “Vida de cafetín”: “Entre el ruido de las voces y las copas / se adormecen los pesares, cafetín / los que beben son almas que sollozan desgarradas por la pena de vivir”.
La conversación de Quintanilla era “amena, entretenida y llena de recursos. Sus letras eran ampliamente populares y una de ellas, tal vez la más cantada o simplemente recitada era la de su vals ‘Lamento cuyano’” (Torcetta), cuya letra manifiesta todo el dolor contenido en su alma: “Retazos me quedan de un sueño vencido / manojos ya secos de rosas de amor / la imagen borrosa de un ángel querido / que un día de glorias mi mente pobló”.
Esta generosidad en prodigar los frutos de su talento, que plasmaba en cualquier lugar en cuanto trozo de papel tuviera a mano, ha llevado a que sean relativamente escasas las muestras de su arte a las que podemos acceder, en gran parte gracias a la trabajosa recopilación que debió concretarse en lugares azarosos, donde surgía con espontaneidad su florida inspiración, por parte de Milodar Burmaz. “En una paciente labor este entrañable amigo recopiló docenas de páginas dispersas que, de otra manera, hubieran caído en el definitivo anonimato”. La valiosa recopilación y aportación musical efectuada por Burmaz –parcialmente con la colaboración de su hermano Antonio- comprende numerosas letras de canciones, cuecas, gatos, zambas, valses, pasillos, litoraleñas, triunfos, tangos.
Pero si, aunque sea parcialmente, se salvaron las letras de canciones populares que musicalizaron figuras como Hilario Cuadros, los hermanos Burmaz y Adolfo Cía, entre otros, sin embargo quedó inédita una rica producción poética, que “aún queda dispersa con diversa suerte, en poder de distintas personas; y no es pequeña la cantidad de sus versos que sabemos incorporados bajo tras firmas al cancionero cuyano, tal vez con el derecho de apropiación que implícitamente otorgaban la prodigalidad, el desinterés, la generosa humildad del legítimo autor” (Luis Anzorena y Julio César Vitali, 1979, en El Andino).
En sus versos, Quintanilla le canta a la Patria, al huarpe, al criollo (“Tierra huarpe donde vive abrazado a su tragedia / el fantasma del cacique con el gaucho que se va […]”), al arriero, a la noche bohemia, a la mujer, al amor. En los poemas y canciones de temática histórica, Quintanilla evoca reiteradamente el tema sanmartiniano “El centinela de Picheuta”; “El Plumerillo”; “Oración a la Bandera de los Andes”…); también la época de las luchas civiles, por ejemplo, en “Cinta roja” (milonga): “Allá en los tiempos que gobernaba / a nuestra tierra Don Juan Manuel, / cuando blandía la criolla lanza / el gaucho heroico que ya se fue, / prendí en mi pecho como reliquia / la cinta roja del Federal”.
La temática comarcana ocupa un lugar importante en la obra de Quintanilla, tanto en prosa como en verso; merece destacarse la zamba titulada “Aliento de las cepas”, cuyo estribillo proclama su gratitud de criollo ante los dones recibidos: “Un manto de virgen semeja el viñedo / rubíes y perlas, el grano en sazón / parece que fueran regalo del cielo / que brinda al trabajo la mano de Dios”.
En general, en la obra de Quintanilla es visible su talante de poeta romántico, por la presencia reiterada de ciertos motivos: la luna, el ensueño, el dolor, la separación, la pérdida del amor, la incomprensión del mundo…; la efusión sentimental expresada a través de hipérboles que destacan los sentimientos, generalmente dolorosos; la asociación naturaleza / estado de ánimo, que se expresa a nivel estilístico a través de personificaciones y, finalmente ese tedio de la vida que dota de un tono particular toda su vida y su obra.