Ricardo Tudela (1893-1984) fue un gran poeta y ensayista mendocino a quien puede considerarse como uno de los iniciadores de la vanguardia poética en Mendoza (cf. Gloria Videla de Rivero, “Notas sobre la literatura de vanguardia en Mendoza: el grupo Megáfono”, 1985 y “La poética de Ricardo Tudela: sus filiaciones literarias posrománticas”, 1996). De hecho, sus reflexiones sobre la imagen poética pueden contrastarse con las de Jorge Luis Borges vertidas tempranamente en España, en la revista Ultra el 20 de mayo de 1921 (afirmaciones como “La metáfora: esa curva verbal que traza casi siempre entre dos puntos –espirituales- el camino más breve”) y luego reiteradas o reformuladas en el conocido “manifiesto ultraísta” publicado en Nosotros, en Buenos Aires, en 1921: “reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora”.
Tudela, en la primera sección de su libro El inquilino de la soledad (1929), titulada “Ubicación de un destino”, en la reflexiona sobre la poesía en general y su propio ser de poeta, afirma, por ejemplo: “Yo, para mí me lo tengo explicado y bien comprendido. El mundo es un poliedro de metáforas”. Pero difiere también en el valor asignado a la emoción. Si Borges reclamaba en el citado manifiesto la “abolición del confesionalismo”, Tudela, por su parte, proclamará que “miente a sabiendas quien niega la emoción en las imágenes” (p. 17), ya que “En cada una de ellas vive un alma jubilosa o en pena” (p. 19).
Estos sentimientos se condicen con su praxis poética primeriza, en sus libros de prosa y verso De mi jardín (1920) o Vida interior (1922); en su poema Horas de intimidad (1924) y en Los poemas de la montaña (1924), aclamado como el “primer libro que canta a Cuyo”. En este último, además de una intención significativa que trasciende lo meramente representado (“El alma del paisaje / montañés. La gran calma / de la mole dormida / con un fulgor de alma / y un rumor de boscaje, / que es luz amanecida”, p. 11) hay un sentimiento genuino del paisaje, con atisbos de una vida sufrida y heroica –cuando canta a “Los arrieros” o a los humildes habitantes de la serranía.
Se advierten en estos poemas “ideas rectoras” de la poética tudeliana, tal como las sintetiza Videla de Rivero: la concepción neoplatónica de que la poesía es anterior al poeta y este debe empaparse de esas esencias misteriosa, regidas por una clave musical, como garantía de perfección; el impulso ascensional del acto creador; su fondo emocional y a la vez irracionalista; la relación naturaleza / poesía… que se formularán en forma de meditación en la década siguiente, pero que estos poemarios del 20 desarrollan en forma acabada y armónica a través del verso y de la imagen
Volviendo entonces a El inquilino de la soledad, este libro representa un hito importante en ese proceso de búsqueda de la interioridad, “como una introspección hacia valores ocultos que lo pueden salvar de la desesperanza” (Graciela Miranda: “La concepción del hombre en El inquilino de la soledad. Inédito). Además de la primera sección, ya nombrada, componen el volumen las siguientes: “Andamios de la vida inverosímil”; “El drama de la esperanza”; “Palabras del Amor Nuevo”; “Prontuario de recuerdos”; “Además del tiempo que llega” y “Ecce Homo”, cada una de las cuales se compone de un número variable de textos en prosa poemática a la vez que de tono reflexivo.
Hay un dato contextual, quizás anecdótico pero interesante, en torno a esta obra que, como afirma Alfredo Nomi en un artículo publicado en Los Andes el 31 de julio de 1988, titulado precisamente “La casa en que nació El inquilino de la soledad”, fue escrita en San Rafael: “Todos los años en los otoños y entrada ya la primavera Ricardo Tudela viajaba desde la ciudad de Mendoza, donde residía, a la Villa 25 de Mayo para instalarse en su pequeña casa […] Allí se encontraba con el paisaje bucólico, el clima y la tranquilidad deseada, así como también con la inspiración necesaria para sus poemas y además, introducirse en las meditaciones, auscultando los interrogantes superiores que asediaban constantemente al pensador”.
Y agrega Nomi: “En la pequeña habitación de la casa-quinta que da al carril pavimentado, el que lleva al río y a los diques, tenía en ella Tudela su lugar de trabajo. Pocos estantes con libros, una mesa grande, un escritorio, la máquina de escribir, algunos retratos familiares, varias sillas. No había puerta ni ventanas a esa calle […] Todo es muy modesto. Solamente los árboles muestran una lozanía, una belleza vegetal que dice de clima benigno, de riegos sin restricciones […]”.
Todos los que hemos tenido la dicha de visitar este sitio privilegiado y cargado de historia, como es el núcleo original del poblamiento sanrafaelino, la “Villa vieja”, que canta -por ejemplo- Juan Solano Luis, otro hijo dilecto del departamento sureño, podemos imaginar el encanto que brindaba y brinda aún al que lo visita, ese pacífico rincón que discurre en las proximidades del río, guardando el recuerdo de tantos escritores que transitaron por sus calles apacibles.
En efecto, como bien señala el mismo Nomi, “Casi podría denominársele ‘heredad de poetas’, porque también han pasado y alguna vez vivieron temporariamente en este ‘valle de la soledad’, Alfredo R. Bufano, Fausto Burgos y Juan Solano Luis”. Solo allí podría exclamar Tudela sus alabanzas al paisaje, estampadas en las páginas de El inquilino de la soledad, aunando paisaje, poesía y vida profunda y meditada: “Álamos para que jueguen las urracas, los zondas y los volantines. Cerros y álamos dentando los horizontes, mientras el anochecer se pinta de campanario para chistar los silencios lejanos […] No es que seamos sino una promesa de existencia. Una promesa enarcada en lo alto, dando tumbos como pelota por la intuición que azuza sus inmensidades […] Todo fue paisaje al entregarse ahíncos y desesperanzas. Cubiertos de ramazones y estrellas se nos vinieron los anhelos carne adentro. En el redondel del valle se apeó el ensueño […]” (pp. 75-76).
Ese “escritor montañés” como se proclama el propio Tudela, abrevó entonces en el pasaje para construir obras monumentales, poemas muy expresivos y ensayos que han merecido de parte del distinguido filósofo Diego Pro la calificación de “esenciales” (cf. “Ricardo Tudela ensayista, en Los Andes, 3 de diciembre 1989): “textos breves, incisivos en su pensamiento y límpidos en su expresión”, con un “sesgo lírico personalizado y creador”. Si bien estas aseveraciones fueron vertidas por Pro a propósito de otro texto de Tudela (El pensamiento perenne) pueden calificar perfectamente la obra que aquí comentamos, en la que también se advierte la profunda unidad entre pensamiento y creación estética que singulariza su producción escrita.