Borges, además de exquisito poeta y excelente narrador, nos ofrece en sus ensayos riquísimo material para una reflexión de índole teórica, y es de este bagaje del que me valdré para iluminar la obra de un malogrado poeta mendocino.
Poeta, hijo de poeta (el del mismo nombre, el poeta del vino y las vendimias), Abelardo Roberto Vázquez entabla con la poesía un diálogo trascendente, esencial. El extraño y el éxtasis (1984), su única obra publicada, es un libro privilegiado: uno de esos poemarios que impresionan hondamente al lector, una obra donde el resplandor de la auténtica Poesía nos depara múltiples hallazgos felices. Obra madura, aunque de un poeta joven, como si el don de la palabra poética le hubiera sido dado efímeramente (por su corta vida), pero en plenitud, en un solo acto que no necesitó casi ejercitaciones ni tanteos previos antes de dar de sí un fruto acabado.
Abelardo Roberto Vázquez nació en Guaymallén, Mendoza, el 14 de junio de 1953 y murió en Mendoza 39 años después, el 26 de julio de 1992. En 1990 obtuvo la Licenciatura en Letras, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, con una tesis sobre literatura griega. Colaboró en diversos diarios y revistas de Mendoza. En 1984 la editorial Cárrmina publicó El extraño y el éxtasis. Ha dejado además un conjunto de poemas inédito: El arte del ser.
La lectura de los poemas éditos nos enfrenta a un problema apasionante, abordado reiteradamente por los teorizadores y aun por los mismos poetas: la poesía (o, dicho más ampliamente, la literatura) como posible vía de conocimiento: conocimiento intuitivo, pero no por ello menos pleno, que revela aspectos inéditos, insospechados, del mundo, a través de ese recurso privilegiado que son las imágenes poéticas.
Borges, hablando de su iniciación poética en los cauces de la poesía vanguardista, destaca a propósito de la imagen: “Dimos con la metáfora, esa acequia sonora... Dimos con ella y fue el conjuro mediante el cual desordenamos el universo rígido. Para el creyente, las cosas son realización del verbo de Dios -primero fue nombrada la luz y luego resplandeció sobre el mundo-; para el positivista, son fatalidades de un engranaje. La metáfora, vinculando cosas lejanas, quiebra esa doble rigidez” (Inquisiciones, 1994, p.30).
Otra reflexión borgeana nos acerca también al concepto de lo extraño, elegido por Abelardo Roberto Vázquez para titular su poemario, aunque sustantivado: extraño ya no designa (o califica) tan sólo las características particulares de un modo de expresión (que es consecuencia de un modo de percepción), sino que se ha generalizado hasta constituir la esencia misma del hablante lírico; la voz del hablante es el poema, porque es el sujeto poético constituyente y constituido por el texto. Dicho de otro modo, la trasposición sutil del significado se opera al referir la cualidad de extrañeza al conjunto de las percepciones todas, por las cuales el poeta ve y transmite (es decir crea) el objeto de su poema, creándose a sí mismo (o su imagen poética) en el mismo acto.
Dice Borges: “Ya no basta decir, a fuer de todos los poetas, que los espejos se asemejan a un agua [...] Hemos de rebasar tales juegos. Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de la mente: hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste en su ilusorio país [...] y que siente el bochorno de no ser más que un simulacro” (1994, p. 32).
Por ello, Abelardo Roberto Vázquez puede decir, con total certeza y veracidad: “Los párpados de una virgen dormida son las persianas del paraíso”; o “Las flores son los sueños de la luz”; o bien “El rayo es un látigo de fuego”, con lo que su “experiencia poética” complementa y enriquece (no contradice) nuestra experiencia cotidiana.
Esta es la paradoja de lo poético, del lenguaje de la poesía, que superpone en cierta forma dos sistemas: el habitual de la lengua y el del “lenguaje poético”; expresión poética que resulta así de “dos sistemas no primariamente inconciliables [...] y por consiguiente cargada de potencial tensión interna”, lo que produce, al decir de Martínez Bonati, una “superdeterminación del discurso poético” (1992, pp. 13-32).
Es la percepción misma de la realidad la que es poética, una nueva forma de conocimiento que se alcanza casi a la manera de revelación o éxtasis, a través de imágenes. Por este camino intuitivo se gesta un tipo de conocimiento nuevo: zonas de experiencia que sólo son expresables por vía indirecta, por una mediación simbólica, por una aproximación concéntrica y en un instante privilegiado análogo al éxtasis, como postula nuestro poeta en la segunda parte del título dado a su poemario.
Si es cierto que todo poeta es demiurgo –”un pequeño dios”, como quería Huidobro-, entonces la pupila del poeta es adánica: ve y en el acto de ver y nombrar, crea el mundo. Milagro de lo poético, que se materializa acabadamente en El extraño y el éxtasis. Así como se destaca el papel de la metáfora como medio de expresar un renovado conocimiento del mundo, al establecer analogías que destruyen lo que podríamos llamar el “determinismo” de nuestra percepción habitual (esa “rigidez” a la que aludía Borges) esa experiencia trasmutadora de los datos sensibles da como resultado imágenes reveladoras del universo. El arte, según algunos, es un conocimiento por imágenes, tan válido como otros, y que permite acceder a niveles no ordinarios de la realidad; de allí su relación con lo religioso
Así, la totalidad de la obra de Vázquez: se configura como un intento poético de re-conocer la esencia eterna del mundo, rescatada de la temporalidad. Se asume entonces la más plena manifestación del acto poético como el único capaz de lograr la aprehensión de lo efímero, de lo fluido e instantáneo, para fijarlo en una sustancia evadida del tiempo: “Antes que se marchite quisiera describir esa flor que / ya se está desfigurando en estas palabras, pues todo / cambia, cambia sin cesar en el calidoscopio de una / hechicera que no deja de jugar” (1984, p. 11).
Con estas palabras, el poeta mendocino da cumplimiento cabal, en una sorprendente compenetración de mundos poéticos, a lo que Borges postulaba acerca de que “hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste en su ilusorio país [...] y que siente el bochorno de no ser más que un simulacro”.