Aquel Torino marrón

Para mí, los autos representaban un medio de traslado de un lugar a otro; pero me quedó clarísimo de entrada que ese coche no significaba lo mismo para él

Aquel Torino marrón
Torino marrón.

Si hay algo que no extraño de la adolescencia son las citas a ciegas programadas por esas amigas celestinas. Creo que hay muy bajas probabilidades de que me vaya a someter voluntariamente a transitar de nuevo esa incomodidad. Pero hubo una vez, hace como quince mil noches, cuando una de esas presentaciones, del amigo de un amigo de una amiga, salió bien.

Fue en el invierno del inicio de la década del ‘90. El aviso de la presentadora llegó a través del teléfono fijo: “Esta noche te pasan a buscar por tu casa”. Era un viernes y estábamos terminando de comer cuando sonó el portero; preguntaban por mí. Era bastante más grande que yo, en edad y estatura; pero no fue eso lo que me llamó la atención, sino su sonrisa inocultable, y unos ojos bondadosos color esmeralda.

En la puerta nos esperaba su compañero inseparable por el que sentía una devoción que no podía disimular. Era un Torino coupé color marrón ladrillo, que había dejado atrás sus días de gloria, pero conservaba su esencia intacta, sin abollones, rayones, o piezas sueltas.

Yo estaba en quinto año del colegio secundario. Había tomado mis primeras lecciones al volante en un Fiat 600 beige, propiedad de mi madre, desde los quince años, y ya tenía mi habilitación formal para manejar. Para mí, los autos representaban un medio de traslado de un lugar a otro; pero me quedó clarísimo de entrada que ese coche no significaba lo mismo para él. Lo noté cuando me abrió la puerta del acompañante y la cerró con una ternura inusual. También en la manera en la que le dio arranque, como si lo acariciara, suave y lento. Varias semanas después comprendí que lo que lo unía a ese auto de culto eran mucho más que sus características técnicas.

Empezaba nuestra primera cita y, a través de los parlantes del Torino, la reina indiscutida del pop de todos los tiempos preguntaba: “What are you looking at?”. Madonna, que se imponía en todas las radios a toda hora con su último tema Vogue, sentó las bases de cómo continuaría esa noche. Él propuso ir a bailar y el Torino se dirigió a Saudades con su andar tranquilo pero decidido, y se quedó esperándonos en la esquina de San Martín y Barraquero, como haría durante muchas madrugadas que vendrían después de esa.

Ice Ice Baby, de Vanilla Ice, retumbaba por cada rincón del boliche cuando nos acercamos a la barra por un trago. Uno de los más solicitados de la época era el clásico Cóctel Primavera. Su gracia, cuando estaba bien preparado, eran las diferentes capas de colores que se lograban con las densidades de líquidos que no debían mezclarse: un fondo rojo sangre de granadina, hielo y vodka a continuación, para terminar con una capa de jugo de naranja y de ananá, y una cereza al marrasquino en el centro. Era de un dulzor indigerible, pero para mí significaba el paraíso. Un certificado de sofisticación y un símbolo de felicidad asociado a esa música con un volumen demencial, que no dejaba otra alternativa que sacudirse, moverse, celebrar que éramos jóvenes. Inexplicablemente ese trago (que yo tomaba en su versión sin alcohol) duraba todo el tiempo que permanecíamos en el boliche, rara vez tuve que pedir otro.

Esa salida con un completo desconocido fue la primera en años en la que no tuve ganas de desaparecer en el baño hasta la hora de volver a mi casa. Me divertí y me reí como sucedería reiteradamente en las semanas sucesivas cuando él y su Torino me esperaran en la puerta de mi escuela donde, por las tardes, algunos también aprendíamos lenguas extranjeras - a pocos metros de Saudades-.

Avanzaron los días y los meses de frío quedaron atrás, dejando lugar a una primavera tibia que nos invitaba a pasear en lancha por el dique El Carrizal. Una vez más ese auto que tomó su nombre del escudo de la ciudad de Turín, el Toro Rampante, nos trasladó y arrastró también a la embarcación náutica con la que intenté —sin ningún éxito— el esquí acuático. Las tablas para deslizarme en el agua no eran mi destino. De igual manera había sucedido en mi niñez en Penitentes, cuando intenté patinar en la nieve y terminé de cabeza en un montículo mojado de barro al final de la pista escuela.

Una de las salidas que más recuerdo fue en el cine América, la mejor sala que tuvo Mendoza, con sus butacas anaranjadas y su sonido de alta fidelidad. Fue el día del estreno de ese emblema de las comedias romáticas de todos los tiempos, Mujer bonita; ese cuento de hadas en el que Julia Roberts enamora a Richard Gere en un hotel de Beverly Hills, y nos envuelve en ese carisma que puede torcer destinos y convencer a cualquiera que vale la pena arriesgarse e intentar lo inimaginable en la búsqueda de la felicidad.

Pocos días después de esa película inolvidable, una alarma en mi cabeza —que teñía todos mis pensamientos de carteles “Pare”— me obligó a tener una dolorosa conversación con aquel caballero extraordinario. El Torino, estacionado en el Rosedal del Parque General San Martín, fue testigo de nuestra decisión de no ser una pareja.

Al día siguiente encontré un regalo de despedida en el buzón de la casa de mis padres: un caset TDK grabado por él, una construcción artesanal almacenada en una de esas cajitas de plástico con cintas magnéticas en su interior. Era una selección que concentraba dos de sus intérpretes favoritos: Barbara Streisand y Horacio Molina. En los sesenta minutos de ese TDK se condensaron recuerdos que me hicieron llorar, y también alegrarme por las risas y los paseos compartidos en ese auto.

Sobreviví a la que probablemente haya sido la última de esas presentaciones arregladas que vaya a experimentar. Fue maravilloso conocerlo, a pesar de que no pude enamorarme de él. De lo que no tengo dudas es de que aún hoy él y su Torino siguen juntos.

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