Por qué los sapos generan desagrado, me pregunto. Besarlos parece ser una prueba definitiva de heroísmo. Es necesario sobreponerse al asco máximo y acercar los labios a esa cosa viscosa que encarna la repulsión absoluta.
Para los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, escritores que transformaron en cuentos universales y eternos una serie de relatos orales, la recompensa puede justificar el sacrificio. En uno de sus cuentos una princesa un tanto malcriada hace trato con un sapo para que le busque una pelota de oro perdida dentro de un estanque. A continuación regresa a su castillo sin intención de cumplir su parte, pero su padre la obliga a honrar el compromiso: debía darle comida de su plato y, en algunas versiones, compartir su almohada con él; en otras, darle un beso. Según el relato se rompe así un hechizo que mantenía atrapado a un príncipe en ese cuerpo de batracio.
Todas esas historias, y ese mito urbano de que al tocarlos contagiaban verrugas, desconocíamos mi hermano y yo un enero en los ochentas, en Miramar. En un cambio intempestivo que los niños no anticipamos, nuestros padres decidieron recorrer más de mil kilómetros en auto para llegar a una playa con un mar marrón, que ya nos predispuso mal. Empezamos contrariados, extrañábamos ese azul aturquesado al que nos tenían acostumbrados las playas chilenas, con sus rocas majestuosas contra las que el Pacífico descargaba su furia espumosa. Ni hablar del calor agobiante que no cesaba de día ni de noche. Eran vacaciones que se parecían demasiado a nuestra vida cotidiana; sin los sabores exóticos a los que estábamos acostumbrados con sólo cruzar la Cordillera de los Andes hacia nuestro Concón adorado.
Mi madre, sin embargo, estaba feliz. Es que la decisión de cambiar el rumbo se debió a que compartiríamos destino con la familia de una de las mejores amigas que ha tenido. Y, a pesar de que extrañábamos a la Tribu de primos, estábamos felices por la alegría que se dibujaba en la cara de mamá desde el desayuno hasta la hora de irnos a dormir.
Uno de los primeros anocheceres estábamos empacados por esa falta de las rutinas chilenas que incluían una visita diaria para probar suerte en los taca-taca o los flipper, justo antes de la cena. Después de rezongar un buen rato, y antes de ir a dormir, aceptamos una propuesta paterna y salimos al jardín a buscar constelaciones en el cielo nocturno. De casualidad, mi hermano divisó en el piso, algo que se movía. Estaba oscuro, a propósito todas las luces del jardín estaban apagadas para mirar mejor las estrellas, cuando otra vez el pasto parecía tener vida, pero no en un solo sector sino en varios. Definitivamente se movía. De repente, muy despacio, un croac chiquitito. Corrí a la casa, prendí las luces, nos tiramos de panza al piso y en ese momento los vimos. Había no uno, ni tres; sino cerca de diez sapitos tamaño cucaracha centenaria, -de unos ocho centímetros de largo-. Eran inofensivos, movedizos, saltarines. Agarramos uno cada uno, despacio, sin fuerza, para evitar aplastarlos. Empezamos a pensar cómo construirles casas, refugios, una especie de pecera para contenerlos, para jugar con ellos. De repente Miramar era un mundo de posibilidades, tal vez podíamos divertirnos ahí.
A la mañana siguiente mi hermano se despertó mal, con un dolor abdominal criminal. Vi la preocupación en las caras de mis padres cuando los cuatro debimos partir a un hospital y los médicos sospecharon apendicitis. La alegría de la noche anterior explotó y se astilló en millones de cristales. Yo hubiese entregado todo lo que tenía a cambio del bienestar de mi compinche de aventuras. Tenía diez años y, tal como me pasa ahora, no soportaba el sufrimiento de nadie que quisiera. Estuvimos casi todo el día esperando el diagnóstico mientras mi hermano sufría dolores intolerables. Al atardecer pudimos volver a esa casita alquilada que nos parecía demasiado caliente y demasiado ajena; mi hermano esquivó el bisturí, fue una falsa alarma.
A la mañana siguiente salimos a explorar los alrededores y a festejar que el sufrimiento quedó en el olvido. En el jardín vecino buscábamos esos minibatracios que nos tenían alucinados, y pensábamos cómo hacer para que mamá nos dejara importarlos a Mendoza como mascotas cuando tropezamos con un arbusto de frambuesas. Ese sabor ácido y dulce a la vez nos maravilló, pero era hora de prepararnos para salir a la playa. El Atlántico, con su falta de estrellas de mar, erizos y aquellos zoológicos que reuníamos en un fuentón de agua salada en Chile nos parecía soso. No queríamos ir a un mar que nos aburría, pero la promesa de las frambuesas por la tarde nos alentó a partir en paz.
Una vez en la playa divisamos un vendedor de barquillos que proponía alegría; ofrecía girar una ruleta. Pagábamos por uno pero nos podían tocar hasta tres. Al rotar la rueda salió el dos y nos dieron dos triángulos aplastados y secos, sin vestigios de dulce de leche por ningún lado. Una estafa, nos dijimos entre nosotros, y partimos hacia el mar, con unas tablas de barrenar.
Esa tarde cosechamos algunas frambuesas, las cubrimos de azúcar y esperamos un rato -mucho menos de lo indicado- antes de mandar la preparación a hervir a fuego lento. El Nesquik de ese día se rodeó de tostadas con mermelada de frambuesa. Había sido un buen día de vacaciones; quedaban como diez, que a nosotros nos parecían tres millones, pero madre estaba feliz con su amiga.
Los días transcurrían en una sucesión de actividades que a mi hermano y a mí no nos terminaban de convencer, y pendulábamos entre el aburrimiento y la sorpresa cuando descubríamos algo diferente. A tres jornadas de la vuelta, a nuestros padres les cayó un rayo de ingenio que iluminó un sendero mágico. Divisaron un laguito y nos llevaron a pasear en una especie de carretas flotantes que se desplazaban sobre el agua con gente sentada adentro. Eran acuaciclos: un símil bicicleta de a cuatro en la que había que pedalear para remar. Nos alucinaron y dimos vueltas sin parar hasta que se cumplió el tiempo. Regresamos una vez más con la certeza de que habíamos descubierto la rutina ideal de esas vacaciones, algo tarde.
En el momento de emprender la vuelta a Mendoza intentamos colar -dentro de un tuper-, tres sapitos que pensábamos podíamos importar a casa, pero papá se dio cuenta y nos invitó a liberar a los rehenes. Ninguno de ellos se convirtió en príncipe, y jamás volvimos a Miramar, pero los mini batracios y los acuaciclos quedaron en nuestra memoria para siempre.