Las fiestas de fin de año de mi familia tenían una cualidad única que los chicos extrañábamos hasta que volvía a ser veinticuatro de diciembre. No eran solamente los regalos sino, sobre todo, la emoción palpable en el ambiente. Tal vez una unión que pensábamos indestructible y que nos hacía sentir a salvo, o tradiciones que formaban parte de lo que implicaba pertenecer a esa Tribu que formaron mis abuelos maternos con sus nueve hijos y veinte nietos.
Los fuegos artificiales jamás faltaban en esas reuniones y ejercían en nosotros una atracción feroz. Pasábamos semanas anticipando el momento en el que nos dejarían usar -siempre después de las doce de la noche y con supervisión adulta- cualquier artefacto de pólvora envasada para producir ruido, humo, resplandores coloreados.
Eran esas las sensaciones que buscábamos una y otra vez -sin éxito- en cada aventura que emprendíamos a la siesta, en el horario del tedio. Queríamos experimentar la emoción que nos provocaban las bengalas cuando explotaban en el aire y repartían esquirlas multicolores, la de los trompitos rojos y verdes que atravesaban la terraza de la casona de mis abuelos como enloquecidos, mientras los chicos gritábamos porque creíamos que venían justo a nuestros pies.
Hubo un mediodía de esos en los que el verano se resistía a despedirse, cuando mi hermano y yo combinamos con nuestros primos que esa siesta intentaríamos un programa diferente. Las entretenciones clásicas: playmobils, bolitas, figuritas y chapitas aplastadas no revestían ya ningún misterio. Buscábamos algo extremo, tal vez incluso peligroso. Los cuatro vivíamos debajo del caserón donde nuestros abuelos acunaron su Tribu. Ellos en un departamento que daba a la vereda, y nosotros en el antiguo consultorio de pediatra de mi abuelo, al fondo de la casa. Estábamos empeñados en burlar el mandato de permanecer tranquilos y en silencio después de almuerzo para que los adultos pudiesen dormir. Las vacaciones de verano se estaban tornando elásticas, intolerables: necesitábamos clases urgente, pero no lo hubiésemos reconocido jamás.
Esa casa familiar sumaba en dos plantas, livings, comedores y salas de estar, trece dormitorios y nueve baños. Sin lujos ni estridencias, a pesar de sus materiales nobles de estilo simple y clásico. Tenía, como todas, un circuito público y otro oculto, más íntimo, casi desconocido para nosotros: el reino de mi abuela, que para mí era una ciudad por conquistar. El acceso era un pasillito que se ubicaba detrás de la gran cocina, conducía a una lavandería con una pileta enorme revestida de azulejos, un lavarropas circular de paletas plásticas, una habitación que oficiaba de despensa y espacios donde se acumulaban diarios antiguos, botellas vacías y otras cosas inútiles.
La estrella de ese interior recóndito eran quince escalones finitos de un gris intrascendente, empinados y empeñados en que fuese difícil subirlos. Conducían a una puerta blanca en lo alto; el pasaje a una enorme terraza. Ese era nuestro objetivo del día, recorrer las tripas del caserón, descubrir sus secretos, encontrar tesoros y llegar a la azotea. En uno de los últimos escalones descubrimos una bolsa blanca semivacía abandonada a un costado; los sobrantes de la pirotecnia de ese fin de año. Bajé los escalones de dos en dos para buscar con qué prender ese botín inesperado y volví a subir con fósforos y una botella vacía para las cañitas voladoras.
A la izquierda del ingreso a la azotea descubrimos una habitación completamente inaccesible, su puerta -que intentamos forzar- estaba cerrada con llave. Nada nos importaba más que descubrir qué misterios se ocultaban ahí dentro, pero fue imposible. Tomé nota mental de la forma de la cerradura para revolver los cajones del placard de mi abuela en busca de la llave precisa -curiosamente en esos estantes ella almacenaba chucherías en lugar de ropa-. Una vez en la terraza descubrimos algunos rincones ideales para jugar a la escondida -segunda nota mental-.
Inmediatamente pusimos manos a la obra para acabar con tres cañitas voladoras, una caja de chaski boom y dos petardos sueltos. Teníamos esos fósforos de cabito blanco corto y cabecita celeste, que se resistían a encenderse; ya teníamos varios dedos chamuscados y las mechas no prendían. Cuando íbamos por la mitad de la cajita conseguimos prender uno, que sirvió a la vez para la mecha de una bengala y un petardo. Saltábamos victoriosos, listos para la segunda ronda, cuando vimos que mi abuela atravesó la puerta con la mitad de los botones de su vestido mal prendidos y el peinado medio desarmado. Nunca le había visto esa expresión desencajada en la cara. No admitió explicación alguna: “Abajo ya”, dijo. Fue la única vez que no me dejó hacer algo que quería; justo a mí, que era su debilidad.
Al día siguiente me llamó a su casa y me entregó -en secreto- una llave que encajaba perfecto en la puerta de ese altillo oculto y prohibido. Ese portal maravilloso encerraba viejas muñecas de mi madre y mis tías, trencitos de madera a los que les faltaban ruedas, pelotas desinfladas, y mis favoritas: unas pilas de Billikenes viejos a los que volví una y otra vez cada vez que necesitaba material de lectura.
Esa habitación fue el pasaje a una dimensión fantástica, el lugar al que acudía para buscar refugio de alguna situación difícil. Me atraía porque tenía que sortear las telas de arañas y buscar espacio entre dunas de polvo acumulado para sentarme. Pero, sobre todo, porque me permitía bucear entre tesoros del pasado que yo quería desenterrar. Un planeta en el que yo era la protagonista de esas historias que hilvanaba con retazos de pesadillas nocturnas, lecturas y películas. En ese altillo los desafíos eran esquivar llamaradas del dragón temible en el que se transformaba Maléfica de La Bella Durmiente, o conseguir una poción mágica escondida en un bosque encantado, a pesar de los esfuerzos de hadas y duendes por evitarlo.
Escapaba ahí a un mundo a mí medida, un universo lejano donde la realidad se acomodaba a mis necesidades, en el que no existían los problemas, donde desaparecía el sufrimiento de personas adoradas que me resultaba intolerable.