Hace unos 4.000 años, en la antigua China, un bufón llamado Yu Ze, servía en la corte del emperador Chiju Shih, a quién se debe la construcción de la gran Muralla China. Desde esta época ya le sería otorgado a este personaje, el bufón, un privilegio que le será reconocido a lo largo de la historia: el poderse burlar del rey, hacerle sugerencias y en ocasiones hasta influir en sus decisiones.
Unos 2000 años después, en Grecia, los payasos irrumpen en lo que podría ser denominado como el antecedente de las actuales tradiciones circenses. De Grecia pasa a Roma, donde se presentaban en las obras teatrales. Los payasos aparecían en los intermedios, o al final, interpretando su propia versión cómica de la obra.
La palabra “payaso” es de uso bastante reciente en nuestra lengua, ya que no se halla documentada hasta principios del siglo XIX. Su origen es italiano “pagliaccio”, que quiere decir saco de paja, con el cual se compara al payaso por su figura deforme.
Quizá no el primer payaso –pero sí el más famoso– que apareció en nuestro país se llamó Frank Brown. Era inglés y había nacido un 9 de abril de 1858. Su padre también había sido un conocido payaso en Europa.
Frank vivía en el circo y esa circunstancia acrecentó su vocación. Se hizo primero acróbata y luego clown. Comenzó a recorrer el mundo. Rusia, Japón, España, los países de América Central lo aclamaron.
Hasta que a los 26 años llega por primera vez a Buenos Aires, a la que retornaría varias veces. Pasados los 30 años, decide radicarse definitivamente en nuestro país. Se asocia a un circo con varios integrantes de la famosa familia de los hermanos Podestá: Pablo, Jerónimo y José. Una enorme desgracia oscurece su vida: en un accidente muere su joven esposa y una hijita de cinco años. Un dolor para el que las lágrimas no alcanzan.
Se vuelve a casar unos años después con una famosa “ecuyere” o amazona: Rosita de la Plata, con la que realizan arriesgadas pruebas con caballos. Un día, durante ese número, vivieron un dramático momento. Frank guiaba cuatro veloces caballos alrededor de la pista del circo. Simultáneamente sostenía sobe sus hombros a su esposa. Repentinamente se rompen las riendas. Caen ambos sobe la pista. Ella sufre sólo leves lesiones. Pero Frank Brown se hiere de gravedad.
En pocos meses se repone, aunque le quedarán secuelas por lo que debe abandonar definitivamente la acrobacia. Y allí nace el payaso Frank Brown que llega a gozar un enorme prestigio. Concurrían con frecuencia al circo, donde se los veía reir por la gracia limpia del payaso, a Sarmiento, al General Roca, a Carlos Pellegrini, a Rubén Darío.
Hoy, el nombre del payaso Frank Brown nos recuerda, con esa nostalgia a la que el tiempo le agregó algo de mito, la ilusión y el encanto inexpresable de los niños porteños de aquella lejana época, en que esta patria nuestra se transformaba en una vigorosa nación, como dice nuestro Himno Nacional. Y no dudamos que esos niños, ya adultos, tendrían en sus retinas la imagen de ese payaso bueno, y en sus corazones sentirían su ternura acariciante.
Pero el tiempo, ese verdugo implacable que borra sonrisas y agrega lágrimas, fue jugando su rol sobre el físico y el espíritu de Frank Brown. Y él, que como todo ser humano se sentiría eterno, se descubre efímero. Un día le festejan sus compañeros del circo los 66 años. En el final de esa fiesta de cumpleaños le piden que pronuncie algunas palabras. Se pone de pie y para sorpresa de sus compañeros dice: “Hoy cumplo 66 años. Esta noche actuaré por última vez. En estos días he evocado sin querer el pasado. Y me ha hecho doler el presente. Temo que los aplausos que todavía recibo, sean el prólogo de silbidos...”.
Frank Brown se retiró entonces a su humilde casa del barrio de Colegiales, aquí, en Buenos Aires, donde vivió casi 20 años más, hasta el 9 de abril de 1943, día en que cumplía exactamente 85 años.