Cuánta tranquilidad para tomar ese café negro, para preparar ese mate amargo, para regar ese helecho. No hay sorpresas en cada gesto, pero lo conocido reconforta. Los autos pasan con estruendo para llegar hasta sus obligaciones cotidianas y la bocina del tren se escucha a lo lejos como si anunciara algo fugaz y feliz. Entonces, nada puede salir mal en un día así. Sin embargo, entra una notificación que hace estremecer tu teléfono, una foto conocida se actualiza en los portales y esta fecha anodina viene a completar otra inicial. Todo se desmorona: ha muerto un escritor.
Sí, un autor que has leído desde siempre y que has ido atesorando cada uno de sus libros en un lugar privilegiado en tu biblioteca. Un autor o una autora que se metía en tu bolso antes de emprender cualquier viaje como si fuera amuleto, como si se convirtiera en brújula, como si un dispositivo de localización comenzara a hablarte cuando los cruces de caminos se vuelven imposibles. Parece una cuestión de egoísmo, pero alguien lo tenía que preguntar de una buena vez: ¿qué hacemos los lectores cuando se nos muere uno de nuestros poetas amados o alguno de nuestros escritores favoritos?
La primera de las respuestas —no por obvia, menos relevante— está a la vista sobre la mesa: los libros. El consuelo de saber que esa posible desaparición física puede aferrarse con uñas y palabras entre las páginas de una novela, entre los versos de un poema que nos conmueve y moviliza a tipear frases para compartir con el planeta digital. Los muros e historias se pueblan de despedidas lacrimógenas y sinceras, de fotos en una presentación, como también de comentarios que subrayan lo «afortunados» que somos los lectores de tener como refugio ese legado imperturbable llamado obra. Patrañas. ¿Lloramos por la persona física o por lo que no va a escribir más?
Los escritores son los seres que mejor se preparan para la muerte. Quienes los leemos con devoción asistimos a una existencia intensa que promete una «segunda vida» como en los juegos electrónicos. Es decir, una extensión de las experiencias por otras vías: la emoción, la catarsis, la revelación, la incomodidad. «Vivo en conversación con los difuntos, / Y escucho con mis ojos a los muertos…», advierte con precisión de soneto el gran Quevedo. Buscar inmortalidad de librería de viejo, saldos en un cajón perdido y abandonado donde una perla se oculta en la hojarasca, invocar entre las páginas un abecedario que haga resucitar la mano que pulsó cada tecla, porque «Un libro abierto también es la noche», decía Marguerite Duras. Pero iba a escribir «dice», en un presente discontinuado, fantasmal y concreto, ya que las letras de molde y la fuerza vibrante de la frase niega el pretérito, esquiva las paladas de tierra y se refugia en una intemperie cargada de palabras que brillan en las sombras. ¿Y un escritor muerto qué es? Liliana Bodoc, que siempre indagaba en el reverso de las respuestas se animó a sugerir: «Toda criatura se cansa un día de cruzar ríos; entonces pide reposo. Pero no sé de ninguna criatura que se canse de amar, y pida odio…».
Me acerco así hasta la biblioteca, la salamandra crepita en la oscuridad y da un calor que se fagocita a sí mismo. Enciendo la luz y el efecto ilusorio dura apenas un segundo, pero hiela el corazón. No estoy mirando los estantes de libros ordenados uno al lado de otro, estoy viendo una pared de nichos con su frialdad de losa marmórea y sus nombres desamparados. «Sin duda eres una persona precaria y dolida, un hombre que lleva una herida en su interior desde el principio mismo (¿por qué, si no, te has pasado toda tu vida adulta vertiendo palabras como sangre en una hoja de papel?)...», me descubre Paul Auster desde su Diario de invierno, justamente.
Los lectores, por lo tanto, viudos del olvido, saqueadores de tumbas, adictos a la exhumación, cazadores de sombras rapaces, niños caprichosos sin resignación, iletrados de la muerte; veníamos con temor tomándole el pulso a ese escritor que hacía veinte años que no publicaba una novela decente, controlando el oxímetro a ese poeta que parecía una fotocopia de su antiguo brillo verbal, pero con la expectación de que esa vida extenuada y decadente pudiera darle a la nuestra —gris y sin gracia— una alucinante razón de seguir en este mundo. La muerte no solo disimula los errores del que nos deja, sino que también pone en evidencia las faltas de los que nos quedamos entre lágrimas. No hay duelo posible en la lectura, nada más resta el desafío o la rebelión —como pedía Pizarnik— de mirar una rosa (o un libro, agrego yo) hasta pulverizarse los ojos.