Aunque hoy no hay dudas sobre nuestro parecido -de eso se encargan los rulos y algunas expresiones y costumbres indelebles que nos igualan-, de niños nadie hubiese arriesgado que éramos hermanos. Él era rubio, de pelo lacio y tez nívea. Yo castaña, parecía nacida en algún remoto país africano, con mi cabeza llena de rizos indomables y mi piel color chocolate, producto del sol salvaje del verano mendocino.
Competíamos cotidianamente por conseguir pequeñas victorias insignificantes. Los sábados en la mañana saltábamos de la cama para ver quién llegaba primero a la puerta de la cocina, donde reposaban el Diario Los Andes y el Billiken: el ganador se quedaba con la sorpresa que acompañaba a la revista infantil. Hacíamos batallas de almohadonazos; o una carrera, a las siete de la mañana, para ver quién se vestía más rápido para ir a la escuela.
Nuestro devenir cotidiano era, en la superficie, de discusiones sobre detalles banales. Sin embargo cuando importaba, en momentos de crisis, éramos un frente unido contra la adversidad. La madre de todas las guerras -que librábamos juntos sin fisuras- era la obligación ineludible de dormir la siesta en la víspera de Navidad. Nuestros padres buscaban que no perturbáramos su descanso; y que la celebración del veinticuatro de diciembre no se empañara con dos niños irritables por sueño. Si había algo claro entre los hermanos, incluso aunque estuviésemos desfallecientes de agotamiento, era jamás dejarnos doblegar.
Durante cerca de diez años en los que vivimos en la casa de la Tribu, en el antiguo consultorio de pediatra de nuestro abuelo transformado en departamento, mi hermano menor y yo compartimos habitación. Era un espacio amplio con piso de parquet plastificado que resistía nuestras volcaduras y pegotes aplastados. Teníamos dos camas con respaldo de bronce, separadas por pequeñas mesas de luz de caña con un vidrio que, en ocasiones, también servía para calcar mapas. En momentos de complicidad a prueba de intrusos, o cuando nos sentíamos vulnerables porque intuíamos problemas adultos que no comprendíamos, esas camas se juntaban para sentirnos más cerca. Y, a veces, para desafiar la orden de dormir durante la hora del fuego en verano las usábamos de cama elástica, para saltar más alto, en un intento por tocar las molduras de yeso en el cielorraso. También como plataforma de lanzamiento, colgados de las cortinas, hacia un pequeño estar contiguo.
En ese dormitorio, sobre una biblioteca de roble, se ubicaba un televisor Philips blanco y negro que sería, especialmente en el día previo a la Navidad, nuestro aliado anti-siesta para maratonear películas. En nuestro top five eran espacialmente valoradas las navideñas como “Qué bello es vivir”; o en definitiva, cualquiera de animación de Disney. Pero, con tal de no dormir, nos hipnotizaba incluso Mirtha Legrand en algún clásico del cine argentino.
Entre las tradiciones navideñas que adorábamos se sumaban el armado del arbolito y el pesebre, que mi madre había convertido en una maqueta que crecía cada año. La recreación del nacimiento del Niño involucraba un par de lonas marrones que simulaban un terreno semi montañoso que disponíamos encima de una estufa de tiro balanceado en el living. Habitaban ese espacio los animales que acompañaban a la familia, los Reyes Magos con sus camellos, y todos aquellos muñequitos y personajes que consideráramos necesarios para representar ese momento histórico. Esas costumbres complementaban uno de los objetivos principales de nuestra Navidad: los regalos.
De entre los ritos navideños sobresalía la preparación de los pedidos a Papá Noel; aunque nunca integraban esas cartas objetos necesarios -que tanto le gustaban a mamá-: ni zapatillas, ni trajes de baño para la temporada de pileta. Nosotros sólo queríamos recibir juguetes (y en mi caso también libros). Las cartas de mi hermano, desde que pudo articular sus primeras palabras hasta que dejó de enviárselas a Santa Claus, comenzaban así: -Me porté bien y quiero el barco pirata de los Playmobils. Y seguían con más Playmobils en orden decreciente de importancia.
La gran colección de esos muñequitos articulados alemanes de siete centímetros y medio de alto fue, para mi hermano, una revolución que lo sumió en un mundo fascinante con el que soñaba despierto. Pasó de jugar con soldaditos de plástico de una sola pieza rígida monocolor (verde oliva), a un universo inimaginable.
Los playmobils sacudieron la manera en la que jugaba y disfrutaba. Tanto, que durante años no podía salir de la casa sin alguno de ellos en algún bolsillo. Movían brazos, piernas y cabeza; pero lo alucinante, además de la diversidad multicolor que exhibían en su piel, vestimenta y pelo, eran sus accesorios. Podían agarrar infinidad de objetos y las posibilidades de escenas que recreaban eran ilimitadas.
Las jugueterías eran un lugar donde él disfrutaba y sufría en igual medida. Sus pequeños pasos lo guiaban, siempre en trance, al sector donde se apilaban los Playmobils y sus ojos no podían apartarse de ese universo. Había una caja que él admiraba y que sabía completamente inaccesible para el bolsillo de nuestros padres: el barco pirata. Era marrón, de unos cincuenta centímetros de largo; incluía piratas, cañones, oro, sables, y decenas de otros accesorios.
Una Navidad, como cada vez, los primos calculábamos cuántos minutos faltaban para sumergirnos de cabeza en una montaña de paquetes que sabíamos aparecerían debajo del gran pino de la casa de nuestra abuela. Sumábamos mentalmente cuántos trompitos, cañitas voladoras y petardos acumulábamos entre todos.
Después de abrazarnos con cada integrante de la Tribu llegó el momento de la distribución de regalos. Mi hermano sacudió su paquete más importante, una caja en la que sonaban fragmentos como cascabeles. Rasgó el envoltorio con ansiedad y apareció una carreta Playmobil, de las del lejano oeste, con caballos y cowboys. Sus ojos brillaron de emoción, dio un grito de felicidad y se puso manos a la obra para ensamblar las diferentes piezas: barriles, armas, el lienzo de la estructura de la carreta y hasta las monturas y sombreros de los muñequitos.
Nunca consiguió el barco pirata. Creo que siempre supo que formaría parte de esos sueños que tenemos y que sabemos inalcanzables, en ese horizonte de las cosas inasibles.
Esa noche, cuando bajamos desde la casa de nuestros abuelos hacia el jardín que conectaba con nuestro departamento, juntamos las camas para dormir cerca. Mamá nos besó y alisó nuestras sábanas para ajustarlas debajo de los colchones. Cuando todavía su perfume flotaba en el ambiente él se abrazó a sus nuevos Playmobils y, ya dormido, lo vi sonreír.