El cine (aunque también la música, la pintura, la literatura), especialmente, nos muestra cómo el hombre, en cualquier país en que hubiese nacido, sentirá de la misma manera el dolor físico o espiritual, el amor, la ingratitud, la amistad o la soledad.
Y hago esta pequeña reflexión, porque hoy quiero referirme a un excepcional director cinematográfico sueco: Ingmar Bergman.
Suecia, que posee unos 10 millones de habitantes aproximadamente, ocupa la mayor parte de la Península Escandinava, que completan Dinamarca, Noruega y Finlandia.
Es una monarquía constitucional, con un primer ministro al frente de un Consejo de Ministros. No tiene analfabetos. Creo que es un caso único en el mundo en ese aspecto. Desde el punto de vista religioso, son en su mayoría protestantes.
Pero prometí referirme al realizador sueco Ingmar Bergman. Dirigió numerosas películas y, pese a las diferencias que tenemos con su patria, en sus filmes afloran sentimientos idénticos a los que nos caracterizan como argentinos.
Nació un 14 de julio de 1918 y pasó su infancia en una pequeña ciudad provinciana donde su padre era pastor. Ya adolescente, se trasladó con su familia a Estocolmo, donde ingresó a la Universidad.
Allí comenzó a montar obras de teatro y a interesarse por la cultura universal. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, Suecia permaneció neutral, pero no pudo quedar al margen de las atrocidades cometidas. Porque en las guerras la crueldad es casi un deber y es sabido que de ellas nadie regresa como partió.
Por eso Ingmar Bergman, sólo justificaba la guerra... a la guerra.
Y él, como muchos intelectuales de su país, se valió del arte para expresar todo el horror de la época.
Aunque su existencia transcurrió en una nación como Suecia, considerada una democracia ejemplar, se rebelaba contra la hipocresía y al conformismo de la sociedad en que vivía. Ya desde sus primeras películas muchos críticos lo acusaban de presentar la vida como una pesadilla, aunque Bergman sólo expresaba una dolorosa parte de la realidad.
Casi no hay temas que afecten a los seres humanos, que no hayan sido tratados magistralmente en sus filmes. Los problemas sociales, la experiencia religiosa, los conflictos de pareja, la vejez y la muerte son solo una parte de sus preocupaciones.
Con igual talento realizó dramas y comedias y nadie puede comparársele en la dirección de actores. Era Licenciado en Letras y en Historia del Arte y supo trasmitir como nadie el dolor de los seres humanos.
Realizó más de 50 películas, las que fueron vistas casi todas en nuestro país. Entre ellas, Juventud, divino tesoro, La fuente de la doncella (con la que ganó su primer Oscar), El silencio (cuestionada por la censura oficial), Escenas de la vida conyugal y Fanny y Alexander (por la que obtuvo otro Oscar). La última, de 2000, fue Sarabanda.
Hay una anécdota final que lo define. Un día invernal estaba a las 4 de la mañana por filmar unas tomas de la película Gritos y susurros. Esa escena necesitaba hacerla al aire libre y antes que amaneciera. Cientos de extras estaban preparados junto a todo el elenco. En ese momento, uno de los maquilladores sufrió un desmayo y tardó en recobrar el conocimiento. A los pocos minutos una ambulancia llegó al lugar de la filmación. Bergman nunca había hablado con él, pero igualmente decidió ir con la ambulancia a acompañarlo.
Horas después, el hombre ya estaba repuesto. Pero entonces había amanecido, por lo cual ese día ya no se pudo filmar, con el enorme perjuicio material que significó. A un periodista que supo de la actitud de Bergman con el maquillador y lo interrogó al respecto, el director le respondió: “La vida de un hombre es más importante que la mejor película”.
En esa respuesta estuvo implícita la noble condición humana de Ingmar Bergman.