Son tantas las vidas que caben dentro de la vida de Mercedes Fernández que, al escucharla —cuando comienza a contarlas y todo parece un torrente sin fin de hechos y palabras— no sabemos de pronto ante quién estamos. ¿Es ella la periodista que firmó en Los Andes, el diario Mendoza y El Andino y se convirtió en una referente? ¿Es la autora de esos libros en los que, invariablemente, el dolor y la muerte flotan como un perfume perenne? ¿Es ella, la que integró en los 60 la primera pareja divorciada legalmente de Mendoza? ¿Es la que pasó dos décadas estudiando diversas carreras? ¿Es la que, cual Truman Capote vernáculo, vivió una intensa y cruel historia desprendida de la escritura de una de sus novelas? ¿Es la que llevó una historia a su versión televisiva en los 90? ¿Es la que fundó un periódico en Canadá? ¿La que fue por años asistente social en la Escuela Hogar? ¿Aquella que ganó por concurso el cargo de Directora del Teatro Mendoza y fue directora de Cultura de Guaymallén? ¿Es la que aparecía en los créditos de una telenovela canadiense como autora del libreto? ¿Es la formadora de escritores? ¿La madre de tres hijos y abuela de siete nietos?
Al parecer es ella, la misma Mercedes Fernández. Pero, desplegadas así sus diferentes versiones, quién sabe si no es, en una sola, las decenas de personajes de sus novelas o cuentos, la protagonista de una historia que parece trazada en tinta y papel. Para comprobarlo, y dado que un personaje de ficción no habla con la simpatía de la que ella es capaz, la abordamos en su casa de Las Heras para esta charla en la que, como pocas veces, se permite narrarse a sí misma. Quizás para darse cuenta que, con las páginas de sus días, ha ido escribiendo una historia que vale la pena conocer.
—Empecemos por el principio. Contame de tu nacimiento, la familia en la que creciste y de cómo se despertó en vos el interés por el periodismo y las letras.
—Tengo que ser una de las personas activas más viejas de la cultura de Mendoza (risas). Nací el 24 de septiembre de 1943 en Mendoza. Mi infancia es todo un instante poético. Mi padre, Ovidio Fernández, era bandoneonista y luego fue linotipista en Los Andes, muy amigo de Antonio Di Benedetto. Mi madre, por su parte, fue una mujer muy hermosa, que vivió siempre enferma: pasaba seis meses en casa y seis meses en hospitales. A los 49 años falleció. Para mí decir “Los Andes” y decir “literatura” es lo mismo, porque a ambos los relaciono con el olor al plomo de las máquinas de linotipo. Mi padre nos regalaba siempre una barrita con el nombre de mi hermana y mío en plomo, y el olor de todo eso significaba amor. Fue un olor que se metió en mi sangre. Mi papá era muy culto a pesar de que fue hasta tercer grado. Mi abuelo había sido imprentero, el que puso la primera imprenta en Mendoza, así que el olor a tinta estaba en nuestro ADN. Fue mi padre el que me puso en las manos los libros. Entré a la escuela y ya sabía leer. Mi casa despertaba cada domingo con música sinfónica. El arte fluía naturalmente en mi hogar y el arte en mi casa era amor. Y todo pasaba al tiempo que veíamos a mi mamá morirse.
—La muerte era una presencia…
—Con ella hablábamos de la muerte. Mi padre amaba a mi madre, la cuidaba y la cultivaba. Siempre le tocaba el bandoneón y le dedicaba la canción Desde el alma. Y vivía mi abuela en casa, la que nos crio. Ella, como buena andaluza, hablaba siempre de la muerte. Era un tema cotidiano. Por eso mi literatura es ominosa, posiblemente. Hablar con la muerte es algo que aprendí con mi mamá. Sabíamos que la muerte estaba sentada con nosotros en un rincón.
—¿Cómo te formaste y cómo fueron dándose paralelamente tus dos pasiones?
—Hice ocho años de Bellas Artes, parte de esa carrera mientras terminaba la secundaria. Pero en realidad, si sumo, tengo veinte años de estudiar distintas carreras sin tener un título, sólo el de maestra y el de Asistente Social. Siempre he tenido apetencia por el conocimiento. Por eso estudié Abogacía, Medicina y Letras. Me casé en 1960 con un hombre que fue jefe de personal en Los Andes, Carlos Thierry, y me metí a estudiar Letras. Hice tres años, hasta 1963. Pero luego vino mi divorcio y me obligaron a dejar...
—¿Te obligaron “legalmente” a abandonar la carrera de Letras?
