Ignacio Corsini: era rubio y sus ojos, celestes

Era italiano de nacimiento y actor, pero el canto se impuso en su carrera, y una canción aumentó su fama ya para siempre: La Pulpera de Santa Lucía.

Ignacio Corsini: era rubio y sus ojos, celestes
El cantante que inmortalizó el vals "La pulpera de Santa Lucía".

Una de las grandes voces de nuestro tango era extranjero –italiano en este caso– como también fueron italianos otros dos grandes cantantes de nuestra música popular: Alberto Marino y Alberto Morán.

Extranjeros fueron, otros hombres representativos de nuestra música popular, como Carlos Gardel y Julio Sosa, francés y uruguayo respectivamente. Y no fueron los únicos.

Pero todos ellos, eran realmente argentinos por elección y por amor a esta tierra, aunque nuestro cantor de hoy tenía el tipo clásico de la Italia del Norte, rubio, alto de ojos celestes: Ignacio Corsini.

Había nacido en el Sur en Catania, Sicilia en 1891. A los 5 años lo trajeron a Buenos Aires. Una cierta… melancolía que no lo abandonó en sus 76 años de vida, ya se asomaba en sus ojos infantiles. Es que él no supo jamás, nada de su padre. Y lo que faltó en la infancia, siempre faltará. Porque un niño huérfano es parcialmente un niño sin niñez.

Tenía 12 años, cuando su madre decidió mudarse al pueblo de Carlos Tejedor, en la Provincia de Buenos Aires. Este traslado será decisivo en su vida. Trabajó inicialmente de peón. Y le tocó hacer de resero y de boyero.

Descubrió y amó al campo y a su gente, a los animales que manejaba, a los pájaros y a sus cantos. Sentía que el amanecer del campo, era más amanecer. Le encantaban las guitarreadas, que todas las noches y especialmente los días festivos, entonaban los paisanos.

Muy joven llegó a comprender que no debía entristecerse por la brevedad de la vida, sino solamente alegrarse por poseerla.

A los 17 años regresó del campo a Buenos Aires. Ayudaba a su madre desempeñándose como albañil. Y cantaba en el andamio y tarareaba por la calle. Es que “quien nació para cantar… no pude vivir en jaula…”

En el campo había aprendido algún punteado en la guitarra. Ahora vivía en Almagro, zona de payadores, de reñidero de gallos, de circos, de malevos… y de cantores. Ya se animaba a cantar en la esquina, después, en el café. Eran como los peldaños iniciales de su brillante carrera artística.

Alguien le presentó al famoso Bettinoti, el payador y autor de Pobre, mi madre querida. Este lo escucho y lo elogió generosamente. “Y así como hay palabras que abren heridas, hay otras… que abren… caminos.”

Bettinoti moriría pocos años después. Pero en Corsini quedó alojada una deuda de gratitud. Ya consagrado, muchos años después, quiso estrenar una milonga escrita por Piana y Manzi. Su título: Bettinoti, precisamente. Contaba Corsini que durante varios años cada vez que la cantaba, lo embargaba la emoción y sus ojos se enturbiaban.

Cuando todavía no tenía el prestigio que logró tener posteriormente, una circunstancia casual lo vinculó a un circo, en el que como actor recorrió el país.

También el teatro lo atrapó y como galán actuó en numerosas obras, incluso en una famosa comedia musical que dirigió Francisco Canaro: La canción de los barrios, donde ya lo anunciaban también como cantor.

Tenía 37 años, cuando el cantante que llevaba adentro, abandonó definitivamente al actor. Lo ayudó un verdadero éxito que logró con una canción que cantó integrando un elenco teatral. Se llamó Patotero sentimental, con letra de Manuel Romero y música de un catalán –aporteñado–: Manuel Jovés. También hizo cine, en dos o tres películas en las que su prestancia puso marco.

Pero el cantor terminó imponiéndose definitivamente en él. Y otra canción aumentó su fama ya para siempre. Fue un vals criollo con música de uno de sus guitarristas permanentes: el moreno Enrique Maciel y letra de un fino poeta: Héctor Pedro Blomberg. Su título: La Pulpera de Santa Lucía. Aquella de: ”Era rubia y sus ojos celestes / reflejaban la gloria del día”.

Después llegó la radio con los mejores horarios e importantes auspicios. También el teatro, pero simultáneamente daba recitales y hacía giras permanentes por todo el país y países vecinos. En fin; ¡el éxito total!

Pero el tiempo, “ese verdugo inexorable” le llevó a su compañera. No pudo sobreponerse a su dolor. Y llegó 1948. Ignacio Corsini sentía que no podía ya cantar. A los 58 años ofreció su última actuación radial.

Vivió 18 años más, hasta los 76. Y un 26 de julio de 1967 moría en su modesta vivienda de la calle Otamendi, frente al parque Centenario, aquí en Buenos Aires, este hombre cristalino y noble que conoció la fama y el aislamiento, los oropeles y la soledad.

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