Conmocionante pero administrativo, el paso que acaba de dar el Rey de España blanquea en verdad la abdicación mucho más grave que había hecho antes del valor simbólico del trono que ahora deja. El monarca llegó en 1975 a esa corona renacida -dictador Francisco Franco mediante- entre los yuyos de una historia nacional de espanto y con el mote de Juan Carlos “el breve”.
El apelativo se lo había en-dilgado el dirigente comunista Santiago Carrillo, quien paradójicamente terminaría siendo su aliado, aludiendo a la visión generalizada de que ese sitial real sería efímero. No fue así. Juan Carlos pervivió como rey 39 años. Pero hoy, cuando en unos días sea ungido su hijo Felipe, es posible que el noble vástago no sólo herede el título sino aquel mote premonitorio.
Todo esto sucede porque España no es una república sino una monarquía parlamentaria, sistema que quedó establecido en la Constitución de 1978. Un referéndum del 6 de diciembre de ese año le otorgó un aplastante aval ciudadano del 88,5%. Francisco Franco, que tejió esa madeja, había elegido a Juan Carlos, nieto del rey Alfonso XIII, para heredar el trono Borbón y ser su continuidad histórica. La de él.
La designación no debería haber fallado. Aquel polémico antepasado debió exiliarse tras la caída en 1930 de la Primera República que encabezó el dictador Miguel Primo de Rivera con quien el monarca tenía una fluida relación. Fue luego del colapso de la Segunda República, laica y republicana, con el golpe franquista de 1936, que el fascismo restableció el carácter monárquico de España. Era su prenda y su divisa.
El tamaño del voto en el referendo que, además del previsible respaldo conservador tuvo el de socialistas y comunistas, alimentó el relato de una legendaria preferencia española por esa versión monárquica del Estado. Pero nunca se compulsó reinado sí o no. En 1978, y dentro de un paquete de leyes, se le preguntó al país si optaba entre una monarquía con la continuidad de una estructura legislativa semidictatorial que aún regía, o una democracia con monarquía que fue lo que tuvo el aplastante respaldo.
Cuando los conservadores revolean ese porcentaje inapelable, con cierto derecho la centro izquierda, para salvar su dignidad, recuerda aquella trampa dialéctica. Pero hoy ha quedado como una anécdota que irá limpiando o no la historia. El auténtico peso simbólico de la corona vino después cuando apenas llegado al trono, Juan Carlos puso distancia a ese pasado autoritario.
La gran oportunidad para hacerlo fue cuando se alzó en defensa de la democracia contra la intentona golpista del teniente coronel Antonio Tejero en febrero del 81. “No es tolerable ... interrumpir por la fuerza ... el proceso democrático”, dijo con uniforme frente a la televisión. Dejó ahí de ser “el breve”. Era la reafirmación de otro país y de un cambio que no admitía retrocesos.
Hay una extendida polémica sobre si todo fue como se lo ha contado, si no hubo operaciones en las sombras o traiciones, pero desde entonces lo cierto es que para los españoles y más allá, la figura de Juan Carlos ligó con la institucionalidad democrática. Esa solidaridad agradecida con el rey pervivió por años, ignorando incluso vicios privados o trampas de alcoba.
La crisis que desde hace seis años aplasta a la economía española acabó con la tolerancia hacia la corona. No fue debido a un súbito rebrote republicano sino resultado de una cadena de indignidades. España navega con índices extraordinarios de desocupación de 26%, y más de 50% en el nivel etario juvenil. Apenas un dato marca exacto dónde está hoy parado ese país: la pobreza infantil de 30% en 2012 estancó a España con los peores indicadores de este problema en la Unión Europea detrás de Rumania.
Lo que es aún más grave es que uno de cada cuatro españoles vive en la pobreza, según el estatal Consejo Económico y Social. Si estos años generaron un océano de desplazados económicos, España tiene también el mayor rango en Europa de diferencia entre quienes más y menos ganan. Ese mismo organismo ha advertido que hay riesgo cierto de que la pobreza, considerada como coyuntural, devenga en una situación crónica.
Es en este caldo de calamidades sociales que Juan Carlos rifó aquel prestigio y lo hizo por diferentes senderos. Cuando más apremiaba la crisis se lo vio en la conocida cacería de elefantes de Botswana, un safari al costo de 8.000 euros diarios junto a la noble germano-danesa Corinna zu Sayn Wittgenstein. Pero el golpe definitivo vino de su familia por el proceso judicial que descubrió a la hermana y al cuñado del próximo rey, Cristina e Iñaki Urdangarín, en un complejo proceso de corrupción, uso de dineros públicos y venta de influencias
Juan Carlos abdica después de las elecciones europeas en las que las dos grandes formaciones políticas del país, el Partido Popular y el Socialismo, cosecharon los peores resultados en la era del post-franquismo. Quemaron más de cinco millones de votos y dieron lugar a formaciones duramente anti-sistema. Es claro que si el escenario político se complica aún más, difícilmente la monarquía sobreviviría. La cercanía de ese precipicio es lo que promovió este relevo urgente.
En un indicador con máximo de diez, la corona recibía este mes de mayo una nota de 3,72 puntos según otro estatal Centro de Investigaciones Sociológicas. El diario El Mundo detectó a su vez que por primera vez menos de la mitad de los españoles, 49,9%, respaldan el sistema monárquico. La renuncia fue un sacrificio aun al costo a sabiendas de que se transformaría en un inesperado argumento para canalizar la furia general sobre cómo van las cosas. Apenas dicha la última palabra de salida por parte del monarca, se llenó de marchas España con la bandera de la Segunda República exigiendo a los políticos derrotados un referéndum que convierta al país en una república y archive para siempre corte y nobleza.
Con este ruido de fondo llega al trono Felipe VI. Imposibilitado de contar con aquel tremendo aval que tuvo su padre para legitimar la monarquía, un privilegio que no es de los que se heredan, nacerá este reinado. El riesgo es que la bomba social provoque que esta vez efectivamente aquel mote tajante y aciago de “el breve” acabe haciéndose realidad.