—Fue increíble. Fuimos la primera pareja divorciada en Mendoza y la segunda de todo el país. Tras el juicio, este juez, al que prefiero no nombrar, hizo lugar al pedido de mi marido de que yo no siguiera estudiando para dedicarse exclusivamente al cuidado de los dos hijos que tenía por entonces. Y así fue: el juez me obligó a dejar los estudios. Yo, para pelear la tenencia de mis hijos, accedí. Después, me casé y mientras trabajaba en la Escuela Hogar empecé a hacer colaboraciones en Los Andes, en El Andino y en El Diario, pero no me consideraba periodista. Me hice amiga de Antonio Di Benedetto y de Ana María Giunta. Ya me había interesado por las letras y en 1968 había publicado un libro de poemas y, después, Con olor a tinta, que eran cuentos. Así que decidí volver a la Facultad de Filosofía y Letras, pero justo me vio la rectora. No doy el nombre, pero al verme, como conocía mi trayectoria en los diarios y los libros, me dijo: “¿Qué hacés acá? Vos no tenés que estudiar, sino enseñarnos a nosotros”. Y eso hizo que dejara.
—Todo conspiraba para que no estudiaras…
—Así es. Mi formación no es académica en periodismo o letras, a pesar de todo, sino autodidacta. Mi formación en letras fue con Ana Freidemberg de Villalba, que era mi profesora de secundaria y luego hice talleres con ella.
—¿Te volviste a casar?
—Al ser asistente social, trabajé ocho años en el hospital Emilio Civit. Con esa experiencia escribí Las tejedoras del tiempo. Ahí conocí a Santos Favaro, médico pediatra, con quien me casé. Pero yo volvía llorando del hospital todos los días y él me dijo que dejara el hospital y me pusiera a escribir. Así que me probé en el diario Mendoza, en 1980. Ahí entré como una de las señoras gordas de Cortázar. A la primera nota fui vestida de señorona. Me di cuenta de que la vida ahí era de otra forma, y tuve que aprender a encontrarme con la gente. Aprender que el periodismo no es sólo saber escribir, sino tocar la realidad, tocar la noticia. El periodismo me llevó a cambiar mi forma de ser.
—En el medio, tu carrera como periodista y escritora creció. Ya hablaremos de eso (ver aparte). Pero llega un momento clave que es tu partida a Canadá. ¿Por qué se dio?
—Mi hijo mayor, Marcelo Thierry, trabajaba en Expedición de Los Andes y en 1999 comenzó a viajar a Canadá. Cuando se casó y tuvo un hijo decidió que quería irse a vivir para allá. Se fue primero él y luego su hijo, y mi otro hijo lo acompañó. Nos quedamos acá con mi hija y mi nieta. Ya se había muerto mi segundo esposo, así que en 1999 partimos para Canadá las tres.
—En Toronto fundaste un diario para el público hispanohablante. ¿Cómo se dio?
—A los ocho meses de mi llegada inauguramos El Correo Canadiense, un diario a todo color. Me di cuenta de que la comunidad hispana era grande, que tenía necesidad de informarse en español. Me junté con un periodista chileno y con un mendocino y nos propusimos poner un diario. Buscamos a un inversor, que tenía 14 diarios comunitarios, y él compró un edificio de tres pisos para ese diario. Así lo fundamos. El diario sigue y ahora tiene hasta un canal. Me hicieron una nota hace poco como “la persona que creó el diario”.
—¿Cuándo y por qué se dio la vuelta a Mendoza?
—Nosotros llegamos pidiendo asilo político, por la situación económica de la Argentina. Se lo dieron a toda mi familia, pero no a mí, por un error de mi abogado. Él olvidó en la audiencia mi carpeta sobre cosas que nos habían pasado que nos llevaban a querer vivir allí. No apelé porque ya tenía edad para jubilarme, así que me volví en 2004.
—Pero no “soltaste” del todo a Canadá, ya que hace unos años comenzaste con una saga policial que te ha deparado éxitos y se llama La trilogía de Toronto. ¿Cómo surgió y qué alegrías te ha dado?
—Cuando salíamos a caminar por Canadá con mi hija nos internábamos siempre en los bosques, especialmente los de North Park. Yo notaba que siempre había un bosque muy denso dentro de otro, que metía miedo. Con ese paisaje escribí la que fue la última parte de la trilogía: Muerte en North Park. Después escribí la primera, Grietas en el paraíso y después la segunda, que se llama La marca. La primera dio pie para que se empezara a estudiar en la UNCuyo la novela policial mendocina. He tenido la suerte de que mis obras se lean y estudien: pasa con Los días del miedo, con El niño roto...
—Hablando de “la marca”, ¿cuáles son tus marcas de estilo?
—Yo trabajo con contrastes, con el disvalor. Yo busco la belleza de lo horrendo. Si alguna vez le he pegado en el ojo al blanco, está en eso. Porque el lector, al encontrarse con ese disvalor, piensa: “Yo no estoy ahí”. Es quizás una manera de que la literatura para conocer. Mi literatura está basada en el sentido de la otredad. Y me gusta lo policial porque se hace justicia, a diferencia de la vida.
—¿No te gustaría que tu trilogía tuviera su traslado al cine o a una serie?
—Ya presentamos un “booking” a un productor de Estados Unidos y hay algunos contactos hechos. Quiero que llegue a Netflix. Estamos en eso. Pero no puedo decir nada más porque todavía no se da.
