Indudablemente, la publicación de Álamos talados (1942) de Abelardo Airas (1908-1991) constituyó un acontecimiento para las letras mendocinas, y le valió al novel autor el reconocimiento de sus coterráneos. Así, por ejemplo, Fausto Burgos, en una carta dirigida a Arias y fechada el 2 de febrero de 1945, emite varios juicios de valor ponderativos, en los que –de paso– presenta sus propias ideas sobre el arte de novelar (cf. Los Andes, 10 de diciembre 2023).
En igual sintonía valorativa, pero en un tono más sentimental, y a través de varias misivas, Alfredo R. Bufano se suma a las repercusiones que este texto señero para la cultura de Mendoza despertó, no solo a nivel local sino nacional, ya que –a dos años de su aparición– ya había merecido tres ediciones con tiradas de 3.000 ejemplares cada una.
Volviendo a los juicios de Bufano sobre la obra de Arias, radicado por entonces en Buenos Aires, y vertidos en siete cartas enviadas entre octubre de 1942 y el mismo mes de 1944, marcan el inicio de una amistad literaria que seguramente se extendió más allá del límite temporal enunciado, aunque no tengamos a mano los testimonios para documentarlo.
Dicha amistad comenzó, al parecer, con el envío de un ejemplar de su primera novela por parte del autor que comenzaba su camino en las letras a quien ya era un poeta consagrado. En efecto, en la respuesta a una de las cartas de Bufano, Arias le expresa su admiración: “Durante esos diez veranos, suyos y míos, yo sabía que en la ‘casa del puente’ vivía el poeta. Le he visto desde lejos varias veces, estoy seguro de que una vez, cuando pasaba en mi bayo, Usted me vio; pero yo era entonces un muchacho que estaba viviendo un libro con la confusa esperanza, metida en el alma, de escribirlo algún día” (borrador de una carta conservada en el archivo del Centro de Estudios de Literatura de Mendoza, sin indicación de fecha, pero que suponemos data de fines de 1942, por la respuesta que en ella de da de algunas de las apreciaciones de Bufano).
De la cita anterior quiero destacar la referencia a “esos diez veranos suyos y míos”, que marcan la proximidad no solo espiritual sino también geográfica que unió a ambos escritores, tal como lo señala insistentemente Bufano: “Los diez años más felices de mi vida los he desmenuzado lentamente, con alegría de niño, al lado mismo de la vieja casona de su romance. Conozco todos los sitios que Ud. nos pinta; me he bañado en ese canal de su aventura; he vivido –o conocí una anticipación de la muerte– muchas grandes horas debajo de los sauces y las higueras que hoy retoñan en las páginas de su novela” (carta fechada el 14 de octubre de 1942).
El río Diamante y el canal, álamos e higueras y también los cercos de rosas silvestres (“las rosas silvestres del cerco de su heredad”) se convierten en una serie de leit motiv que recorre las páginas, transidas de emoción, que Bufano le dirige a su coterráneo por adopción (recordemos que Arias había nacido en Córdoba, pero estaba indisolublemente unido a San Rafael por arraigo familiar).
Tal comunidad de experiencias le permite al poeta reclamar su pertenencia al mundo narrado: “yo, nada más, que me considero un personaje de su novela; un personaje del cual Ud. no habla, ni lo pinta, ni lo menciona, ni lo ha pensado siquiera. Pero, créalo Ud.; yo también estoy allí, grotesco, invisible, lacerado, escondiéndome en la penumbra de su casona solariega o, en soledad espectral, en soledad de trasmundo, sentado a la orilla del agua, aspirando el olor mojado de la yerbamota”.
Es imposible no leer en lo antedicho una afirmación más del talante melancólico de Alfredo Bufano, relacionado con las crónicas dolencias que le afectaban, y a las que dedica varios párrafos de sus cartas: “He escrito con alguna tardanza porque he estado muy enfermo” (San Rafael, 14-X-1942); “Mi salud anda bastante mal a Dios gracias. Desde mañana abandono la cátedra hasta el año venidero, porque se me acabó la cuerda” (San Rafael, 18-X-1944).
Sin embargo, estos padecimientos no le impidieron ser intensamente feliz y esta dicha, relacionada con la vivencia plena del paisaje es, precisamente, la que siente expresada en la novela de Arias, y la que reclama compartir con el amigo: “Quiera Dios que algún día podamos juntarnos aquí, en esta tierra nuestra. Nos iremos por ahí, a sentarnos a la orilla del río, o a tendernos a la sombra de las viejas higueras de su heredad […] o a mirar las rosas silvestres del cerco de su casona, o a desdibujarnos en nuestro propio silencio.” (San Rafael, 14-X-1942).
Pero no es solo esa afinidad espiritual la que mueve el elogio, sino también los valores estéticos que descubre en Álamos talados, tal como se expresan en los fundamentos del voto que Alfredo Bufano emitió a favor de este libro ante la Comisión Nacional de Cultura y que transcribe con fecha 29 de julio de 1943: “En cuanto a Álamos talados, novela de Abelardo Arias, que me permito proponer para ser premiada, debo manifestar al señor Presidente que se trata de un libro de ambiente mendocino que nos revela a un autor novel de grandes condiciones. Hay en esta novela verdaderos aciertos en la descripción de paisajes y costumbres de nuestra región y todos sus personajes están trazados con mano segura y adquieren en las páginas del libro singular relieve. Me atrevo a afirmar que hay en Abelardo Arias un recio y hondo novelista que no tardará en darnos obras de auténtica madurez. No es frecuente en nuestro medio, ni mucho menos, una revelación como la de Abelardo Arias, razón por la cual creo que debe ser señalada por el valioso estímulo que representan los premios de la Comisión Nacional de Cultura”.
Hay en la correspondencia intercambiada por estos dos grandes escritores muchos otros puntos de interés, que tienen que ver con la consagración de ambos a la literatura, casi a modo de antorcha que el mayor entrega a quien le sigue: “Hay en Ud. un prosista de clara y recia prosapia. Viva Ud. en su ley. Se lo dice quien empieza a entrever las postreras colinas sin haber renunciado jamás, ni un segundo siquiera, a su vocación de belleza y angustia” (San Rafael, 14-X-1942), y que Arias sabrá responder cabalmente: “Si es que hay en mí lo que Ud. ha visto a través de mi libro y debe haberlo porque Ud. no puede engañarme pues no había razón alguna para hacerlo, he de cuidarlo mucho. Sé que este juicio suyo me crea obligación. Sé que la primera es ser honesto con mi vocación. Así será. Ya le he consagrado mi vida verdadera” (borrador citado).