Existen muchas razones para andar en bicicleta, en mi caso, dedicado a la escritura de relatos andinos, es casi una obligación. Nadie habla mucho de esto, a la hora de reflexionar sobre literatura, pero escribir engorda: un cuento, alrededor de 2 kilos; una novela, unos 15 kilos. Por eso soy escritor y hago ciclismo también, una de las disciplinas de ese otro heterónimo triatleta. Otro es ceramista, razón por la cual, me invitaron a leer mis textos andinos al Segundo Encuentro de Escultores de Cuyo, en el Rancho Cultural La Condorera, de la Villa 25 de mayo, en San Rafael. Y decidí ir en bicicleta desde Luján porque el mundo pertenece a los valientes.
El poeta Raúl Silanes, con quien rodé miles de kilómetros en bicicleta de ruta, me enseñó “lo de la cadencia” en el ciclismo, y aseguraba: “La bicicleta es el único vehículo que conserva la velocidad del hombre mientras viaja”.
Recordaba aquella frase mientras buscaba en mi cabeza un texto que naciera durante mi viaje al sur mientras pedaleaba en bici. Las palabras parecían agazapadas, pero de pronto se me hicieron tangibles, cuando miré hacia la montaña lejana y nevada, imaginando un texto. De pronto, de ese lugar provino una voz que se me impuso, paré la bicicleta rápidamente, como un cazador, pero de letras, y escribí:
Las montañas lucen desnudas.
El color de la roca violeta sin nieve.
La nostalgia aflora ante la erosión.
“Reza que nieve”, un calco pegado a los automóviles de los autos.
“Reza que nieve”, un cartel en un baño de alta montaña.
“Reza que nieve”, en nuestro tiempo.
La niñez se acerca curiosa a ver mi bicicleta,
ya no añoran la nieve.
“Reza que nieve”, otro calco pegado en una camioneta.
Reza que nieve, también reza por comida y salud.
En Los Andes, golpea fuerte la necesidad.
Al llegar al Encuentro en el Rancho Cultural, tuve la sensación de que el arte permanece a pesar de todo. Escultores de todo Cuyo estaban allí trabajando sus piezas, acompañados de música en vivo y amor.
Los estetas llegaron como pudieron porque el arte es una constante cultural que subyace a las más variadas formas de vida y que ni la distancia, ni la dificultad, anulan.
El público de la Villa aplaudió a rabiar la música de Cristina Pérez y La Roca Andina. Aún hoy permanecen en mí, como ecos de un más allá, las palabras de Cristina cuando la entrevisté para la radio abierta:
—¿Cómo es tu poiesis? Cómo definís ese momento en donde aparece la creación.
—Me entrego a sensaciones, a una especie de coordenadas que estremecen todo mi ser y que me llevan a la fuente creativa, donde ya no soy yo, sino varios: me uno a Dios, a La Pacha Mama, con Buda y con Mama Quilla también. Ellos marcan mi único camino posible para conectar con el universo: la senda del arte.
El Kintu (ritual andino que se realiza con la hoja de coca) se formó en torno al fogón en uno de los atardeceres. Entre hojitas de coca y sonrisas, los escultores se fueron presentando antes del soplido intencionado: Alejandro Villaruel contó que le pone el mismo amor a la escultura que a la cosecha de un tomate. Facundo de La Rosa nos hizo reflexionar y repetir su mantra diario, que dice:
“Gracias agüita de Mendoza,
siempre serás abundante y hermosa,
gracias Pachamama de Mendoza,
por su agüita abundante y generosa”.
El escritor Claudio “Che” Barro trajo frescura en el viento cuando leyó un poema. Fue tiempo de agradecer para Horacio Rosas y Mónica Burán. Luis Martinetti ofrendó a la Pacha un sabio cuento de dioses.
El Rancho Cultural parecía respirar, me dio la sensación de que es un lugar de energías que provienen del cariño, del corazón, de intensiones positivas, como que tiene vida propia. Por las noches las personas se acercaban humildemente de distintos lugares lejanos, entraban al rancho como pidiendo permiso, con ropa linda, bien vestidos. Hermosos. Vivimos los recitales increíbles de Che Barro, Changarines Viajeros y Circo Funeral.
Aprendí con el folclore cuyano, con sus tonadas y guitarreros de increíble virtuosidad, que son tan complejos, como los músicos de Jazz. Sobre todo cuando escuché a Fermata Calderón y Acción Serenata.
Por las mañanas las herramientas de los escultores despertaban a todos. Desde el amanecer con Inti, hasta el atardecer, se escuchaban los músicos, entre cuecas y cantoras con razón desenfrenada. Se regaba la huerta del Rancho y se tomaba mate con Lelé, un amigo sabio que me repetía: “estamos acá”.
Los sikuris Mono Andrade y Le Tomí me trajeron la voz del viento a través del Siku. Fue hermoso, esa voz se me impuso nuevamente. Corrí a buscar mi libreta y le escribí al Waira (viento). En décima, como lo hacen en la Villa 25 de Mayo:
El viento to’ lo supera
él y ella son andino:
¡roca y waira divino!
si la gente sintiera
el gran poder que genera...
Así nació Polvaredas
entre la tierra enredas
tus múltiples historias
que indagan mi memoria
entre las vías y gredas.
El Encuentro de Escultores terminó un domingo cuando Carla Colombini y “Nano” Sabez, nuestros anfitriones, quienes hicieron una horneada de cerámica. Metimos allí en el horno a leña, piezas, que son una recolección de las voces de nuestra colectividad andina.
La horneada transcurrió escuchando las enseñanzas que los abuelos narraron en el fogón. Esas seis horas en donde cobran vida las piezas de arcilla al transformarse en cerámica, me permitieron constatar que hay en nosotros una constante cultural que subyace en nosotros, como ecos de una voluntad infinita que transmite siglos de sabiduría.
P.D.: Gracias a Ezequiel Gatti quien me prestó su bicicleta.