La televisión de los años ochenta en Mendoza era un desafío para los niños. Había sólo dos canales de aire con una programación para distintos públicos que, a la hora del fuego en verano, estaba ausente: empezaba a las seis de la tarde.
Nuestras tardes transcurrían entre telenovelas prohibidas por nuestros padres, o programas dedicados a las amas de casa, hasta que ese mundo televisivo se revolucionó con una parodia de los noticieros con un humor ingenuo.
Una brisa de aire fresco que configuró uno de los éxitos más importantes de la televisión argentina entre el 83 y el 87: Mesa de Noticias. Nos fascinaba tanto que, ocasionalmente, debíamos fingir enfermedades casi mortales que nos salvaran de asistir a otras actividades para no perder ningún episodio. Tenía un elenco de lujo que encabezaban su autor, Juan Carlos Mesa, y Gianni Lunadei (con su personaje De la Nata); a los que se sumaron Alberto Fernández de Rosa (Rosales), Beatriz Bonnet, Leticia Moreira, la ascensorista Cris Morena, y muchos otros invitados famosos.
Uno de esos veranos, cuando todavía no empezaban las clases y tampoco la programación televisiva regular, el mayor de mis primos y yo evaluábamos la conveniencia de salir a mojar gente desde el balcón de la casa de nuestra abuela, desde donde dejábamos caer bombitas o baldazos hacia la vereda. Al fondo del living de su casa, en el noticiero del mediodía, escuchamos que el capo cómico y creador de nuestro show televisivo favorito, Juan Carlos Mesa, llegaría a Mendoza ese mismo día.
La emoción nos nubló todos los sentidos y dejamos de prestar atención; por lo que no sabíamos a qué hora llegaría o dónde; pero vivíamos a escasos ciento cincuenta metros del Hotel Plaza y decidimos que era el lugar obligado para alojarse.
Estaba resuelto que luego del almuerzo dedicaríamos las horas a montar guardia cerca de la terraza del hotel. El objetivo era verlo y, de ser posible, conseguir una foto o un autógrafo. Era una época de inexistencia total de redes sociales donde compartir logros o presumir de trofeos. Adicionalmente, para sacar una foto, antes había que ser previsor y comprar un rollo de película. Es decir que las situaciones espontáneas, urgentes e imprevistas, en general no se inmortalizaban tan fácilmente.
Apenas concluyó el trámite de la comida en el almuerzo iniciamos el operativo para conseguir el carrete de celuloide adecuado para la cámara. Revolvimos todos los cajones, estantes y placares, pero fracasamos. Tal vez lo más sencillo para lograr un recuerdo era un autógrafo, que podíamos compartir entre los dos. Faltaba resolver ese tema de la timidez constitucional que no me abandonaba nunca –y que hoy persiste disimulada bajo capas y capas de sociabilidad entrenada–. Ninguno de los dos se atrevería a pedirle nada a un adulto. Mi abuela se comprometió a acompañarnos en esa misión, pero no estaría al acecho. La tendríamos que ir a buscar apenas lo divisáramos.
Comenzamos la guardia en esa anchísima vereda de la calle Sarmiento que conocíamos de memoria. Estábamos a pocos pasos de la esquina con Chile, a la sombra de unas centenarias moreras que filtraban la luz del sol.
Temíamos que no nos dejaran esperar en la terraza del Plaza, entonces nos agachamos debajo de la baranda para espiar entre las molduras de las columnas. Así podíamos controlar a quienes entraban y salían.
Conservábamos la ilusión de ver al director del noticiero más gracioso de la televisión. Queríamos, sobre todo, escuchar su voz cálida y toparnos con esos redondos ojos de bueno que miraban todo con asombro cada vez que algo salía mal.
Teníamos el equipamiento adecuado: agua en cantimploras de plástico, un paquete de galletitas Manón, una tira de champucitos de colores y unos binoculares de oro y nácar, de esos que se usaban para ir a la ópera. Eran un préstamo de nuestra abuela bajo pena de destierro familiar si los perdíamos.
Habían transcurrido dos horas que parecieron una semana cuando, de golpe, se descargó una de esas lluvias del febrero mendocino. Una cortina se derramaba sobre nosotros en el momento en que un taxi frenó en la puerta del hotel. Se abrió la puerta y lo primero que vimos fue uno de los zapatos de Leticia Moreira, que actuaba como la mujer de Mesa en la ficción. Por la otra puerta descendió nuestro objeto de deseo: un “oso” amable y protector. Un cargamento de valijas los antecedían y de inmediato había, al menos, tres personas del hotel que salieron a recibirlos con paraguas.
Mi primo partió a buscar a nuestra abuela y entre tanto yo no podía respirar por esa mezcla de vergüenza, conmoción y entusiasmo.
Al cabo de unos minutos mi abuela subió las escaleras de la entrada del Plaza con nosotros dos de la mano. En el lobby todo era confusión y corridas. La montaña de valijas todavía no partía a sus habitaciones y ellos dos dudaban entre sonreír o escapar de un grupo de personas que no se decidían a saludar, abrazarlos o fingir desinterés a la mendocina.
Como era su costumbre mi abuela no le pidió permiso a nadie y se acercó a él a paso firme, lo saludó y le aclaró que nosotros seríamos completamente felices de conseguir un autógrafo. Con una inclinación suave de cabeza y una sonrisa inocultable él accedió, pero cuando llegó el momento no teníamos papel o lápiz. Repentinamente la torre de equipaje comenzó a moverse sobre un carro rumbo a los ascensores. Leticia, que ya había recorrido quince metros detrás de las valijas, dijo la frase fatal: “Vamos, Juan Carlos, que es tarde”. Él nos miró, levantó los hombros pidiendo disculpas y partió.
Fue en ese momento de desesperación cuando me sobrepuse a mi habitual mudez y pedí en el mostrador un papel y un bolígrafo, corrí tras él y lo alcancé justo antes de subir al elevador.
“Qué día señor, qué día”, escribió, y dejó su firma estampada debajo en tinta azul sobre una página con el membrete del Plaza Hotel de Mendoza.
Acordamos compartir el autógrafo con mi primo, por supuesto: estaría una semana en cada casa, hasta que desapareció en alguno de los ataques de orden que asaltaba a nuestras madres.