Los empleados de la agencia de turismo cruzaban miradas de preocupación en silencio, sin decir una palabra. No encontraban una explicación razonable que justificara el retraso en la llegada del contingente de viajeros a las celebraciones de la Virgen del Valle, en Catamarca. Era un atardecer del otoño mendocino, cuando la luz del sol era sólo un recuerdo en una esquina cercana al kilómetro cero, en la Ciudad de Mendoza, y la tensión crecía entre los familiares que esperaban el micro. Las especulaciones entre quienes aguardaban rondaban alrededor de un posible accidente de tránsito en una época en la que no existían los celulares. Un momento histórico difícil de imaginar hoy, con hiper conexión y noticias instantáneas.
En el grupo de esos ansiosos estábamos mi padre y yo. Ejercitábamos la paciencia al acecho de la llegada de su madre, la abuela a la que me parezco físicamente. Nuestra misión era llevarla a un restaurante donde teníamos una reserva.
Mi abuela paterna, que con una lógica inobjetable los primos de mi Tribu denominaban “la abuelita azul”, usaba un matizador entre lila y azulado para disimular sus rulos encanecidos. Esa señora de ojos almendrados y rizos coloreados vivía en el departamento más reluciente que yo haya conocido. Siempre tenía una gamuza al alcance de la mano para repasar muebles, adornos o superficies. El piso de madera plastificada parecía un espejo que invitaba a jugar. Mi actividad favorita cuando la visitábamos era buscar alguno de los tomos de la enciclopedia El Tesoro de la Juventud, y algunos puñados de caramelos rellenos de Bonafide, que parecían multiplicarse en una cantidad interminable dentro de una caramelera de cristal rojo: la protagonista indiscutida de su living.
Entre sus amigas mi abuela era famosa por sus reuniones en las que combinaba juegos de naipes con manjares dulces y salados de la Confitería 9 de Julio, que la contaba entre sus clientas más fieles y asiduas. Fanática del cine, podía pasar la tarde hundida en las butacas de una de las salas emblemáticas de Mendoza; el cine teatro Gran Rex -que fundaron José y Segundo Antún en 1943-, con sus inolvidables escaleras de mármol, su piso de parquet y su acústica impecable.
El de las festividades de la Virgen del Valle de Catamarca era un viaje de menos de una semana que ella adoraba hacer y que, a veces, coincidía con su cumpleaños. Entre sus rutinas frecuentes visitaba catedrales, santuarios, museos; y siempre encontraba un momento para admirar dos objetos preciosos que se asocian a milagros de la Patrona de Catamarca: la cadena de oro y el jarro de la virgen. Pero no eran el oro macizo de la cadena, las esmeraldas del águila que sostenía, o la plata de ese jarro sin azas lo que la deslumbraban; sino las historias que rodeaban a esos objetos milagrosos. Los relatos de cómo dos enfermos graves, -en circunstancias y momentos históricos diferentes- se habían encomendado a la Señora del Valle y habían superado la enfermedad y la adversidad gracias a su misericordia.
Después de tres días de paseo, ya en el micro de vuelta -cuando estaban atravesando Villa Media Agua, en San Juan-, mi abuela consideró que su cumpleaños y la fama internacional del jamón crudo de esa zona ameritaban un festejo con todo el contingente.
Con la generosidad la caracterizaba le pidió al chofer que ubicara el mejor lugar para degustar ese manjar, y se detuvieron en una cantina donde aclaró que todos eran sus invitados. Los sándwiches de pan casero tenían un hilo de aceite de oliva, las infaltables rebanadas de un jamón con una finísima franja de grasa de cerdo y cilindros de tomate perita sin piel, con tiritas de albahaca fresca. Transcurrieron horas de música y risas sin relojes a la vista ni preocupaciones, hasta que se dieron cuenta que se les había hecho tardísimo para llegar a Mendoza. Cuando retomaron la ruta ya atardecía.
Vi cómo se le aflojaba el ceño a mi padre cuando mi abuela bajó los tres escalones del ómnibus ilesa y con una sonrisa indeleble. Se cerró los botones de un tapadito liviano de lana justo antes de abrazarnos. Nos explicó que perdió la noción del tiempo cuando decidió que la vida es demasiado corta para no celebrar en cada ocasión que se presentara.
Mi abuelita azul fue una de las mejores conversadoras que haya conocido. Se sentía en la obligación de llenar todos los silencios, para que nadie se sintiera incómodo. Adoraba contar historias, pero jamás la escuché decir palabras duras u ofensivas sobre nadie. Era discreta, prudente y jamás hablaba de sí misma o de sus preocupaciones.
Más tarde, ya con mi hermano y mi madre durante la cena, nos contó -justo antes de los postres-, un incidente que le había sumado más de una hora al retraso que ella misma ocasionó con su festejo. En un tramo de ese trayecto desértico que conecta San Juan con Lavalle, una alta autoridad eclesiástica que acompañaba al contingente, necesitó hacer uso de un baño con una premura que no admitía dilaciones. No había ningún sanitario a la vista, ni lo habría por varios kilómetros, por lo que frenaron en un descampado y lo dejaron bajar. Caminó en dirección a unos arbustos que estaban a cientos de metros de la ruta, en búsqueda de privacidad. Una vez aliviada la urgencia levantó la vista de debajo de unos yuyos secos y no pudo precisar en qué dirección estaban el micro y la ruta. Es que se había internado entre esa vegetación espesa de casi dos metros de altura que no lo dejaba ver el horizonte. Después de caminar diez minutos por una huella que no lo condujo al destino deseado descubrió que estaba irremediablemente perdido. Le tomó un buen rato encontrar un rancho. Para su alivio el puestero puso a su disposición un sulky que lo condujo de vuelta a la ruta, hasta que dieron con el ómnibus en el que chofer y pasajeros estaban evaluando cómo organizar búsqueda y rescate.
Fue un día perfecto de cumpleaños que terminó con la distribución de los regalos que nos había traído del viaje: mantas, cinturones y muñecas de hilos de colores; representantes del arte textil de hilanderos catamarqueños que mi abuela eligió con delicadeza. Su manera de expresar su cariño infinito.