A algún distraído el nombre de Diego Roel le puede parecer el de un recién aparecido. Un poeta argentino que, de pronto, comenzó a ganar premios internacionales: el premio Alegría en 2020 y el Premio de la Fundación Loewe ahora, este último uno de los más importantes en lengua española. Sin embargo, el trabajo de Roel (nacido en Témperley, Provincia de Buenos Aires, en 1980) es una tarea íntima, dedicada y sostenida desde hace 20 años, cuando se editó por Libros de Tierra Firme Padre Tótem - Oscuros lugares de revelación.
Roel, quien además es lector voraz de poesía y difusor de la misma, tiene además una vida itinerante cuyo camino lo llevó incluso a vivir en Mendoza durante dos años (2009 a 2010 y 2012 a 2013) hoy lo tiene campando a sus anchas, dado que se encuentra por un tiempo en España, adonde viajó para recibir el premio por Los cuadernos perdidos de Robert Walser, que le deparó el prestigioso premio Loewe y la publicación en la no menos prestigiosa editorial Visor.
En un descanso en Madrid, justo cuando recupera una computadora que perdió por unos días, Diego Roel se dispone a charlar con esta tierra del otro lado del hemisferio de la que guarda buenos recuerdos.
—Estás en la gira de presentación de Los cuadernos perdidos de Robert Walser (Visor), el libro que ganó el premio Internacional Loewe de poesía. Primero que nada, ¿cómo estás viviendo estos días?
—Vivo estos días con intensidad y alegría. ¿Qué me provoca? No sé. Una sensación rara.
—Hablemos ahora del libro, ¿cómo surge y qué características tiene?
—Surgió de una charla con una amiga poeta, Alejandra Boero. Ella me mencionó algunos aspectos de la escritura de Robert Walser que tendrían que ver con mi escritura. Yo no estaba del todo de acuerdo, entonces releí parte de la obra del escritor suizo, para refutarla. También leí el libro de Carl Seelig, Paseos con Robert Walser. A los 50 años, durante su segunda internación, Walser deja de escribir definitivamente y se contenta (si le creemos a Seelig) con su vida de paciente de un sanatorio mental. Entonces yo me imaginé unos cuadernos perdidos, una especie de diario apócrifo. Empecé a tomar notas y escribí los primeros poemas. Así surgió.
—Has hablado del “anhelo de invisibilidad” en el trabajo de muchos poemarios, esto es, ponerte una máscara y hablar como otro, sea Jonás, sea Hildegarda de Bingen o Robert Walser. ¿Qué caminos te abre ese ejercicio y cómo hacés para colar tu propia voz en esos textos?
—Siempre es mi voz. Mi voz transfigurada, disimulada o atravesada por el mundo y las cosas del mundo. Pero siempre es mi voz.
—Robert Walser era un poeta andariego. Vos no lo sos menos, ya que tu biografía muestra un nomadismo curioso. Has vivido en varias provincias, incluida Mendoza. ¿En qué se funda esa vida? ¿Es algo buscado o se va dando?
—No sé en qué se funda esa vida. No es algo buscado, es algo que me acontece. No sé qué decir al respecto. Me desplazo, no puedo evitarlo. ¿Mi vida en Mendoza? Trabajaba de cocinero en el resto-bar de mi hermano, Los Tres Viejos. Y coordinaba el ciclo de lectura homónimo. Organicé algunos recitales también. Mi memoria es pésima. Tocó varias veces Jorge Martín. Y una banda excelente, Jinete Azul. Varios artistas plásticos expusieron en el bar. Ahora sólo recuerdo a Andrés Casciani.
—Comenzaste a publicar muy joven, con aquel Padre tótem que apareció por Libros de Tierra Firme. ¿Cómo fue tu formación poética, es decir, qué lecturas considerás fundantes en tu propia identidad como poeta?
—Mi abuela, cuando era muy chico, me leía el Martín Fierro, la Divina Comedia, el Cantar de los cantares, los salmos, Job. A los 15 años conocí en Neuquén a Gerardo Burton y a Jorge Smerling. Gerardo me pasó una traducción suya de Aullido, de Allen Ginsberg (nunca la publicó, es una lástima porque es la mejor versión que leí). Ginsberg me voló la cabeza. Después vinieron: Saint-John Perse, Celan, Jabés, Claudel. Cuando me mudé a La Plata en 2001 conocí a Horacio Castillo. Castillo fue fundamental en mi formación, y en mi vida. Era un ser humano maravilloso, un poeta increíble y el mejor traductor de poesía griega moderna. Me leía en voz alta, en griego, a Elytis, a Seferis, a Ritsos.
—Tu poesía es lírica y a veces se acerca a lo místico y religioso, en tiempos en que eso no es común. ¿Te sentís un bicho raro en ese sentido?
—No me siento tan solo. Conozco a poetas que transitan, creo, la misma senda. No pienso mucho en la propia obra. Y nunca me interesaron las corrientes en boga. Todos los poetas que leo son, me parece, “bichos raros”.
—¿Qué otras voces de la poesía contemporánea argentina te parecen dignas de destacar?
—Odio las listas de nombres, pero bueno, voy a ceder. A ver, te digo un poco desordenadamente: Inés Aráoz, Valeria Pariso, Mercedes Roffé, María Belén Aguirre, Lucas Margarit, Claudio Archubi, Raquel Jaduszliwer, Emilia Carabajal, Rita González Hesaynes, Elena Annibali, Noelia Palma, Gustavo Caso Rosendi, María Malusardi, Gabriela Alvarez, Gerardo Burton, Raúl Mansilla, Verónica Padín, Marina Serrano, María Bakun, Diego Muzzio, Diego Ravenna, Emiliano Campos Medina, Natalia Litvinova, Mario Nosotti, Claudia Masin, Carlos Battilana, Alejandro Méndez Casariego, Jotaele Andrade, Sandra Cornejo… Bueno, te dije unos cuantos, un poco al tun tun. Odio las listas.
—Después de Walser, ¿qué viene? ¿Estás trabajando en algún libro nuevo? ¿Siempre dentro de la poesía?
—Siempre dentro de la poesía. Andréi Rubliov y Walser son parte de una trilogía. Hay un tercer libro que cierra el ciclo. Tiene que ver con un pintor. Más adelante, en otra ocasión, te cuento.
Un poema de Los cuadernos perdidos de Robert Walser, de Diego Roel
VIDA SOLITARIA
Lejos del camino, encerrado
en esta habitación, leo y releo
el libro de Silesius.
¿Acaso mi alma es límpida
como un cristal?
¿Mi cuerpo nació del barro?
Benévolo lector:
el animal mira un trozo de tierra
y no comprende que en toda forma
habita una plegaria silenciosa.
Yo sólo anhelo llegar a ser
luz que se expande hasta morir.