Por Mario Vargas Llosa - Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País Internacional SA © 2017
Ocurrió a comienzos de los años sesenta, en París, cuando con Juan Goytisolo nos veíamos de tanto en tanto. No sé cómo había llegado a mis manos aquella revista del régimen, con un gran artículo en primera página, Ese pertinaz don Juan, acusándolo de atizar todas las conspiraciones que se tramaban en Francia contra la España de Franco. Se lo llevé y lo leímos juntos en un bistrot de Saint Germain. Pocas veces lo volví a ver tan contento, a él, que era generalmente huraño y reservado. Aquella diatriba le confirmaba que estaba en la buena línea: la disidencia y la rebeldía eran ya su carta de identidad.
Aunque me llevaba cinco años, habíamos tenido la misma formación intelectual, marcada por el existencialismo francés y las tesis de Sartre sobre el compromiso; sí, escribir era actuar, la literatura podía empujar la historia hacia el socialismo sin por ello rendirse al estalinismo, como (queríamos creer) estaba haciendo la revolución cubana. Sus primeras novelas, las mejores que escribió, Juegos de manos, Duelo en el paraíso, Fiestas, La resaca, La isla, mostraban un realismo voluntarioso, transparente, bien trabajado, y una intención crítica que daba en el blanco.
Luego, en la segunda mitad de la década del sesenta, contagiado por las teorías de Roland Barthes y congéneres, que disecarían la literatura francesa de la época, decidió cambiar brutalmente de forma y contenido. En Señas de identidad, Reivindicación del conde don Julián, Juan sin Tierra, Makbara y otros libros, intentó reinventarse literariamente, ensayando una prosa rebuscada y litúrgica, de largas sentencias y estructuras gaseosas, en las que las inciertas historias parecían pretextos para una retórica sin vida. Creo que se equivocó y es probable que de esos libros imposibles sólo quede el recuerdo de las imprecaciones contra España, recurrentes y atrabiliarias.
El odio de Juan hacia España se parecía mucho al amor; pese a sus vociferaciones contra el país en el que nació y del que se exilió buena parte de su vida, seguía el día a día de su circunstancia, su acontecer político, sus chismes literarios, frecuentaba sus clásicos con amor de erudito, defendía a Américo Castro a brazo partido contra Claudio Sánchez-Albornoz y rescataba a algunos de sus autores olvidados, como Blanco White. Durante algunos años se negó a creer que la Transición hubiera cambiado el país e instaurado una verdadera democracia; sostenía, con su empecinamiento característico, que todo aquello era una delgada apariencia bajo la cual seguían mandando los mismos de siempre.
Por fortuna, siguió escribiendo esos reportajes y libros de viajes que había iniciado con Campos de Níjar, La Chanca y Pueblo en marcha. Sus informes y recorridos por Sarajevo y los Balcanes, Turquía, Egipto, Palestina, Chechenia, eran documentados y ágiles, originales, análisis generalmente certeros aunque siempre apasionados.
Los libros mejores que escribió y que se leerán en el futuro como un testimonio excepcional sobre un período particularmente oscurantista de la historia de España, son Coto vedado (1985) y En los reinos de Taifa (1986). Valientes y conmovedores, en ellos revela su vida secreta, sus pulsiones más íntimas, el difícil descubrimiento de su identidad sexual. La homosexualidad es solo uno de los datos que comparecen en esta controlada catarsis. Hay varios otros, entre ellos su fascinación baudelairiana por la mugre urbana, los barrios lumpen y rufianescos, los personajes marginales, malditos, como su admirado Jean Genet, el ladrón que saqueaba alegremente las casas de los esnobs que lo invitaban a cenar para oírle jactarse de sus fechorías. Quién le hubiera dicho que el destino arreglaría las cosas para que los enterraran juntos, en el cementerio español de Larache, en Marruecos.
Juan Goytisolo fue el primer escritor español de su época en interesarse por la literatura latinoamericana, en leer y promover a los nuevos novelistas, y, con la ayuda de su mujer, Monique Lange, que trabajaba en la editorial Gallimard, hacerlos traducir al francés. Fue, también, uno de los primeros en comprender que la literatura en lengua española era una sola, y en esforzarse por reunir de nuevo a esas dos comunidades de escribidores de las dos orillas del océano a los que la Guerra Civil española había apartado e incomunicado. Una de las mentiras que circulaban sobre él es que, por prejuicios políticos, había sido una muralla que frenó las traducciones de escritores españoles en Francia. Me consta que no fue así, y que, en muchos casos, como el de Camilo José Cela, por quien no podía sentir simpatía alguna, movió las influencias que tenía para que fuera traducido.
En política, seguimos trayectorias bastante parecidas. Al gran entusiasmo por la revolución cubana de los primeros años, siguió la decepción y la ruptura cuando el caso del poeta Heberto Padilla. Ambos lo habíamos tratado y conocíamos su identificación profunda con la revolución; las absurdas acusaciones de agente de la CIA contra él nos sublevaron y nos llevaron a redactar (en mi departamento de Barcelona, junto a Luis Goytisolo, José María Castellet y Hans Magnus Enzensberger) el manifiesto que consumaría nuestra ruptura con la Cuba castrista y la gran división de lo que parecía hasta entonces la sólida fraternidad entre los novelistas latinoamericanos.
Recuerdo aquella época, que fue la de la revista Libre (que él animó y que financiaba Albina du Boisrouvray), los incansables manifiestos y las conspiraciones incesantes, como un juego de niños al que jugábamos los grandes sin darnos cuenta que todo lo que hacíamos no servía de gran cosa pues las decisiones de veras importantes se tomaban muy lejos de nosotros, en ese corazón del poder político al que nunca llegan (ni deben acercarse) los verdaderos escritores.
Cuando murió Monique y Juan se fue a vivir a Marrakech dejamos casi de vernos. Teníamos reuniones esporádicas, siempre cordiales, y yo seguía leyéndolo, con interés sus ensayos literarios y bastante esfuerzo sus textos creativos. Sus artículos del diario El País indicaban que, aunque pasaran los años, él seguía idéntico: belicoso, disonante y arbitrario. En nuestros raros encuentros me animaba a ir a visitarlo y me ofrecía un inolvidable paseo por su amada plaza de Yemaa el Fna, donde alternaban los contadores de cuentos y los encantadores de serpientes.
Sólo después de su muerte me he enterado de la agonía de sus últimos años, desde que se rompió el fémur al desbarrancarse en una escalera del café, en aquella famosa plaza, a la que solía ir en las tardes a ver hundirse el sol en las montañas azules; sus padecimientos físicos y sus apuros económicos. Y de los problemas que hubo para encontrarle una tumba laica, como él quería, en un país donde los cementerios son obligatoriamente religiosos. Conociéndolo, pienso que este final revoltoso, enredado y tragicómico no le hubiera disgustado: de alguna manera reflejaba su manera de ser contradictoria y su vida traumática y peripatética. Juan, amigo, descansa en paz.