Para hablar del eminente médico argentino Ignacio Pirovano me gustaría empezar con un aforismo: ”A una mano abierta, siempre la guía un corazón… abierto”.
Pirovano nació el 23 de agosto de 1844 en Buenos Aires, en el barrio de Belgrano. Falleció muy pronto, el 2 de julio de 1895, a los 50 años, víctima de un cáncer.
De escasos recursos económicos, pudo graduarse como farmacéutico. Posteriormente, con 28 años, se recibió de médico. Ya su bisabuelo y su abuelo habían sido también médicos, en Italia.
Era un hombre muy serio, seguro de sí mismo y muy reservado. Pero al lado del paciente era bondadoso y muy cordial en su trato.
Recién recibido, hecho no común, había obtenido un cierto prestigio como cirujano.
Becado por el gobierno de Buenos Aires, viajó a París, donde conoció y frecuentó a Luis Pasteur. Y allí también conoció al doctor Lister, uno de los principales impulsores de las modernas medidas de asepsia, es decir de higiene total, para las salas y prácticas quirúrgicas.
Este contacto con Lister le daría a nuestro científico los fundamentos de los métodos antisépticos, que introduciría en el país.
Pirovano regresó a Buenos Aires tres años después, doctorado en la Facultad de Medicina de París. Y fue inmediatamente designado profesor titular de la cátedra de Histología y Anatomía Patológica, en la Universidad de Buenos Aires.
La vestimenta en el quirófano, a sugerencia suya, incluyó un largo guardapolvo de mangas cortas. Suplía así el anticuado y sucio chaqué, con que se operaba en esa época.
Nuestro médico fue el primer director del hospital que hoy lleva merecidamente su nombre y está ubicado en el barrio de Belgrano, en la Ciudad de Buenos Aires.
De su vida y sus aportes he destacado, sin embargo, una anécdota que servirá para cerrar esta semblanza que hoy ofrezco.
En una operación de urgencia, una imprevista hemorragia sufrida por un paciente, hizo indispensable, una muy urgente trasfusión de sangre.
Pero el enfermo tenía un grupo sanguíneo no común y el hospital no contaba con el suficiente para transfundirlo.
Pero, además, ya casi no había tiempo para obtenerlo con peticiones de donantes, con lo que la vida del operado parecía destinada a extinguirse sin remedio.
Sin embargo, el cirujano que lo estaba operando decidió consultar a nuestro protagonista de hoy, al doctor Ignacio Pirovano, para acudir de ese modo a alguien con los conocimientos necesarios para la situación y el único capaz de salvarle la vida al paciente. El cirujano, entonces, le notificó el casi insoluble problema que afrontaba. Pirovano era en ese momento director del hospital donde se estaba llevando adelante la compleja cirugía y donde se había presentado la complicación.
Al enterarse del problema, Pirovano le respondió de inmediato al cirujano: ”No se desespere, doctor. Yo poseo casualmente, ese grupo sanguíneo”.
Sorprendido, el médico le preguntó: ”¿Y usted va a dar su sangre, director?”. A lo que el protagonista de nuestra semblanza de hoy respondió: ”En este momento no soy el director del hospital. Soy un ciudadano que puede ayudar a un semejante. Preparen ya la trasfusión que en pocos minutos estaré en el quirófano”.
Por supuesto, gracias a su rápida decisión, se pudo efectuar la operación y la vida de este paciente, que parecía con las horas contadas, fue por fin salvada.
Este hecho define claramente la condición humana de nuestro hombre de hoy, a quien considero que cabe este aforismo impreso en uno de mis libros y con el que cierro esta nota.
El aforismo es sencillo y dice: ”El generoso regala algo que le pertenece. El altruista, regala algo, de sí mismo”.