Desde lo alto se siente más la caída. Un 17 de enero de 2008 moría quien fue considerado el mayor genio del ajedrez: Bobby Fischer.
Un desacuerdo hogareño, la separación de sus padres, lo llevó dolorosamente, a los dos años de edad, a vivir un hecho que no podía entender. Y así fue creciendo Robert Fisher. Pasó el tiempo y lógicamente se hizo taciturno y huraño.
El niño Bobby tenía apenas seis años cuando, junto con su hermana Joan, aprendió de manera autodidacta las reglas del ajedrez. Le bastó leer las instrucciones que venían en el empaque de un tablero y sus piezas, que sus padres le habían comprado en una tienda donde vendían golosinas.
Claro que el ajedrez lo fascinó, pero a su hermana le aburrió pronto. Así que tuvo que continuar su pasión jugando contra sí mismo.
Fue quizá el más grande ajedrecista de todos los tiempos. La misma mente que le permitió llegar a la cumbre del ajedrez no le posibilitó la coherencia mental que necesitaba.
A los 29 años, ya considerado como un genio del tablero, le arrebató el título de campeón mundial al maestro ruso Boris Spasski.
Ni siquiera el brillo de su fama le borró el recuerdo de la prematura oscuridad de su infancia desolada.
A los 32 años, este extraño productor de imprevistos perdió su corona ante Anatoly Karpov, sin presentarse a jugar.
Inició entonces una reclusión voluntaria que duró 20 años. Vivía en hoteles de ínfima categoría. Pero su habitación estaba inundada de libros sobre ajedrez.
Fue enorme la cantidad de logros que obtuvo. Por ejemplo, con sólo 14 años, se coronó campeón de ajedrez de los Estados Unidos en mayores.
Pero junto a esas hazañas, tenía a nivel humano, exigencias desmedidas y un carácter complejo, que incluía declaraciones polémicas (algunas que rozaban el antisemitismo, aunque él mismo fuera de ascendencia judía) y comportamientos que lo llevaban a colocarse al borde o fuera de las leyes.
En una nota que escribió para una revista norteamericana Fischer expresó que su mayor placer en ajedrez no consistía en vencer al adversario, sino en aplastarlo y humillarlo.
Y agregaba: “Si fuera asesino, me gustaría matar, pero lentamente. Para que mi víctima sufriera lo más posible”. Y continuaba: “No soy asesino, no porque no tenga deseos de serlo, sino por mi temor a ir a la cárcel”.
Aunque estuvo detenido ocho meses en Japón en el año 2004, no por asesinato sino por adulteración de pasaporte. Solicitó entonces asilo político a Islandia.
A los 62 años –viviría dos más– se radicó en Reikiavik, la capital de ese remoto país.
Se lo veía caminar silencioso, sin responder a los cordiales saludos de la gente.
No resulta difícil diagnosticar, que fue también, junto a un genio ajedrecístico, un enfermo mental.
Tenía ya 49 años y miles de días sin siquiera pensar en el ajedrez, cuando aceptó jugar un match con el hombre al que había despojado del título de campeón mundial: Boris Spasski.
Hubo polémica. Fischer estaba en disputa con su país, que le prohibía cobrar el premio.
Más allá de eso, Fischer ganó. Entrevistado por periodistas, el estadounidense se autoproclamó como el “campeón del mundo invicto”. Sin embargo, ese título no es reconocido, dado que la partida de 1992 contra su rival Spasski no era oficial.
A los 64 años, víctima de una severa insuficiencia renal, Bobby Fischer –que visitó cinco veces nuestro país– moría en casi total soledad en una nación que no era la suya.
Con un aforismo final cerramos la evocación de este genio del ajedrez y una de las personalidades más fascinantes de los últimos años: “Triunfo y derrota suelen estar cerca. Y a veces juntos”.