“¿Qué, se te cayó el celular al shío che? Mirá, agashá y ponelo en una bolsita llena de ashoz, y dajalo ahí hasta mañana. Yo una vez lo hice y se me compuso ¿No es cierto Shodolfo? Sólo en Córdoba, una señora de sonrisa automática se acerca sin que la llamen y como si lo conociera a uno de toda la vida se pone a hablar y socializar, con ese tono rayadito que convierte las erres en “eshes”, y a los momentos vacuos en anécdotas. (Y no tomen esto como burla o discriminación, lo dice este cordobés).
Sólo en Córdoba, y agrego: sólo en las sierras. Será gracias a la frescura verde de la montaña, al trinar de los ríos, al aura campante. Será gracias a las pulsiones contagiosas de todo aquello, que la gente anda alegre por el puro gusto de andar alegre nomás.
O al menos eso piensa el viajero, la cara al sol justo en el sector más bonito del centro del país: Traslasierra. Un valle prodigioso en postales ubicado en los patios de la provincia, separado del agite del resto del mapa por una cadena colosal, las Sierras Grandes que le dicen.
Allí, donde los pueblos enfatizan su carácter tradicional con un telón de quebradas expertas en follaje, y el agua cae a borbotones entre piedrotas, playitas de arena y horizontes elementales, se entiende cabalmente la génesis del buen humor mediterráneo.
Mina Clavero, Cura Brochero y Nono
El ingreso a la tierra prometida se da tras abandonar la locura urbana de la capital y el ajetreo de Villa Carlos Paz, con rumbo sudoeste. Inspirado, el camino empieza a subir y a volverse bucólico, y domando las Altas Cumbres presenta paisajes de pampa en los cielos, roca mechando los campos y las laderas.
Vuela un cóndor y deja en claro la inminencia del Parque Nacional Quebrada del Condorito, cercano a los puentes colgantes que cada año visitan los bólidos del Rally Mundial. Ancho el panorama, los primores siguen brota que brota, mientras la ruta comienza el descenso procurando los escondrijos del valle.
La bienvenida corre a cargo de Mina Clavero (150 kilómetros desde Córdoba), una ciudad que en el devenir del boom turístico sacrificó algunos de sus emblemas, para dar lugar a un perfil impropio de Traslasierra. Léase veranos con avenidas atascadas de autos, noches de multitudes, marañas de sombrillas en los balnearios más concurridos.
Sin embargo, su esencia aún sobrevive a medida que los pasos se alejan del centro y descubren la parte fascinante de los ríos locales. Por un lado el Mina Clavero, frío y cristalino. Por el otro, el Panaholma, cálido y enano.
Ambos forman el río Los Sauces y entre los tres despliegan rincones para asolearse en la arena o en el ronronear de la tenue corriente, nadar en las ollas naturales con vista a los cerros e inventar diseños a las extrañas rocas que, por milenios, moldearon el agua y el viento.
Al otro lado de Los Sauces y del Panaholma, el verdadero rostro serrano toca el asfalto. Villa Cura Brochero ignora las aglomeraciones de acá a la vuelta, y haciendo gala de décadas pasadas pinta una plaza rodeada de construcciones de fines del siglo XIX y principios del XX. Tremendo el contraste, que continúa en calles de tierra, parroquianos vestidos de polvo y piel morena, y el dúo compuesto por la Iglesia Nuestra Señora del Tránsito y la Casa de Ejercicios. El par de inmuebles recuerdan fragmentos de la obra del hoy beato José Gabriel Brochero.
Héroe popular, el “Cura Gaucho” fue un luchador incansable de los derechos de los pobres, esos que hace poco más de 100 años, cuando a la aislada región de barrancos y maravillas no llegaban ni los caminos ni el bienestar, eran casi todos. Dan fe de su mano solidaria los gauchos actuales, los que en aldeas adyacentes como San Lorenzo o Panaholma, cortan el queso de cabra con cuchillo anciano, y en alpargatas, boinas y camisas apolilladas, miran al burrito picoteando el pastizal.
Mejores ejemplos de épocas idas brinda Nono (8 kilómetros al sur de Mina Clavero). Fundado a fines del siglo XVIII, el primer pueblo de la zona corporiza su hazaña en viviendas añejas, ayer casas de ramos generales y pulperías. La plaza, al modesto entender del viajero, es de las más lindas del país, fundamentalmente por la espectacular cortina de Sierras Grandes que le convida el occidente, tan bien pertrechadas de tonalidades rosadas y rojizas del atardecer. Hacia allá, vías de ripio mediante, van las ganas de contactarse con la naturaleza y disfrutar de las preciosas playas que preñan al Río Chico y a los múltiples arroyos (El Perchel, Las Aguaditas, Los Algarrobos…). Ya de vuelta en la explanada local, toca husmear el ambiente bohemio traído por artistas de toda Argentina, y organizar la visita al Museo Polifacético Rocsen (sorprendente por tamaño y contenido).
El desenlace
“Separe la basura en plásticos, vidrios y papel para su reciclaje. Este material será recolectado los días lunes y jueves. Con el resto de los desechos, usted puede preparar un compost domiciliario para sus plantas y cultivos”, aconseja una publicidad de la radio de Los Hornillos (14 kilómetros al sur de Nono).
En la comuna, igual que en la mayoría de sus vecinas, habita un espíritu ecológico (con chispas de hipismo) cuya vocación se explica fácil. Hay tanta espesura, tantos tabaquillos, molles, maitenes, pinos y quebrachos en derredor, tanta vida, que más extraño sería no proteger el tesoro como se debe. La alfombra se perfila a la ribera de la ruta y arriba, en el paredón montañoso que arrima las narices al viaje que prosigue, ahora ofreciendo caminatas que llevan a los cerros Ventana, Bayo y Negro.
Continuando el circuito, la mirada siempre al sur y luego de saludar al Dique La Viña (y su muro protector de 108 metros), la carretera dicta
Villa de las Rosas (10 kilómetros desde Los Hornillos), y San Javier. El llamado “Camino de la Costa”, insiste con las arboledas, con puñados de paisanos (muchos de ellos escapados de las magnas metrópolis criollas) y con las casas de té que hacen apagar motores y saborear un pan casero y unas rodajas de salame, o miel de la zona, dulces de ciruela, damasco y cereza. En el núcleo de las aldeas, nueva aparición de plazas con encanto, iglesia y artesanos. El rasgo distintivo es cortesía de los senderos que conectan con el Cerro Champaquí (casi 2.900 metros, el más alto de la provincia).
Ya en los últimos capítulos del valle, Yacanto, La Población y Luyaba sacan a relucir cantidad de olivares, embrión de un aceite de oliva delicioso. La Paz (30 kilómetros desde Villa de las Rosas), en tanto, vuelve a lo de los techos viejos, a alguna calle adoquinada, y al aroma de la peperina, la menta y el poleo. Bautizado en honor al rélax circundante, el pueblo marca el desenlace de Córdoba, con la provincia de San Luis a tiro de piedra. En la despedida, lo acompaña todavía la montaña, muy cercana, muy grande, muy verde y muy risueña.