Empezamos con un aforismo: ”Un solo fósforo puede producir el mayor de los incendios”. Y así como un fósforo puede crear un daño enorme, también un solo ser humano pudo ser el artífice de un hecho que a los argentinos halaga.
Fue la difusión que hoy tiene nuestro tango en Japón y el fósforo –o, mejor diría la llama inicial– la produjo un noble japonés: el Barón Megata.
Decía el periodista Jorge Andrés en “La Nación”: “A pesar de que el barón Tsunayoshi Megata fue rescatado del olvido en un hermoso tango de Luis Alposta y Edmundo Rivero, podría su biografía servir de argumento para una buena novela épica o alguna comedia musical romántica”.
Es fascinante la historia de este noble japonés, que de joven llegó (desfigurado su rostro por un terrible accidente) al París de la segunda década del siglo pasado.
Pero Megata recompuso su fisonomía y recuperó la confianza en sí mismo, bailando tangos en El Garrón y en otros cabarets argentinos de la Ciudad de las Luces.
Inició entonces, un proceso de transformación espiritual con música porteña, que continuó en Japón, adonde volvió cargado de discos y dispuesto a inaugurar una academia de baile exclusiva y a vivir su existencia de playboy en un estilo que combinaba la tradición samurái con los códigos de honor del arrabal porteño.
Fue el Barón Megata el primero que hizo escuchar tango en Japón –a través de grabaciones francesas de Manuel Pizarro y Genaro Espósito– a fines de los años 20, mientras enseñaba a bailarlo.
Pero los aficionados que inició debieron esperar varias décadas hasta que una genuina orquesta típica argentina, la de Juan Canaro, se presentó en Tokio, un acontecimiento que se produjo en 1953, hace ya siete décadas.
Ese Canaro era el tercero de los cinco hermanos, un músico respetable, compositor de algunos clásicos, La brisa, entre ellos, esta, junto a su hermano Francisco y con letra de Caruso.
Juan Canaro ya no tocaba el bandoneón ni tenía conjunto estable, pero era capaz de armar uno rápidamente, como lo demostró con el elenco reunido para la primera expedición tanguera a Oriente, que contó con arreglos de Astor Piazzolla y solistas que fueron elegidos por él (Osvaldo Tarantino, Hugo Baralis, Arturo Penón), lo mismo que la cantante María de la Fuente, en un gran momento de su carrera.
Además del deslumbramiento de contemplar por primera vez intérpretes auténticos, los japoneses recibieron una música tan porteña, como la mejor que se podía escuchar en Buenos Aires en aquellos días.
Porque fuera de Francisco Canaro, que viajó en 1961, y Juan D’Arienzo, que mandó la orquesta sola en dos oportunidades, porque lo aterrorizaba subir a un avión, que ya eran ídolos para los japoneses, las demás agrupaciones debieron replantear su repertorio, incluyendo tangos europeos, melodías orientales y obligatoriamente, La cumparsita y El choclo, títulos sin los cuales no había recital posible.
Debe reconocerse al pueblo japonés el mérito de haber sido el primero en tratar al tango como música de concierto, presentando a los artistas en grandes teatros, escuchando absortos y estallando en largas ovaciones.
Quedan, aun hoy, del fantasma de Megata, que contagió a sus discípulos, la nostalgia por los tangos, que le cambiaron la vida cuando los bailó por primera vez en pequeñas pistas de Montmartre, uno de los barrios más emblemáticos de París.
Hoy, tantos años después de esta visita a Francia, del noble japonés, el tango tiene en Japón miles de fervorosos adeptos que oyen y bailan nuestra música popular.
Por otra parte, músicos y cantantes argentinos viajan al país de Oriente tan lejano y misterioso y son acogidos con tanto entusiasmo como cordialidad.
El Baron Megata demostró con su latir por las notas de nuestro tango, verdadera comprensión por nuestro sentir argentino.
Por eso no viene mal este aforismo de cierre: ”La nacionalidad agrupa hombres. Pero sólo la comprensión los une”.