Con la Modernidad, la ciudad adviene como tema literario, pero las relaciones que principalmente los poetas entablan con el artefacto urbano no dejan de ser conflictivas. Estas reflexiones tienen como punto de partida el exquisito ensayo de José Luis Menéndez titulado Orfeo en la ciudad; Blake, Baudelaire; Ginsberg, Gelman: las venas abiertas de la razón mítica, publicado en 2012 por Alphalibros.
El autor tiene una reconocida trayectoria en nuestra provincia: nacido en Buenos Aires, pero radicado hace muchos años en Mendoza, es contador público además de poeta y ensayista, ya que estudió y se graduó en Ciencias Económicas en la Universidad Nacional del Litoral. Ha publicado artículos y poemas en diarios de país y del exterior. En Mendoza, fue colaborador de la revista Aleph, y en Buenos Aires, de Amaru.
Ha publicado, entre otros, los siguientes libros, además de su participación en volúmenes colectivos: Juegos sin límites (1989); Uno más uno (1991), con María Inés Cichitti; Reunión con Poe (1994); La sexta propuesta de Ítalo Calvino para un nuevo milenio (2004); Cuerpo de mujer (2006); Defensa del diablo (2012, poemas); El amor vence al odio (2015, poemas); Acto de fe (2015, ensayos); Tatuajes interiores (2019); Cómo leer un poema (2021); Corazón de armonías (2021); El arte de leer (2022); Viene luz de Macondo (2022). Además, entre 1986 y 1996 participó de ese recordado emprendimiento cultural, animado por Ana de Villalba, que fue el Grupo Aleph, y que consistió —además de la publicación de doce números de la revista del mismo nombre— en reuniones de comentario de lecturas, en compartir, en fin, el común amor por la palabra hablada, sin sujeciones a una estética prefijada u homogénea. Mantiene asimismo el sitio web Alphalibros, para la difusión de la literatura y el arte de la región.
El título del libro de Menéndez nos remite al cantor de Tracia, devenido arquetipo del poeta. De acuerdo con el mito, Orfeo era hijo de un rey y de la ninfa Calíope, que le transmitió el don del canto. Participó en la empresa de los Argonautas, paradigma del viaje heroico, y vivió una trágica historia de amor, cuando su amada Eurídice murió al ser picada por una serpiente. En su busca, el poeta emprendió un descenso a los infiernos y la seducción ejercida por su lira le permitió recuperar a Eurídice con una condición: no volverse a mirarla hasta no haber retornado al mundo de los vivos. Orfeo no resistió el deseo de contemplarla y ella muere definitivamente, sumiendo al amante en el más cruel dolor.
Así Orfeo deviene, en palabras de Menéndez, “la voz en agonía. La que se bate entre el olvido y la perpetuación […] La otra voz perpetua y disonante del mundo, que siempre se pierde y reaparece” (p. 13). Por ello, continúa el poeta mendocino, “con Orfeo se expone y se clausura, en realidad, la esencia mítica del oficio del poeta y de toda literatura trascendente” (p. 13).
A partir de esta consideración, el ensayo examina un conjunto de poetas (enunciados en el subtítulo) de gran trascendencia para la lírica moderna. Y allí entra a jugar el otro elemento presentado por Menéndez en el título: la ciudad, piedra de toque de las escrituras contemporáneas. El poeta William Blake sirve de pórtico a esta inclusión del artefacto urbano en el horizonte de expectativas de los creadores, en tanto es él quien, en los albores del siglo XIX, “avizora la ciudad fantástica; la de los objetos despersonalizados, producidos exclusivamente para el cambio; la que transforma de una manera esencial su propia entidad física, cubriéndose de cables y de vías, de ruidos y luces, mostrando su nuevo rostro especular, raudo y bullicioso, poblado de imágenes infinitas” (p. 31).
Sin embargo, es Charles Baudelaire el poeta citadino por excelencia, el flâneur que recorre las calles parisinas, observando y recogiendo el material que luego plasmaría en sus creaciones, pero, sobre todo, reflexionando. En palabras de Menéndez, “el primer poeta visible en el ámbito ciudadano del mito” (p. 33). El poeta francés percibe inequívocamente la contradictoria entidad de las ciudades modernas, planteada de modo teórico por Luis Jambrina (“Ciudad y Literatura”, en Clarín, 3 de mayo 2006), en los términos siguientes: “La ciudad también como desierto o como jungla para el hombre moderno. Frente al mito de la ciudad como espacio de libertad y de la razón, está la concepción de la ciudad como laberinto, como red de lazos y trampas, como lugar de explotación, de exilio y de fracaso, como cárcel, como cementerio […]”.
Otro eslabón fundamental en esta relación del poeta con la ciudad está dado, para Menéndez, en la obra de Allen Ginsberg, porque “la mecanización del hombre en las ciudades, que Blake alcanzó a advertir, y que Baudelaire vio y trató ya de manera más precisa, adquiere desde principios del siglo XX, una presencia abrumadora” y en esta línea, Ginsberg aparece como vocero de una generación de escritores que se plantean de modo crítico la relación con su tiempo y con su medio.
En el tramo final de su recorrido, el ensayista sitúa al argentino Juan Gelman y su “patético dualismo, en donde cada hombre actual se mira y se asume como dos hombres diferentes: el que busca todos los días lo que ayuda a vivir; y el otro, el que sabe que se está muriendo” (p. 114). Su ser mismo, su doble condición de poeta y de militante político, choca contra “un mundo que se encuentra modelado, en todas sus manifestaciones, de acuerdo con el discurso del razonamiento lógico” (p. 94).
Entonces —se pregunta Menéndez–, “¿qué hace el poeta frente al hecho prohibido, la domesticación del gusto, el lugar común, la limitación de todo horizonte creativo? Sencillamente, los rechaza” (p. 95). Y transgrede. Así, la “literatura exiliar” de Juan Gelman proyecta una nueva utopía, que “recupera del pasado las alegorías más capaces de vida […] y las convierte en símbolos de futura memoria” (p. 104).
Este meduloso recorrido por las entrañas mismas del ser poeta concluye con una afirmación de futuro: “ante el nuevo reino audiovisual donde las imágenes se repiten y sobreponen hasta quedarse sin sorpresa ni encanto, donde los discursos ensayan cien mil formas de eludir el agua y el fuego, pero se mueren de súbita vejez mientras proclaman más reciente novedad […] la Poesía se reconcentra y se liga en su matriz originaria, se hace poética del dolor común […] y afirma su camino de eternidad […] por encima de cada individuo y de cada circunstancia quebrantable” (p. 117).
Orfeo eterno es también Proteo, el de las mil formas.