Durmió poco, como de costumbre. “Mientras los demás duermen, yo pienso”, decía para justificar esos desórdenes en su descanso. Era un día clave, una promesa en suspenso: si ese camino lento y seguro, esa siembra de años, resultaban como ella esperaba nada sería igual. Fue un martes frío y soleado, típico del otoño mendocino; el 30 de abril del 2002. Todavía se sentían las convulsiones de la crisis económica e institucional que se generó en diciembre del año anterior, cuando el expresidente De la Rúa renunció y salió de la Casa de Gobierno en helicóptero.
Ya levantada puso el agua para el mate y preparó la mesa con algunas galletas dulces que no probaría en toda la mañana. Pronto llegarían algunos de sus colaboradores que iban a esperar con ella el resultado de una Asamblea definitoria de su futuro profesional. El cambio que representaba podía romper con quince años ininterrumpidos de hegemonía de una misma línea de pensamiento en una Universidad muy tradicionalista en Mendoza.
La cocina era el alma de su casa, un lugar en el que pasaba casi tanto tiempo como entre los libros de su estudio. Decidió que ahí esperaría la votación y se pasó la mañana junto al teléfono fijo -de esos de disco- que estaba junto a la mesa que usaban diariamente. Éramos algunos pocos los que nos turnábamos para anotar los números de votos, para marcar información en planillas, hacer llamados, o lo necesario en esos momentos álgidos.
Se había preparado toda la vida para ese momento: participó de diferentes roles y funciones de esa organización. Se capacitó y gestionó en diferentes espacios. Durante años gestó un equipo que se comprometió con su manera de entender la realidad y que contribuiría a plasmar sus ideas en proyectos.
En el salón donde históricamente se reúnen los asambleístas los números estaban ajustadísimos y había que lograr una doble hazaña: vencer al candidato oficial, que contaba con el respaldo de toda la estructura que funcionaba aceitadamente; y lograr que una mujer, la primera en más de sesenta años de historia de una institución de cambios lentos y pausados, gobernara el destino de miles de estudiantes y docentes. En el ambiente flotaba una sensación propicia para el sacudón que iba a vivir la Universidad Nacional de Cuyo: no lo tenían claro los académicos, pero ese remezón vendría de la mano de los estudiantes con noventa y cuatro votos que hicieron historia y le dieron el triunfo en la tercera vuelta.
Eran épocas de elecciones indirectas: ciento cuarenta y tres representantes de cada una de las once facultades -hoy son doce- integraban la Asamblea Universitaria que tenía la responsabilidad de elegir rector y vicerrector en votaciones separadas. Tenía, para eso, hasta tres vueltas previstas.
En una espera de horas se sucedieron la primera vuelta, cuartos intermedios, diálogos, búsquedas de consensos. Las visiones coincidentes no llegaron y los votos no alcanzaron. Tampoco en segunda vuelta, donde era indispensable el acuerdo de dos tercios del total de asambleístas. Yo, que siempre entendí menos de números que de palabras, estaba sobrepasada de datos, y por momentos me alejaba de la cocina para que no se notara que estaba a punto de fracturarme los dedos de tanto retorcer las manos.
Las negociaciones llegaron a un punto decisivo y dos de las personas que dialogaban en su nombre le trasladaron el pedido de una agrupación que le podía dar los votos que necesitaba para ganar: querían el control sobre un área importantísima del gobierno universitario. Fue una de las primeras veces en las que la vi actuar en todo su esplendor. Sin perder la calma dijo a través de la línea telefónica: “Quiero ser Rectora, pero no a cualquier costo. Mi proyecto de gestión tiene su base más importante en ese espacio, no lo voy a entregar. Si ese es el precio no lo pago”. Y colgó. Hubo otros intercambios y consultas.
La llamada definitiva con el recuento de los números finales demoró unos minutos que se sintieron como dos siglos. Y con ella llegó esa noticia que de tan largamente soñada nos costaba creer: la UNCuyo tendría por primera vez en su historia -hoy sabemos que no la única-, una rectora mujer.
Vivimos el traslado desde su casa hasta el salón de la Asamblea como si fuésemos flotando a través del Parque General San Martín. Lo único que podíamos pensar era que iba a ser difícil volver a sentir esa felicidad, esa sensación de invencibilidad, de recompensa después de un esfuerzo largo.
Con la sencillez que la caracterizaba, con un sweater finito, un blazer y un pañuelo al cuello, recorrió los metros que separaban el estacionamiento de la Facultad de Artes y Diseño -donde dejamos el auto- hasta el pasillo que conduce desde Ciencias Económicas hasta el lugar de la elección.
Casi como una estrella de rock, con pasos firmes y acelerados, entre un cardumen que se acercaba a abrazarla y besarla, logró atravesar el recinto que ese mismo día más temprano había sido escenario de una lluvia de huevazos y cánticos socarrones. Con una banda sonora de aplausos sostenidos que no se apagaban llegó al escenario donde la esperaban para mostrarle las actas que sellaban que acababa de hacer historia como la primera mujer electa para gobernar la Universidad más grande del Oeste Argentino, la sexta en tamaño e importancia en todo el país.
Asumió al instante, el dos de mayo, con un presupuesto universitario que apenas alcanzaba a cubrir los gastos y que no contemplaba, hasta que llegó ella, el financiamiento de becas estudiantiles. Algunas de las primeras medidas que tomó fueron la reducción -a menos de la mitad- de las trece secretarías que tenía el Rectorado y un recorte -de su propio sueldo y el de las autoridades superiores-, para generar un fondo para becas.
En tiempos de lealtades frágiles y convicciones de raíces cortas, en los que la confrontación en redes sociales es el entretenimiento del momento y se valora más que el esfuerzo de escuchar y consensuar, me reconforta recordar ese día que marcó el inicio de un proyecto de horizontes claros.