—El que haya leído todo lo que contaste de su vida no podrá creer que también tenés otras facetas: fuiste gestora cultural y dirigiste el teatro Mendoza y, además, como tallerista, has formado a varios escritores de Mendoza...
—Esas dos facetas me gustan. Yo hice una diplomatura de Gestión Cultural, incluso. Me encanta porque me muevo con comodidad y me gusta propiciar cosas. Pero lo que más me gusta es mi “Taller de la palabra”, porque no le llamo taller literario. Esa actividad me hace bien y el grupo es increíble. De ahí han salido varios premios Vendimia.
—¿Te interesa la política?
—Muchísimo. Estamos en un momento de cambio cultural que necesitábamos. El mundo está en un foso que a veces no dimensionamos. Y nuestro país sufre mucho y es desmerecidamente tratado. Creo que es posible que el cambio se esté produciendo. Soy optimista, a pesar de todo. Pero mi opinión no es importante porque la realidad y la historia son percepciones individuales.
De la gloria al infierno por una novela
Uno de los momentos más intensos en la vida de Mercedes Fernández fue la escritura, publicación y posterior traslación a una serie de TV de la novela El jardín del infierno. Esa versión televisiva puede considerarse una superproducción por la inversión que recibió, pero a la vez propició un hecho traumático del que aún no se recupera y del que apenas quiere hablar.
—¿Cómo nace El jardín del infierno?
—Fue la primera novela que escribí, antes de irme a Canadá. Empecé a fines de los 80 y se publicó en 1992. La temática partía del túnel de escape que construyeron unos presos en la cárcel de Boulogne Sur Mer en 1987, que terminó siendo el tercer túnel más grande del mundo con intención de fuga. Fue un caso real que conté a través de entrevistas con los que habían hecho el túnel. Por ese libro hasta me invitaron al programa de Mariano Grondona para contar la historia. El tema principal era el hombre y la libertad.
—Esa novela se convirtió luego en una serie.
—Yo estaba decidida a convertirla en una película o una serie. Me fui a Buenos Aires, hice un curso y volví a escribir el guion de la serie. Muchos se interesaron para poner plata y producirla. Yo armé todo sola. Al fin, vino un día un productor que se interesó, me entrevisté con él. Y se decidió a poner 2.800.000 de dólares.
—¿Y cómo resultó?
—Fue increíble la producción. Recreamos la población carcelaria, después de grabar las celdas reales para copiarlas. Se emitió por Canal 9 de Buenos Aires y después en Rusia, en Israel… Argentores casi me mata porque yo sola firmé con la productora, sin asesoramiento, y cedí todos los derechos. El jardín de los infiernos (así se llamó en TV) a mí me coloca entre la gente, pero si te tengo que ser honesta, no pude disfrutarla.
—¿Por qué?
—Siempre digo: “Cuando querés escribir sobre el infierno, vas a salir con las alas quemadas”. Lo profesional fue magnífico, pero lo personal fue muy duro. Tuvimos un elenco increíble: Arturo Bonín, Pepe Soriano, Ana María Picchio, Antonio Grimau, Arnaldo André, Hugo Arana, Emilia Mazer, Osvaldo Bonet, Juan Carlos Puppo, Gerardo Saavedra, Rubén Hernández y Pinty Saba. Tuvo éxito. Pero también consecuencias personales.
—¿Qué consecuencias?
—Es algo muy duro lo que nos pasó, relacionado con la gente en la que me inspiré, y es algo que nos duele mucho como familia (N. de la R.: sin querer mencionarlo, alude a un hecho delictivo del que fue víctima con parte de su familia, perpetrado por uno de los entrevistados para la novela). Pero no quiero hablar de eso. De esa experiencia sólo voy a mencionar algo: tengo el esternón partido de un puñetazo.
Lo central de Mercedes Fernández
Cómo se compone tu familia: Por mis hijos, Claudia Thierry, Marcelo Thierry y Nicolás Favaro. Tengo siete nietos: cinco en Canadá, uno en EEUU y una en Mendoza. Mi hermana, Lucy, fue una de las grandes actrices de Mendoza. Y Patricia, profesora de Letras. Y mis sobrinas, que están en España. Vivo con mi hija en Las Heras.
El libro o el autor que te marcó: Yo diría Jorge Luis Borges, pero también voy a decir El Quijote, que te deja descubrir siempre otro universo. Y Cortázar, y Di Benedetto, todos son partes constitutivas de mí.
Tu mejor libro: El que voy a escribir, el que estoy escribiendo, Desde el alma, que tiene mucho de autobiográfico. Son las historias de las personas que rodearon mi vida. La Fundación Santa Elena me está publicando toda mi obra y espero que salga por ahí. La UNCuyo también estaba interesada en publicar, pero no avanzó. Toda mi obra está agotada, excepto El cuaderno de tapas negras.
Una pasión o un hobby fuera del periodismo o la literatura: La música lírica. Yo escribo con las óperas a todo volumen, atronando. Y así, en medio de eso, escribo.
¿Argentina o Canadá? Argentina y Canadá.