Caminaba, pensaba tonterías, se odiaba por pensarlas, se preguntaba una y otra vez, tan falto de respuesta: si, como dijo alguno, en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo, ¿dónde cuernos está lo que no tiene nombre?
Hay unos libros: muchos libros que se parecen -un poco- entre sí y no logran tenerlo. O, quizá: que tienen demasiados, la mejor forma de no tener ninguno.
Nos confunden. La ves leyendo A sangre y fuego, del resurrecto Manuel Chaves, y, cosa de acercarte, le preguntas qué es eso. Ella te dice que unas historias de la Guerra Civil y tú que si es una novela, cuentos, y ella turbada que te dice no, historias que pasaron, no sé cómo decirte. Esos libros que no tienen nombre.
Esos libros tampoco tienen, muchas veces, lugar. Entras a una librería y preguntas dónde está Ébano, un suponer, la obra maestra del maestro Capucho, y el librero independiente o dependiente te pregunta si es novela o si es historia o autoayuda o qué y le dices, digamos, que es un gran reportaje.
Ah, no sé, de eso no tenemos; quizás en el segundo piso, donde están los de sociología y las recetas de cocina, te dice, ni siquiera muy turbado.
Tiene coartada fácil: hace unos meses, cuando el suplemento Babelia del diario El País de España dividió los libros en trece -13- géneros, desde narrativa española hasta filosofía, música a ciencia-ficción, biografías a novela histórica, para hacer sus recomendaciones para la Feria de Madrid, no incluyó un género que incluyera esos libros. No tienen lugar. Quizá sea porque no tienen nombre.
Es cierto que esos libros pueden ser muy variados: qué semejanza entre los que escriben García Márquez, Grossman, Aleksiévich, Hershey, Walsh, Capote, Didion, Carrère, Nooteboom, Anderson, Villoro y compañía limitada.
Pero tampoco se parecen tanto, convengamos, entre sí esos que llamamos novelas -sí, novelas- de García Márquez, Grossman, Posteguillo, Yourcenar, Cortázar, Martín Santos, Allende, Wallace, Woolf, Wolfe, Le Clézio o Le Carré. O sea que esos libros no son más diversos que otros, pero igual no tienen un nombre que los una. Lo más fácil, hasta ahora, ha sido definirlos por lo que no son: no ficción, dicen.
Es cierto que no son ficción: tampoco lo son algunos manuales de historia, ciertos ensayos, algún tratado de filosofía, bastantes poemarios, la guía de teléfonos.
Y además el mecanismo es un poco humillante. Imagínese que a usted, Gonzalo González, lo definen así: no es una mujer, no es un plantígrado, no es australiano pero tampoco tutsi, no nació hace dos años, no trabaja en la mina de carbón, no sabe matemáticas, no tiene un chalet en la sierra -y tal-.
Decir que son porque no son no parece una buena estrategia. Quizá, para saber cómo llamarlos, sería mejor saber qué sí son esos libros.
Esos libros son el refugio del mejor periodismo: ante la renuncia de la mayoría de los medios, que temen pagar intentos de cierta envergadura y usar su espacio para publicarlos, algunos de los periodistas más preparados, más inquietos, encuentran en ellos el lugar donde sí pueden hacer su trabajo.
Esos libros son el resultado de un pacto particular con el lector: te prometo que lo que te estoy contando aquí no es el producto de mi imaginación. Sucedió, me enteré, lo pensé, lo estructuré, lo escribo.
Esos libros son un laboratorio: porque arman un espacio de libertad, sin reglas previas ni límites de páginas ni editores que supuestamente saben lo que el público quiere, en ellos se experimentan formas distintas de contar, que, después, a veces, se volcarán en los periódicos -o en las novelas-.
Esos libros son torrentes de historias: en ellos se puede narrar la caída del sah de Persia o las formas de la muerte atómica, pero también la intimidad de una familia mafiosa o la vida de un gran revolucionario o los viajes de los migrantes más puteados o las formas en que el mundo no come suficiente o las tribulaciones de un campeón de malambo.
Esos libros son, para quienes los escribimos, una obsesión: frente a esa velocidad del periodismo que nos pone frente a cuestiones nuevas cada día o cada semana, hacerlos nos obliga a pasarnos mucho tiempo dedicados a lo mismo.
Son proyectos a largo plazo, con estructuras, formas, dificultades propias: una apuesta de años para gente acostumbrada a jugar a la quiniela de esa misma tarde.
Esos libros están fuera del modelo económico hegemónico: nunca compensan la inversión de tiempo y esfuerzo que precisan. El trabajo de construirlos siempre supera las recompensas materiales que pueden producir.
A cambio ofrecen una recompensa simbólica importante, la condecoración de quienes no creemos en medallas -decimos que no creemos en medallas-.
Esos libros son una trinchera. En tiempos en que las series de tevé cuentan más y mejor que la mayoría de las novelas -y ocupan su lugar-, hay algo en esos libros -la cercanía, la profundidad, el estilo- que todavía no pudo ser reemplazado por formas más contemporáneas de contar. En ellos la forma libro subsiste y desafía.
Esos libros son una reserva de datos y de comprensión: producto de largos esfuerzos, su interés no se deshace al día siguiente; no comparten con el periodismo periódico su vocación de envolver el pescado -aunque a veces lo hagan.
Esos libros son una fuente de placer. A veces están escritos con tanto arte que se siguen leyendo muchos años después, cuando las historias que cuentan o los problemas que tratan ya no importan. Es la prueba más concluyente de que son literatura: buena literatura.
Y, aun así, siguen sin tener un nombre que los nombre como conjunto, como género. Alguien retomó la perífrasis de García Márquez -"cuentos que son verdad"- y habló de historias verdaderas.
El nombre me gusta, pero no me veo entrando en aquella librería y preguntando al (in)dependiente dónde tiene las historias verdaderas. Contra los que lo llaman periodismo narrativo me incomoda que no tienen por qué ser "periodismo": miren “The Year of Magical Thinking”, de Joan Didion, por ejemplo.
Contra los que periodismo literario me molesta el uso de literario como si fuera un adjetivo de calidad: si el periodismo es bueno es literario, cosa que nadie diría, digamos, de la poesía. Contra los que nuevo periodismo, el recuerdo de que la etiqueta se acuñó hacia 1960: su novedad está ancianita.
De no ficción ya hablamos; la palabra testimonio no incluye el trabajo del escritor, que transforma esos -eventuales- testimonios en una narración; gran reportaje suena bien en francés, pero en castellano resulta tan pretencioso como cualquier francés. Miles de libros necesitan un nombre, un apellido.
Quizá sería bueno utilizar estas páginas para buscarlo. En la web, por ejemplo, lkjahsdf. Yo, por ahora, aún con reticencias, esperando algo mejor, voto por crónica. Después de todo se trata de intentar, una vez más, fijar el tiempo.