Entre los poetas que aparecen reiteradamente en las páginas de las revistas literarias mendocinas de las primeras décadas del siglo XX figura Armando Herrera (1893-1953). Este escritor nació en Mendoza. Hizo muy joven sus primeras armas en el periodismo en diarios locales: Los Andes, La Libertad y nacionales, como La Nación. Sus versos y relatos aparecieron también en revistas nacionales como Caras y Caretas.
En Mendoza, a lo largo de los años, colaboró en Ideas (1916); La Semana: en el n° 21 (1918) publica un poema dedicado a la “Bandera de la Patria”; luego, en La Quincena Social n° 47 (31 de marzo de 1921) aparece un soneto titulado “Remember”. En el lapso 1918-1921 colaboró también en Horizontes; Cóndor e Ideas y Figuras. Luego, se registran colaboraciones suyas en Antena; La Linterna; Sabatinas; Mundo Cuyano y Vida Andina.
Su obra está compuesta por los siguientes libros poéticos: Eucaristía (1929); El arca (1930); Cancionero de la patria (1939) y Cantos del terruño (1946). Además, publicó ensayos históricos como el titulado “Ensayo histórico-biográfico dedicado a un Congresal de 1816: Dn. Tomás Godoy Cruz” y otros varios que aparecieron en la Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza; esta producción se relaciona con el hecho de haber integrado en calidad de miembro de número dicha Junta. En esa misma línea temática puede incluirse también su tercer poemario.
Publicó dos novelas breves: La vida de un niño bien (1920) y La derrota (1921). Nos consta que la segunda fue publicada en Ideas y Figuras n° 2 (1921) y se puede suponer que la otra también apareció —si no en la misma— sí en alguna de tantas otras publicaciones similares, destinadas a un público masivo y que constituyeron un interesantísimo fenómeno cultural. Beatriz Sarlo, en El imperio de los sentimientos (1985), las caracteriza así: narraciones “contemporáneas de la vanguardia” pero “producidas desde distintos lugares, con estéticas diferentes y para públicos también diversos” y que “crearon una peculiar densidad del campo literario”.
En cuanto a la obra poética de Herrera, nos referiremos en particular al primer libro, publicado en 1929, y que resulta interesante porque tanto a través del contenido de los poemas como de las dedicatorias que los anteceden, nos permite observar en tránsito del poeta por las diferentes escuelas poéticas aún vigentes en la época, como el modernismo, y especialmente el postmodernismo, a la vez que —como señala Gustavo Zonana en “La poesía modernista y postmodernista en Mendoza” (2013)— nos permiten “reconstruir relaciones literarias” a través de este sistema de sistema de paratextos.
En el libro son modernistas (y aun, postrománticos) los sentimientos de dolor y de amargura que se expresan y que constituyen una suerte de talante vital del poeta, junto con las reiteradas alusiones al Misterio (la Esfinge), o las abundantes referencias mitológicas, y el afán por imprimir una andadura rítmica particular al verso, generalmente de arte mayor (de once y catorce sílabas).
Igualmente, el poeta se confiesa peregrino insomne del Ideal: “Un ansia de belleza me ha formado, / soy un sentimental que sueños labra: / más que en la acción confío en la palabra / que expande el pensamiento y lo soñado. // Yo voy por la tierra, peregrino errante, / y mi Pegaso avanza locamente: / me atrae el infinito intensamente / y la luz de una estrella obsesionante” (1929, p. 13).
A partir de la cuarta sección, titulada “Emociones urbanas” y dedicada “A Fernández Moreno, deliberadamente”, el tono poético consuena más bien con las búsquedas sencillistas del propio Fernández Moreno, a la vez que los motivos cantados por el poeta se radican en el entorno próximo y ciudadano de un Buenos Aires que desgrana sus escenarios típicos, al paso de un observador en movimiento, desplazándose a bordo de un verdadero ícono de la modernidad de entonces, como lo fue el tranvía.
La sección siguiente, titulada “Cantos del terruño”, está dedicada a dos poetas mendocinos: Evar Méndez (Evaristo González Méndez) y Juan Carlos Lucero. En estas páginas comienza a despuntar un tímido regionalismo, en la descripción de los “Zanjones”, suerte de homenaje a la prehistoria huarpe de nuestra tierra: “Corren así, legendarias, / las aguas de mi zanjón / […] / Dan a los campos sedientos, / vida, frescura y amor / […] / Tobar y Allaime pacientes, / Guaymallén, el previsor, / ¡Oh caciques que tuvisteis / la más divina intuición!” (1929, pp. 78-79).
También desfilan por las páginas las “Mañanas mendocinas”, “ebrias de cielo azul” (1929, p. 80) o los viñedos evocados como una “hermosa alfombra verde / que se prolonga hasta el confín” (1929, p. 81). Luego, la sección titulada “A mi décima musa” incursiona en otro cauce postmodernista como es la poesía de tono cotidiano, que evoca ínfimas realidades hogareñas: “Una casita pequeña / como un nidito de amor” (1929, p. 96).
Finalmente el último apartado, dedicado a uno de los autores emblemáticos de la denominada “Generación del 10″, como es Manuel Gálvez, y denominado “La última etapa”, retorna a una temática de cuño modernista, que plantea el misterio de la creación poética y la esencia del poeta como un peregrino del ensueño y la belleza, que padece la incomprensión del vulgo: “Avanza por tu senda altivamente / persiguiendo tu estrella refulgente / fortalece tu vida en el quebranto; // y al cruzar por las turbas filisteas / o permitas que caigan tus ideas / aunque los perros ladren a tu canto” (1929, p. 106).
El poeta deplora además, ampliamente, en “Escéptica” (uno de los poemas más logrados del libro), y que lleva un epígrafe de Leopardi, esta mudanza de los corazones al advenimiento de un nuevo mundo en el que “Ya no existen Julietas, ni Pablos, ni Leonores. / La tierra no merece del alma el sentimiento, / y apenas si florece la flor del pensamiento / en el jardín del arte que agostan los dolores” (1929, p. 105).
Víctor Gustavo Zonana percibe en este poemario algunos ecos lugonianos, aunque sin la maestría del poeta cordobés. De todos modos, la poesía de Herrera fue elogiosamente reseñada en su época; por ejemplo, en Don Quijote de los Andes n° 46, de marzo de 1931, se lee lo siguiente acerca de Arca, “cuyos poemas breves, en los tiempos de inquietud en que vivimos, nos transportan a la insana realidad del espíritu: es que Armando Herrera sabe penetrar en las almas; sus sentimientos armonizan con todas las inquietudes de todas las horas, escribe como para sus hermanos y lo leemos como tales”.